Lunes 12 de octubre: ¿Por qué este plano de Junior Bonner me importa tanto? Dura pocos segundos y su relevancia tiene que ver con que contribuye, como toda la película, a fijar un mundo que aún era -o parecía ser- cotidianamente sólido, incluso duro. Quizás también porque me da la impresión de que es un plano más prescindible que los otros de la escena. No refleja un hábito prolijo, tampoco, sino uno vinculado al apetito, quizás también a la infancia, o al hambre del trabajador. Unos segundos antes la madre del protagonista de este plano fue reprendida por otro integrante de la mesa debido a que estaba dándole de comer al nieto mientras fumaba, y la puesta en escena nos solidarizó con la fumadora gracias a una mirada, cabizbaja pero elocuente, del hombre que limpia su plato con un pedazo de pan, hijo ya adulto y errante que regresa al hogar. El mundo empezaba a transformarse en un lugar oficialmente más saludable y más cómodo por esos años, quizás mejor aunque menos real, menos material, menos pesado. Yo nací un año después del estreno de esta película crepuscular y me identifico con su sentido de la pérdida, ya sea una prerrogativa generacional o exclusiva sensibilidad de Peckinpah.
Domingo 11 de octubre: «Quizás los animales están más adelantados que los japoneses y que nosotros». (Sivio Fernández Melgarejo).
El célebre escenario de durmientes construido a pedido de Sergio Leone para el comienzo de Erase una vez en el Oeste me recuerda mucho a la taberna que Orson Welles diseñó para Campanadas a medianoche. Si bien aquel es abierto y este cerrado, los dos son teatros donde la cámara y/o el montaje crearán sentido con operaciones de puesta en escena sofisticadas a partir de elementos visuales rústicos, incluso groseros.
Viernes 9 de octubre: Acabo de ver, por primera vez, algo de Chabrol que me pareció sublime. La prolongación del último gesto de Monique Chaumette en Los fantasmas del sombrerero le confiere a su teatralidad la verdad de la locura. Es insoportable.
Jueves 8 de octubre: Los pensamientos de Piccoli mientras maneja de noche no podrían sino estar únicamente en una película de Sautet, pero este plano es de La chamade, de Alain Cavalier, rodada un año antes que Las cosas de la vida. En Le filmeur, diario filmado de 2005, hay un momento en que Cavalier se entera de la muerte de su amigo Sautet, a quien envidiaba porque había filmado los cafés de París mejor que nadie, y su homenaje consiste en pronunciar el hecho para su cámara-diario en el baño de uno de esos cafés.
Monicelli filmó La rosa del desierto, su último largometraje, hace diez años (también filmó dos cortos más antes de tirarse por la ventana de un hospital a los 95). El último plano es el de una tumba cavada en el desierto. Hay una cruz de madera, un montículo de arena y un cuaderno de notas apoyado sobre el túmulo que el viento finalmente arrastra. Podría ser un final de carrera tan devastador como el de John Huston en Desde ahora y para siempre (The Dead), pero una palabra pronunciada en el plano precedente compensa el peso fúnebre de la imagen: «cornudo».
Miércoles 7 de octubre: Desde que vi El bello Sergio en la Lugones, cuando era adolescente (poco después de haber asistido por primera vez a la sala para ver La sospecha), una película de Claude Chabrol no me gustaba tanto. También me fascinó La ceremonia en su momento, pero la parábola de liberación psicológica de Máscaras (1987) me parece más saludable -y no menos corrosiva- que el teorema político de aquella. Phillipe Noiret haciendo de Dios -un Roberto Galán de la TV francesa- es diabólico. La chica –Anne Brochet- es la misma de Todas las mañanas del mundo, de Alain Corneau.
