Lunes 4 de julio: ¿Qué será de la vida de Sabzian?
Sábado 2 de julio: El sagrado corazón de Julieta.
Jueves 30 de junio: Anoche vi Julieta. Un plano de Emma Suárez en el balcón me hizo recordar el último de César y Rosalía, de Claude Sautet. En ambos importan tanto lo que hay para ver como el movimiento oscilante del encuadre. Lo maravilloso del último plano de la de Almodóvar, dicho sea de paso, que no es al que me refiero pero es mucho más fácil de recordar que el otro, no se debe tanto al plano en sí mismo, movimiento de cámara que eleva la mirada hasta otra dimensión, sino a la instancia dramática en que acontece. El territorio panorámico que hace visible es menos una geografía que un más allá del relato.
Martes 28 de junio: El éxtasis tragicómico de la rebelión juvenil -trágico para el joven, cómico para el adulto- puesta en escena es una de las representaciones fundamentales del cine de Marco Bellocchio, que aquí –En el nombre del padre– tiene su epifanía del gargajo serial en cámara lenta (el gesto libertario siempre involucra exteriorizaciones corporales indecorosas). El matricidio, acto fundacional de su cine, aquí tiene una variación especular: uno de los chicos de En el nombre del padre no le dispara a su madre sino al reflejo de ella. Bellocchio sabe que matarla es peor que no hacerlo. Al padre basta con darle un par de cachetadas, como hace el muchacho distinguido por la película. La madre cuya imagen es asesinada tiene la cara de Laura Betti y eso ayuda a pensar que esta puede ser la película de Bellocchio que más cerca esté de Pasolini. Al menos uno de sus planos, el que recorta a dos de los comensales del resto de la mesa. La cara del que está a la izquierda -su mirada perdida sobre todo- me remite a la neutralidad ligeramente enajenada de algunos de los modelos de Pasolini, esa iconografía en la que idiotismo y sacralidad celebran bodas ante una mirada -la nuestra- que acontece requerida por esa interrogación. Pero también está Pasolini en la ligera falta de coordinación del doblaje de Lou Castel en el primer plano que funciona como contracampo del aristócratico estudiante. Entre ambos hay una relación que no es equivalente con exactitud. La risa con que Castel se ríe de ese muchacho, que en muchos aspectos nos recuerda a su personaje en la opera prima de Bellocchio, parece ser la de alguien que se mira a sí mismo unos años después. El arco de un potrero es un sobreencuadre que expone, justo después de un travelling de retroceso, el marco como un dispositivo potencialmente maleable (eso que en Mommy podemos llamar interactividad). Los cocineros que se quejan por la falta de luz en un plano general suficientemente iluminado demuestran que el verosímil físicamente realista de Bellocchio nunca es tal del todo, sino teatro de experimentación formal sobre el imaginario colectivo formado por las instituciones (pareja, familia, iglesia, escuela, Estado, medios). El teatro expresionista y gore de la segunda mitad es una fiesta. La iconoclastia de Bellocchio es romántica. En la mano que derriba los ídolos se adivina un temblor que acaso sea aquel temor del primer existencialismo, que no es miedo sino huella de saber o haber sabido la experiencia de lo sagrado. Si esa subterránea zozobra del gesto que destruye es tal, como la sugiere con perversa pero también certera capacidad de observación el cura de La hora de religión, allí está la risa para venir en su auxilio y culminar la tarea del comediante, acaso la más verdadera máscara de Bellocchio. La rebelión final, que también es huelga en el seno de la Iglesia, comienza cuando la representación teatral se extiende más allá del escenario y es efectuada en el nombre del perro, signo cínico por excelencia. Pero el del perro es un disfraz. Debajo de él están las caras de una «revolución» tecnocrática. La utopía siniestra profetizada en el último plano describe con precisión los rasgos del mundo en que vivimos, con autopista (global de la información) incluida.
Sábado 25 de junio: Mi primer contacto con el Bafici fue de índole casi religiosa. Yo todavía practicaba una religión y percibía en el festival similitudes con las liturgias de ella. Me encontré con la película de Sivan sobre el juicio a Eichmann y sentí que era como pasar de un templo a otro (después acabé por encontrar el mismo aire de superioridad moral en sus funcionarios, llámense ministros o programadores, y en buena parte del público, feligreses laicos). Un texto de José Miccio me recordó ese hecho aunque no tiene nada que ver con él, sino con las películas del director de Ruta 181, también opuestas a la visión que Claude Lanzmann tiene del Estado de Israel, acaso apenas un poco menos sagrada que la que tiene de sí mismo y su lugar en la Historia (del cine). Tengo La liebre de la Patagonia, autobiografía del director de Shoah, pero dejé de leerla cuando habla con fascinación de los aviones caza, un poco por rechazo coyuntural (no necesariamente hacia los aviones caza), otro poco por la letra pequeña y el peso y la complicada apertura de las páginas del volumen. Proyecté lo arduo de la experiencia durante más de 300 abigarradas páginas de ganadora poronga exhibicionista y abandoné, quizás por envidia (¿del pene?).
