En Furyo está lo bello y la represión de lo bello. La puesta en escena de Oshima trabaja con materiales bellos, desde la luz artificial a la voz y los ojos de diferentes colores de Bowie, pasando por la cara de Takeshi Kitano, pero construye su poder significante lejos de la concepción de lo bello como armónico y cerca de una idea de belleza como tensión vital. Lo bello, en tanto vital, produce emoción, si no deseo, y la emoción puede ser insoportable, mucho más en tiempos de guerra, en los que la sensibilidad puede hacer que, quien se abandona a ella, se sienta frágil e indefenso, pero ¿existen otros tiempos que los bélicos?
Nagisa Oshima fue un cineasta violento, sólo que su violencia consistía en sacudir formalmente las condiciones dogmáticas de sumisión irreflexiva al orden cultural establecido de posguerra, lo que implicaba vérselas tanto con la nostalgia del pasado imperial como con la entrega a la sociedad de consumo irreflexivo instalada por el vencedor. Su violencia es dolorosa, como duele la libertad, con todas las parcialidades e inestabilidades que el término despierta en un lúcido, pero audaz, como Oshima. La guerra y la homosexualidad son los temas centrales de Furyo, pero el fundamental tiene que ver con la imposibilidad de aceptar y vivir los sentimientos («la amistad, el amor, esas cosas que corroen los huesos de un hombre», según el magnate solitario que encarna Orson Welles en La historia inmortal), más aún cuando no coinciden con ninguno de los casilleros culturales que los regulan y crean.
La libertad de Oshima, como la de Almodóvar –que con Matador y La ley del deseofilmó su versión del díptico de los imperios-, consiste en poner en escena la trágica evidencia de la insatisfacción como realidad identitaria, a menudo tan radical que sólo se sacia con la muerte o, con suerte, el dolor, por no decir la tortura, física y psíquica. Reconocimiento que no implica, en el caso de Oshima y de su cine, el apoyo y justificación de los aparatos de poder públicos y privados que instrumentan el abuso, pero sí la comprensión de sus mecanismos, de los que forma parte sin aprobarlos al instrumentar, simultánea y desgarradamente, su representación y la crisis de ella.
Lo bello en Oshima no es algo que pueda ser admirado exteriormente, sino el propio impulso vital que lleva hacia un objeto que se vuelve relevante, o singular, por la atracción que despierta, radical en su diferencia que, sin embargo, nos refleja. Las imágenes de Furyo son magnéticas, y ese magnetismo aprisiona, suspende la voluntad acaso porque la cumple fugaz pero cabalmente, como le pasa a Yonoi con Bowie, a quien ve como alguien de otro planeta. El problema de Yonoi no es solamente la represión de sus ganas de acostarse con él, sino algo que, acaso, se funda en ese deseo, pero lo supera, si no lo precede.
La única vez que el oficial de enlace Lawrence, testigo y fiel de la balanza ética de la película, pierde el control después de enterarse que ha sido arbitrariamente condenado a muerte, y destruye el altar, como Cristo hiciera con los puestos de los cambistas en el templo, grita: “Son sus dioses, la culpa es de ellos”. Sabia o irónicamente, si no de ambos modos a la vez, Oshima filma esa escena desde un picado casi cenital que ya no se corresponde con el convencional y piadoso ojo de Dios, según la designación convencional. El soldado que castiga la profanación, miembro del escalafón castrense más bajo de los que están en el plano, llora radicalmente conmovido. En el otro extremo, el inflexible y reprimido Yonoi, joven oficial al mando del campo de prisioneros, envara todavía más su enhiesta y rígida postura, mientras Kitano, primer subordinado de aquél, acaso curiosamente para un espectador desprevenido, sigue rezando, imperturbable a lo que sucede a su alrededor.
Sin importar lo brutal que pueda parecernos su personaje, es el más cercano a Lawrence y el único japonés humano de la película. La suya es una humanidad cruel, infantil, maleable, lúcida e incluso tolerante; la frecuente violencia física que ejecuta debe ser comprendida como código de comunicación y convivencia –terrible, sí, pero inteligible- de una cultura, exacerbado por la circunstancia histórica. La importancia del personaje de Kitano no sólo se hace evidente porque es quien pronuncia las palabras que dan título en inglés a la película, en un final sobrecogedor, sino también en el hecho de que sea a quien vemos por primera y última vez.
La locura de Yonoi es, pues, una locura sexual y sagrada a la vez, como sucede en los mejores melodramas, aquellos conscientes de ser herederos de la tragedia, aunque la naturaleza brechtiana de este acumula tensión sin permitir la catarsis hasta un final en el que la angustia y la ansiedad se congelan como el plano. El amor que está en juego no es pura y exclusivamente erótico, aunque la puesta en escena exhiba mediante el maquillaje la progresiva feminización carnal del personaje de Yonoi, y precisaríamos de algún término japonés que aúne el concepto de fusión sexual y religiosa, al que se suma un elemento político: Yonoi carga con la culpa de no haber sido ejecutado como sus compañeros del golpe de estado de 1936, del que participó en su concepción, pero no en su ejecución, por estar comisionado en Manchuria cuando sucede.
Aún sin el auxilio de precisiones certeras sobre la cultura japonesa, la consumación del ser a través de la muerte caracteriza a Yonoi y, desde el punto de vista de Oshima, a su país. De allí la abundancia de seppukus, pero seppukusvulgares, desprolijos, innobles, vale decir harakiris. No está en la sensibilidad de Oshima honrar el seppuku y por eso los que se muestran son bruscos, veloces o ineficaces, nunca solemnizados por la puesta en escena, además de ocurrir dentro de un contexto estilístico camp -aunque no un camp exaltado- que extraña y acaso profana la percepción ceremoniosa de los rituales y tradiciones.
Si en el Yonoi de Sakamoto -otro músico, como David Bowie- está Yukio Mishima, en el Lawrence del título, que no está encarnado por Bowie, así como en la apariencia de este, tan similar a la de Peter O’Toole, está Lawrence de Arabia en tanto personaje histórico-literario y cinematográfico. La película de David Lean es mentada y a la vez recusada por la puesta en escena de Oshima, a la que le cabe mejor el título japonés porque expresa el sentido de su organización audiovisual. Feliz navidad, señor Lawrence es Furyo, que significa ‘campo de prisioneros’, ya desde la preeminencia de planos cortos y primerísimos primeros planos, a pesar de contar con exteriores ideales para la panorámica paisajista. Sólo algún que otro exquisito travelling amplía el campo visual más bien acotado y físico, pero sumamente estilizado, que bien replica la estupidez de uno, la represión de otro, la culpa de un tercero, la prisión íntima de todos.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes acerca del cine de Nagisa Oshima y su relación con el de Chris Marker.
Furyo o Merry Christmas, Mr. Lawrence (Gran Bretaña/Japón, 1983), de Nagisa Oshima, c/David Bowie, Tom Conti, Ryûichi Sakamoto, Takeshi Kitano, Jack Thompson, 1983’.
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1 comentario en “Furyo (Merry Christmas, Mr. Lawrence), por Marcos Vieytes”