A los veinte minutos de Martin Roumagnac los protagonistas –Jean Gabin y Marlene Dietrich- están sentados en el pasto de un domingo soleado hasta que uno de ellos mira el cielo y dice: «Viene tormenta, y rápido». Mientras ambos corren hacia un establo uno, sentado en su sillón setenta años después de que esas imágenes hayan sido filmadas, saborea el inminente melodrama tanto como la luz de ese instante de antaño conservado.
Martes 6 de octubre: Pocos directores filmaron a las mujeres, andaluzas en particular, como Gonzalo Garcia Pelayo. A la filosa morena de Vivir en Sevilla se suma esta otra, más joven, de Rocío y José. Fuera de campo en este plano, y en la dirección que mira la joven, está el muchacho decidiendo si acepta el altivo juramento que ella le ha propuesto con la naturalidad de quien vive sabiendo que es la vida. El sol dora su brazo y el ambiente vibra con la sensualidad de las películas que por entonces Favio filmaba en nuestro país, imperiosa y doliente. Cabellos erguidos por el viento como cuchillos desenfundados retraen la caricia que se le anime a ese perfil. La ligera tela blanca existe sólo para que el hombre imagine que entre el paño y la piel sopla el espíritu.
Lunes 5 de octubre: Benoit Poelvoorde es una bestia, además de belga. Es el protagonista de 3 corazones y ha estado en todas las películas de Kervern y Delepine, los anarquistas admiradores de Aki Kaurismaki que dirigieron Louise-Michel. Hace rato que no veía un actor como él, un comediante, vale decir un todoterreno. Salva películas malas y es imprescindible en las excelentes, como la de Jacquot. Mon pire cauchemar, comedia estrenada hace unos años en la que también están Isabelle Huppert y Andre Dussolier, se edifica alrededor de su histrionismo popular, a la altura de los grandes capocómicos italianos.
Domingo 4 de octubre: Yo me quedo con los finales tristes de las películas, esos en los que una pareja se despide para siempre, un moribundo pronuncia sus últimas palabras mientras el resto dice mentiras piadosas que no engañan a nadie y acarician a los dolientes, que somos los espectadores, como un bálsamo. Yo me quedo con ese teatro convencional del dolor que me purifica un rato el alma con su sal y me hace creer que puedo ser bueno, solidario, sensible, mientras luz y música se conjugan para darle trascendencia a un cuerpo que deja de respirar u otros dos que se olvidan de que un instante atrás eran uno. Yo me quedo, demorado en la eternidad del melodrama.
«Ahora galopo solo, busco el lugar de la pelea, de mi batalla, y siento que el perro jadea bajo las patas del moro. Me siguen la muerte y su diablo. La vieja me muestra un gran reloj de arena y el maldito oculta su cara tras una máscara de lobo con cuernos. Yo no los miro. Tampoco quiero ver esas cruces brillantes que caen desde el cielo, ni esas cabezas de cristianos sueltas bajo la lluvia. Son cosas mías, así que dejemos a un lado la pelea y la muerte». (El jinete y su perro, Los degolladores, Juan José Manauta.)
Miércoles 30 de septiembre: No sería sensato descartar la hipótesis de que Bresson haya realizado su obra con el único fin de responder a esta pregunta que lanza Jean Gabin cuando la señora la reprocha que ande siempre con las manos en los bolsillos como un grasa entre los chetos. El director de Espejo (1947) es Raymond Lamy, montajista de Un condenado a muerte se escapa, El carterista, Al azar Baltasar, Mouchette, Una mujer dulce y Cuatro noches de un soñador. No es lo único sorprendente, o más bien grato. Luego de un desarrollo tan impasible como las maneras y presencias de Jean Gabin, aquí exitoso hombre de negocios con pasado gangsteril a quien parece pesarle, o aburrirle, su ascenso social, en los últimos minutos se reencuentra con el cómplice de un robo que pasó veinte años en prisión sin delatarlo. A cambio de ello Gabin cuidó del hijo de aquel como si fuera propio, hasta el punto de hacerse pasar por el padre para limpiar tanto su nombre como darle uno inmaculado al muchacho, pero el viejo camarada, cuando por fin vuelven a verse las caras, no se lo agradece porque su irredento anarquismo no tolera que su compañero lo haya criado como un burgués, para peor abogado (Daniel Gelin, Juan el Bautista de la Nouvelle Vague en Rendez-vous de juillet, de Jacques Becker). La banda sonora es literalmente tanguera.
