Dos decisiones atraviesan Gambaro (Jazmín Bazán; 2023), para definirla de manera contundente desde la forma en que se encara al personaje. La primera decisión refiere a la construcción del documental a partir del diálogo que se entabla entre personaje y directora en las visitas a la casa de aquella. Hay allí una determinación por generar un clima de intimidad en el que la cámara no debe interferir y donde la potencial entrevista derive en una charla más relajada. Ese proceso incluye lo que podría pensarse como desvíos: esos momentos en los que se sale de los lugares que ocupan para disolverse en el anonimato de lo cotidiano (los momentos en que ambas hablan sobre las plantas en el jardín, con la cámara fija en otro espacio del que se alejan). Esa elección implica a su vez una exclusión: desde la imagen, el de Gambaro es un tiempo presente prácticamente inalterable. Lo que se relaciona con el pasado proviene de un relato oral que la cámara completa con el registro actual de espacios (por ejemplo, las imágenes del barrio de la Boca donde pasó su infancia, o los ensayos actuales sobre algunos de sus textos). No hay, en Gambaro, imágenes de archivo, y su ausencia parece determinar el recorrido a seguir: dar cuenta de la obra en presente, dejando algunos episodios del pasado carentes de lo que podía darles un peso más relevante –por ejemplo, en la referencia a la polémica que se suscitó a raíz de la obra “Puesta en claro” en los ochenta.

La segunda decisión implica poner en primer plano su trabajo sobre la literatura antes que por lo teatral, lo que lleva a que el peso esté dado por la lectura antes que por la interpretación (y cuando ésta aparece, se acerca a un territorio parecido a la videodanza). De hecho, la aparición de lo teatral como escritura aparece en la lectura de fragmentos de algunas de sus obras. Esa indiferenciación entre los textos novelados y los teatrales produce una uniformidad que hace perder los relieves particulares de los dos ámbitos. Lo teatral de Gambaro no proviene de sus textos o de su participación, sino de las entrevistas a Cristina Banegas y Laura Yusem. Son ellas quienes se encargan de ponerla en el lugar que el documental no consigue. Los planteos de ambas son contundentes. “Griselda es mi voz dramatúrgica”, señala Yusem, poniendo en contexto una unidad de visión teatral. Para Banegas, se trata de “la obra más relevante del teatro argentino”, además de poseer un carácter revelador y subversivo. Pero el documental no encuentra la forma de profundizar en ninguno de los dos conceptos, más allá del relato de las entrevistadas. ¿Qué es lo que, en definitiva, sostiene la obra de una artista como Gambaro, además de un par de voces? Es en ese punto que el documental termina por mostrar las limitaciones que implican las decisiones que toma para su construcción.

Ambas decisiones involucran un desplazamiento del relato documental hacia otras zonas. Una de ellas aparece especialmente en la primera parte, a partir de los textos de Gambaro. Estos van apareciendo tanto a partir de la voz que los enuncia como en la pantalla. Por debajo de ellos, las imágenes parecen correrse de la ilustración redundante, para plantear desde los paisajes registrados una suerte de poética del conurbano particular e inesperada. Que esas instancias funcionen, aun cuando el recurso se repita, proviene no solo de la selección de textos, sino de la forma particular en que parecen encastrar con las imágenes captadas en Don Bosco o en Remedios de Escalada. En esa relación que se establece entre texto e imagen aparece señalada la relación de la escritura con esos espacios que habita. “No es una elección, yo conozco a esa gente”, dice la autora y eso que refiere a los marginados de la sociedad, se aplica a esa zona periférica, igualmente marginada.

Descartada la posibilidad de que desde lo visual el documental aporte elementos reveladores, todas sus inquietudes parecen estar depositadas en que la palabra de la autora encuentre un camino de interés. Y allí hay dos elementos que aparecen. El primero, quizás el más sorprendente, sea el de sus miedos (“la gran pasión de mi vida”, dice). Quien haya visto alguna obra de Griselda Gambaro difícilmente sospecharía de ello ante la potencia de las acciones y los diálogos. Sin embargo, justamente por ello, la escritura se vuelve una descarga, un traslado de esos miedos al papel. “Compartir el horror que uno siente, permite que una no enloquezca”, señala, y es ese horror el que la pantalla no consigue recuperar, como si confiara en exceso de un conocimiento previo de parte del espectador. El segundo elemento es el trabajo, al cual Gambaro pone en el centro por sobre cualquier consideración. Incluso va más allá de lo que Cristina Banegas recupera respecto de la vigencia de su obra por la relación que establecen las mujeres con el poder. “Yo no puedo mirar como un hombre, no tengo la mirada de poder que tiene un hombre” dice Gambaro, casi como minimizándose. Si la inspiración puede provenir de una situación o un detalle, lo que se recalca es entonces, el trabajo posterior. “Escribir es fundamentalmente un trabajo que hay que ejercitar con mucha constancia y disciplina” señala para despejar cualquier duda. Si el documental no cede a la tentación de mostrarla en su trabajo (lo cual podría verse hasta como una representación algo falseada), quizás se deba a esa comparación con el trabajo de un carpintero que hace Gambaro, tan inesperada como modesta. O tal vez, a que lo que importa es la obra, esa búsqueda que la frase final del documental parece resumir en su totalidad: “Lo que busco es que salga bien el trabajo, que dé algún tipo de resultado”.

Gambaro (Argentina, 2023). Guion y dirección: Jazmín Bazán. Fotografía: Clara Bianchi. Edición: Sebastián Mega Díaz. Duración: 77 minutos.

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