Viernes 24 de junio: El espacio central de La Atlántida, de Pabst, es el que da título a la película. No está debajo del agua, sino en algún lugar del desierto. Lugar del imaginario, en realidad, inversión del harén de 8 y medio en el que Mastroianni mantenía a raya a las mujeres de su fantasía -que eran todas las mujeres del mundo- con un látigo. Aquí los hombres son las marionetas. Quizás se deba a ese cambio de sexo en la regencia que el teatro erótico de Fellini sea un espacio vertical, con pisos superiores e inferiores, y este sea horizontal y laberíntico. El del italiano dura diez minutos inolvidables que fulguran como el chasquido de la fusta. Al de Pabst somos transportados, como el protagonista, durante segundos eternos en brazos de sirvientes que en realidad son los guerreros de la diosa y nuestros secuestradores, como el sueño cuya otra cara es la pesadilla. Nos abandonamos con la lasitud del adicto (40% de hachís, 60% de opio es la fórmula del kuff) en su camastro que sacrifica su vida a la visión del paraíso, artificial por naturaleza. Un felino atraviesa la habitación del soñador anticipando la surrealista nitidez con que un avestruz mirará a Jean-Claude Brialy, otro francés, desde los pies de la cama de su dormitorio burgués en El fantasma de la libertad. Los nombres de la diosa son infinitos, como infinitos son los cuerpos en los que se encarna. Hasta el nombre del lugar imaginario de la película -que es la película misma (y la concepción Melies del cine, digamos) pues lleva su título- es el de una mujer. Y es el mismo nombre martillado a máquina (de escribir) que desata el desastre en Expiación, deseo y pecado, ese (no?) lugar aquí mostrado en un plano detalle de piernas de mujer y telas en movimiento, porque detrás de toda diosa siempre hay una puta o una bailarina de can can, que para el caso (hombres fascinados como el que cuenta la historia; quien resiste la tentación de adorar a la mujer muere) es lo mismo. El erotismo lánguido, suntuoso y sádico de Brigitte Helm es de la misma índole que el de Greta Garbo. Todavía no tiene parangón, y acaso nunca lo tenga.
Jueves 23 de junio: Rosetta se abraza a una bolsa de harina en la película de los Dardenne que lleva su nombre. Decir, a partir de esa imagen, que Rosetta se abraza a su trabajo no es en modo alguno desatinado.
Anoche vi una película de Jacques Tourneur que desconocía: Circle of Danger. Hay pocas cosas más placenteras para un cinéfilo que ver una película de Jacques Tourneur que no ha visto. No se puede creer lo que hacía ese tipo. Sus películas siempre se desnarcan, Desmarcab, pucha digo, des-mar-can del género, de la linealidad narrativa, de la identificación, todos esos pilares del medio en el que las realizaba. Ray Milland va a Inglaterra a saber cómo murió su hermano. Pasa de todo, que en realidad son relativamente pocos hechos, pero uno se llena de dudas sobre el protagonista, por momentos la película se transforma en un documental sobre los exteriores urbanos londinenses, finalmente el encuadre de los exteriores de un páramo junto al de los tres personajes que andan por allí arman un teatro ontológico que ni el de Persona de Bergman… y hay sexo a lo pavote, que, como la cosa transcurre en Inglaterra, prácticamente no involucra a ninguna mujer.
A partir de John Carpenter’s The Thing, The Dead (Desde ahora y para siempre), Los 8 más odiados, El infierno blanco de Piz Palu y 45 años, “la cosa” ha llegado a ser el lugar en el que lo siniestro y lo sublime se encuentran, si es que no se anudan. El peso específico de la noticia que da comienzo y sentido a 45 años tiene un precedente similar en la recibida por el protagonista de La hora de religión (la sonrisa de mi madre), de Marco Bellocchio
El conjuro 2 es (una) joda.