Martes 29 de septiembre: La maestra jardinera es una película bastante opaca, en el sentido de que no rinde reverencia a la transparencia clásica, y eso no deja de ser estimulante, porque tampoco cultiva los modismos festivaleros al uso (la siento indirectamente cercana a los moralismos clínicos de Haneke, Seidl). También es una película sobre desequilibrios psíquicos, sino sobre la enfermedad moral, lo que en el contexto israelí contemporáneo también es una virtud; tanto como que -hasta cierto punto- contraponga la palabra poética a la institución familiar que fabrica un hijo militar, aunque la poesía no es su tema. Me molestó que desde el primer plano nos hicieran tomar conciencia tan ostentosamente de la existencia de la cámara, a la que el esposo de la protagonista se lleva por delante sin que sepamos entonces si el punto de vista obedece al de un personaje que está filmando una película casera o al de la puesta en escena, como finalmente sucede. Que se decante por esto último en mi opinión vuelve al gesto bastante narcisista. Después, el procedimiento se repite, y tanto me molesta como me incita a pensar en el lugar que ocupa la cámara, casi siempre a la altura del nene o de ella agachada, entrando y saliendo de la subjetiva y hasta proponiendo ser, en una ocasión, la subjetiva de un animal imaginario. No deja de ser un procedimiento que enrarece el lugar del espectador. Me hubiera gustado que se explayara en las connotaciones metafísicas que se le pueden dar a la palabra poética que se hace posesión del nene en el contexto de una cultura religiosa como la judía, pero eso sería otra película, aunque en esta elección hay un punto clave: al concentrarse en la patología de la mujer -que explica con algún psicologismo- no se ocupa de las causas del comportamiento del chico, no se explaya en ese posible misterio que, por otra parte, no lo es tanto: por lo menos yo me crucé hace dos años con un caso similar y hasta subí un poema a mi blog escrito -según el padre, un viejo amigo que no veía desde hacía más de una década- por una nena de esa edad.
Jueves 1° de octubre: Impresionante comienzo de Gli anni ruggenti dentro de un cine en el que proyectan un noticiero con imágenes de Hitler y de las masas nazis mientras la cámara retrocede hasta reencuadrar la pantalla en la sala llena de espectadores. De yapa, la primera imagen de archivo usada por Luigi Zampa es la misma que será utilizada cincuenta años después en Vincere, pero aquí, justo antes de que Mussolini pronuncie el futuro título de la obra maestra de Bellocchio, el montaje le quita la palabra dejándole sólo el gesto de los brazos en jarra.
Un soldado alemán, representante nazi tan insignificante como el pueblo en el que está asignado, llega a la casa de unos campesinos italianos que ocultan a dos soldados estadounidenses durante la ocupación y se pone a contar una historia interminable en la sala. No es un perverso oficial de las SS como Waltz en Bastardos sin gloria, pero la situación se parece mucho, y también la pipa. Que en ambas películas las ratas formen parte del discurso ya es una coincidencia más que significativa. La secuencia tiene duración, desarrollo y alcance memorables, más sorprendentes incluso que en la de Tarantino porque involucran a toda una comunidad. Todo esto pasaba en Vivere in pace, de Luigi Zampa.
