Por Marcos Vieytes

Hay que esforzarse para sentir algo más o menos intenso durante -o después de- la proyección de Habi, la extranjera, estreno que, a priori, se distinguía de otros por lo curioso de la propuesta argumental -una chica argentina que se acerca al Islam- y la relevancia de los productores (dueños del tamaño de letra más grande en algunos afiches), entre los que se cuentan Lita Stantic, Hugo Sigman y Walter Salles, responsables de películas sólidas, internacionalistas, solventes y sólo brillantes cuando algunas de ellas fueron dirigidas por cineastas como Damián Szifrón y Adrián Caetano. Este último no es el caso de Habi, que hereda la identidad más bien difusa, funcional, progresista, políticamente correcta, de la mayor parte de los productos de los productores involucrados. 

No deja de ser interesante la visibilidad dada a la comunidad islámica argentina, capitalina en particular, por completo ausente del colectivo audiovisual de nuestro país, pero esa decisión se ve disminuida en su legitimidad cuando comprobamos que es folclórica en el sentido más superficial del término, vale decir funcional a un guión y un personaje para los que el aprendizaje de padle, un curso de programación HTML o el acceso a una escuela de teatro, hubieran servido exactamente para lo mismo que le sirve la religión musulmana. 

En el relato de crecimiento que se narra, el Islam es aquello que le permite a una chia del interior dejar de ser una adolescente y empezar a ser adulta, dotando de sentido a su propio nombre, recién pronunciado al final de la película (recurso demasiado canónico cuyo eficacia hubiera residido en dotar al momento de una intensidad dramática que no fue construida), luego de haberlo sustituido por el de una nena desaparecida (el término que acabo de usar no tiene nada que ver con la dictadura), hasta que la ficción se revela como tal y permite la admisión de una identidad en ciernes.


La pueblerina de Martina Juncadella me hizo acordar por momentos a Petronilo, popular personaje de Carlos Balá en La tuerca, y lo caricaturesco de la comparación con aquel paisano ingenuo sirve para ilustrar la naturaleza epidérmica de la construcción de un personaje que se define por la mera repetición de un acento y de una forma de caminar. El crecimiento, si lo hay, se postula en los papeles -del muy pautado guión- pero es letra muerta, no se siente en el cuerpo (de la película y del espectador). Martina Juncadella es muy linda, pero no hay trasfondo en esa belleza que revele las dificultades y -¿por qué no?- monstruosidades de toda metamorfosis.

Quizá la imagen más significativa sea la de esta chica vestida de árabe con un helado de palito en la mano, combinación cuya equivalencia implícita de elementos, como la que también se da en el caso del jean y del chador, sería sutilmente iconoclasta en el mejor de los casos, puramente trivial en el que nos ocupa. Nada de la índole de lo trascendente se juega en la película, lo que no sería reprochable si esa dimensión no estuviera convocada por la elección de lo musulmán como piedra de toque de la identidad del largometraje, reducido a tópico, a puro agente de cambio paradójicamente intercambiable por cualquier otro, azucarado objeto de consumo que comienza a derretirse ni bien se lo abre.

Habi, la extranjera (Argentina / Brasil, 2013), de María Florencia Alvarez, c/ Martina Juncadella, Martín Slipak, Lucía Alfonsín, María Luisa Mendonça, 92′.

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