Miércoles 22 de junio: La historia es de Genet, el guión es de Duras, la dirección es de Richardson. Y la fotografía es de David Watkin, que trabajó con medio mundo (de Ken Russell y Peter Brook a Sidney Pollack y Norman Jewison, parábola descendente en lo que atañe a directores). Las imágenes de Robin y Marian (que siempre me parecieron tan crepusculares como las de El sol del membrillo) se las debemos a él, así como las de muchas otras de Richard Lester. Esta película de 1966 se llama Mademoiselle. La señorita en cuestión es Jeanne Moreau, maestra reprimida que da clases en un pueblo chico francés al que también llegan dos adultos y un adolescente italianos, trabajadores temporarios. La aparición de una y de otros coincide con incendios, inundaciones y envenenamientos de ganado. Hay que encontrar a un culpable. Pero no es un policial. No hay enigma ni intriga, pues sabemos desde el primer plano quién es el responsable de lo que pasa, sino retrato social y psicológico. Sin embargo, hasta esto último importa menos que la composición y la duración de los planos, que vuelven a casi todo lo que filman fetiche, hasta el tiempo mismo a medida que se acerca el final y la demora objetiva el goce de la dominación hasta prácticamente congelar su desencadenamiento. El flashback de la película, única operación narrativa ostensible, le otorga un papel importante al azar como inspiración estética del delito.
Miércoles 15 de junio: Discierno al menos tres protagonistas en La 317eme section: Jacques Perrin, Bruno Cremer y Raoul Coutard. Los dos primeros son actores, el otro es el director de fotografía. Durante media hora, la película se da el lujo de no filmar a Cremer. Su cara, de gran nariz irregular, cejas transparentes como los ojos y un grano cerca de la boca, desluce todo lo que anda cerca por su prominencia (cineastas físicos como Giovanni, Friedkin y Brisseau lo filmaron como pocos; Sautet, solamente una vez, en Una historia simple). La cara de Perrin es tersa, angulosa y adolescente como los roles que lo hicieran famoso pero aquí no repite (fue también Totó de adulto en Cinema Paradiso y quien puso un aria de Aida en el tocadiscos para que Claudia Cardinale lo hiciera enmudecer mientras bajaba unas escaleras de mármol con una toalla hecha turbante en La chica de la valija, de Zurlini). Coutard fotografía la selva en blanco y negro con la misma inmediata belleza con que filmó tantas veces París en Sin aliento, Lola, Banda aparte, Crónica de un verano o Jules y Jim). De vez en cuando la cámara se mueve de la misma manera que ahora ya se ha estandarizado, y uno siente que está ahí, en la por entonces llamada Indochina. Lo fabuloso de esa manera moderna de filmar una película bélica de dramaturgia clásica es la experiencia del tiempo. Parece que hubiera sido filmada ayer aunque es de 1964 y transcurre diez años antes, vale decir menos de una década después de la primera guerra mundial. Entonces uno siente que esos sucesos están tan cerca de nosotros que podríamos haberlos vivido, como podríamos vivir otros igual o más terribles que esos. Que sea europea contribuye a ello todavía más, pues el cine y la cultura estadounidenses han modelado de tal modo la vida de ellos primero, y las del resto del mundo después, que sus maneras artificiales le han quitado realidad al mundo y a la Historia. Fuera de Hollywood hay más chances de recuperar el tiempo interno del plano y la materialidad incluso como estándares del cine narrativo sin prioridades poéticas. La cámara de Coutard estiliza dos o tres planos en las que los cuerpos estáticos de unos heridos definen la composición, y otros en los que la noche le permite orquestar los reflectores para sorprendernos con la aparición parcial de unos elefantes. Mientras un moribundo fuma opio para calmar el dolor, en la radio anuncian un gol de Ladislao Kubala, fabuloso delantero húngaro. Cuando fui a visitar a mi abuelo paterno no recuerdo en qué hospital, estaba escuchando un partido de fútbol. Debió ser a finales de los 80 o principios de los 90, durante aquella racha en la que el River de Passarella no encontraba manera de ganarle a Boca. Pensé en la compañía que le daba el fútbol a ese hombre, viudo ya, y en todos los partidos que se jugarían ya sin que los escuchara. En un plano de esta película hay un grupo de camboyanos que están ahí sólo para llenar un plano de conjunto. Me pregunto cuántos de ellos sobrevivieron a Pol Pot, que algo más de diez años después de filmada esta película asesinaría a dos millones de personas (Rithy Panh). En plano general vemos un cerdito atado que no deja de moverse, incapaz de liberarse, y me recuerda el caballo acollarado al que sorprende la explosión de una bomba en Control en los caminos, de Alexei German (su pretensión naturalista es al plano detalla simbólico del escorpión en La pandilla salvaje, de Peckinpah, lo que la boca abierta del soldado francés muerto al grito de Munch en la quijada rígida de Jack Palance en Attack, de Aldrich). La lluvia cesa tan bruscamente como aparece en el plano y les da un sentido adicional que más de una vez opaca los diálogos y las acciones funcionales a la intriga dispuestos en ellos. La última voz en off recuerda los lacónicos letreros que aparecen al final de El ejército de las sombras, de Melville, para señalar el destino de los personajes más allá de los límites de la película.
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