Lunes 28 de septiembre: Puede que Expiación, deseo y pecado (Atonement, Joe Wright) sea el gran melodrama de este siglo. The Deep Blue Sea, de Terence Davies, es bellísima, y amo a Rachel Weisz, pero no me movió un pelo. Debo agregar, para ser justo, que los que más me gustan son los más convencionales y los menos estilizados, por eso Con ánimo de amar, de Wong Kar-Wai, que vi tres veces en cine, no vino primero a mi memoria, aunque los melodramas que llamo «convencionales» no descansan en los lugares comunes sino que los usan como trampolines para elevarse por encima de ellos. Creo que ni el hongkonés, ni Davies ni, incluso, Bellocchio (de quien adoro Vincere, otra de mis preferidas del siglo) filman películas de género, sino que se valen de él. También uniría Lejos del paraíso, de Todd Haynes, a esos en los que la voluntad de estilización se impone al meramente narrativo, en el que la belleza de la puesta me distrae de la vitalidad del relato. Todos estos, con Vincere a la cabeza (quizás por ser el más «intenso»), me fascinan de otro modo. Y no hablé de Almodóvar, que ha hecho melodramas de ambas clases. Algunos me dejan helado, como Los abrazos rotos, y con otros, considerados incluso más flojos, como Hable con ella no puedo dejar de llorar. La flor de mi secreto se me antoja el más equilibrado, aunque tampoco tengo forma de contener el llanto, primero, cuando Chavela Vargas canta desde el televisor que se haya en el bar al que llega Marisa Paredes cuando los zapatos le aprietan, y ni hablar cuando Chus Lampreave recita «Mi aldea» camino a su pueblo. Matador y La ley del deseo puede que sean mis preferidos, pero ahí no lloro. De adolescente adoraba La edad de la inocencia: las flores obscenas de Saul Bass, el naranja kitsch del atardecer en la escena del faro y la inversión de los roles sexuales clásicos, con Daniel Day Lewis como histérico. El romanticismo callejero y vulgar de Samuel Fuller se encuentra con la herencia aristocrática centroeuropea de Powell y Pressburger en esa película.
Viernes 25 de septiembre: ¿La clave sórdida Sordi? Es un arribista imitando a Mussolini en L’arte di arrangiarsi, de Luigi Zampa. Del Duce a un burgués pequeño pequeño hay un sólo paso, o la importancia de llamarse Alberto.
Jueves 29 de julio: Justo antes de que Nathan Brittles visite la tumba de su mujer y, por un segundo, esta se le aparezca en el engaño de una sombra femenina proyectada sobre la lápida, asistimos al momento en que, leyendo una carta en su oficina, se entera de la muerte de Custer. Ambas escenas constituyen una secuencia pintada por un deguello naranja de soles de estudio y separada del resto de la película por un clarín que la abre y cierra como poniendo entre paréntesis lo visto. Es que allí estamos en el reino de los dobles, la persistencia de la memoria y la presencia de la muerte como niveladora del destino humano. Un hombre es todos los hombres, le gustaba repetir a Borges, y ese axioma encuentra una primera resonancia transexual con la mentada confusión de Brittles, que por un momento piensa en la resurrección de su esposa cuando aparece la joven. Pero, además, La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon) ya es parte de la llamada trilogía de la caballería. Esa unidad se ve reforzada por el protagonismo de John Wayne en todas ellas, porque su personaje tiene el mismo nombre en un par, y porque a través de él pueden ser vistas las etapas convencionales en la vida de un hombre: soltero y joven en Fuerte Apache; casado, maduro y con un hijo adulto en Rio Grande; viudo en La legión invencible. Cuando en esta última ficción Nathan Brittles se entera de la muerte de un antiguo compañero, y pretendiente de su esposa, en la misma ocasión en que matan a Custer, asistimos entonces a una simultaneidad temporal con la ficción de Fuerte Apache, en la que los rasgos que Wayne le está prestando a Brittles son también los mismos que le presta a Kirby Yorke. Desdoblamiento virtual del cuerpo de un actor que, en ese microcosmos de la trilogía, es dos a la vez, que es uno y es todos.
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