Lo que sigue es una crónica a destiempo, a un mes del festival de cine de Mar del Plata. En el medio, entre el inicio y el cierre de este texto, sucedió una elección clave que resultó de la peor manera. El contexto se filtra, siempre. Una sala de cine no es un portal para escindirse del mundo. Frente a lo que viene, la incertidumbre (así como la voluntad de resistencia) es absoluta.

Antes de cada una de las proyecciones del festival, un spot recordaba los cuarenta años de democracia y cerraba con un reclamo que a esta altura debería ser un mantra: “memoria, verdad y justicia”, con el añadido (pertinente, en este y en todos los casos) de «cultura». El aplauso que despertaba parecía unánime, pero ya no estoy tan seguro. ¿Cómo es posible que alguien vote a la ultraderecha luego de conmoverse con los cruces de miradas en Cerrar los ojos, de Víctor Erice, o de sentir empatía hacia los jóvenes explotados de Youth (Spring), de Wang Bing? Es una pregunta ingenua, lo sé, tanto como la que Stanley Cavell transforma en el título de uno de sus libros: “El cine, ¿puede hacernos mejores?”.

Cerrar los ojos (Víctor Erice, 2023)

Durante el festival hubo películas que abrieron interrogantes de este tipo. Algunas de las más libres e irreverentes fueron realizadas por cineastas que superan los setenta años, como Edgardo Cozarinsky, Juan José Gorasurreta y Víctor Erice. En Dueto, Cozarinsky y Rafael Ferro (co-director de la película) develan, a modo de autorretrato doble, la historia de su amistad. Y lo hacen a partir de dos desplazamientos que se complementan: en un primer nivel está la historia particular de cada uno, sus trayectos vitales, sus vínculos amorosos, la relación con sus padres, la juventud, la droga, la lectura; y en un segundo, la historia de su amistad, como si el vínculo amoroso que los enlaza no pudiera conjurar la soledad de cada uno. En Dueto, como en cualquier amistad, son tan importantes las confesiones como los silencios compartidos. Aquí reside la mayor virtud de la película: la complicidad entre ambos es evidente, pero esa fuerza de atracción no nos expulsa. Dueto es escurridiza: el régimen sensible que pone en marcha oscila entre la exposición y la huida. Los protagonistas nos muestran y nos ocultan en la misma medida, como si la ficcionalización de la propia experiencia fuera una forma precisa de sumergirse en ella.

Las ausencias, de Juan José Gorasurreta es, del mismo modo que Dueto, mucho más que un autorretrato. Los momentos más luminosos e intensos de la película son los que incorporan material en Súper 8 de un modo despojado, imperfecto, con una vibración que reverbera en los diarios temblorosos de Jonas Mekas. En otros momentos, cuando Gorasurreta incorpora fragmentos de películas que modelaron su visión del mundo, la película rompe deliberadamente el ritmo sin resquebrajar la coherencia (como si la del cineasta fuera una identidad armada a retazos) y diluye, desde un espíritu ensayístico, el narcisismo propio del autorretrato. Con el material de archivo que remite a acontecimientos históricos sucede algo distinto. Gorasurreta podría haberlos reducido a la mera ilustración de un contexto y sin embargo logra integrarlos en un encadenamiento sutil que establece un ida y vuelta con los fragmentos más personales. Ese es, creo, el gran hallazgo de Las ausencias: expandir el retrato del yo para transformarlo en el de toda una generación.

Pero la mejor película del festival (y del año) fue realizada por un hombre que supera ya no los setenta, sino los ochenta años. Cerrar los ojos, de Víctor Erice, proviene de una época en la que se creía que el cine podía generar las condiciones para un acontecimiento, una experiencia transformadora o incluso un milagro. La película comienza con un truco: lo que vemos en los primeros minutos, se devela luego, es el inicio de otra película, una que el protagonista dirigió un tiempo atrás y que no pudo terminar. La escena que allí vemos funciona como una clave. Las casi tres horas de Cerrar los ojos se sostienen alrededor del cruce inminente de dos miradas: una hija y un padre, dos viejos amigos, un espectador y una película.  

Después de treinta años sin filmar, Erice decide expandir el núcleo poético de sus dos primeras películas, sobre todo de la segunda, El sur, que cerraba con el encuentro fallido entre una hija deslumbrada por el mundo y un padre agotado, solitario, en estado de trance. La filiación entre ambas se hace más cercana cuando se recuerda que aquella tuvo que apresurar su final debido a problemas de producción. El sur era una película inacabada, pero Cerrar los ojos no viene a clausurarla. La última película de Erice va mucho más allá. Su potencia está a la altura de las grandes obras creyentes, realizadas por creyentes, abismadas a un encuentro que sólo el cine puede revelar. En Cerrar los ojos, la ficción puede salvarnos de la banalidad que inunda todo, salvarnos del olvido de nosotros mismos, del otro o del pasado padecido. La ficción, dice Saer, se despliega como un modo de sumergirse en la turbulencia de lo real, un modo de vivir otra vida, una que en ocasiones (como en este caso) puede conectarnos con el asombro y la ilusión. No bajo la forma de una fuga, sino de un pasaje para atravesar el mundo de frente. En Cerrar los ojos el cine no sólo habilita la posibilidad de suspender la incredulidad (aunque sea por un rato) o el bombardeo sensorial que atenta contra el pensamiento, sino también la del cine como un vehículo de memorias, como una forma de devolver a la vida aquello que parecía muerto y enterrado.

Desde un ánimo cercano al de Cerrar los ojos se mueve Las cosas indefinidas, la película más personal de María Aparicio. Quizás porque en esta ocasión, a diferencia de sus anteriores largometrajes (Las calles y Sobre las nubes), despliega un universo que le resulta propio: el del cine y la literatura. Las cosas indefinidas ordena su estructura a través de dos líneas narrativas que interactúan también en un plano simbólico: por un lado, el duelo que transita la protagonista, Eva, tras la pérdida de un amigo íntimo; por el otro, una película sobre la ceguera que ella está editando con la ayuda de Ramiro, su asistente, ayudante de cátedra y amigo. Del vínculo entre ambos, del tiempo compartido, y del diálogo (en torno a la muerte, al cine, al paso del tiempo) van a desprenderse los momentos más sensibles de la película. Lo central(si es que se puede hablar de centro en una película que pretende diluir el contorno separa las cosas) es, sobre todo, el modo en que los personajes, en especial la protagonista, logran elaborar el duelo a través del cine. Más precisamente: a través de una meditación en torno a lo que el cine puede o no puede hacer. En Las cosas indefinidas hay, también, una subtrama que articula de manera dialéctica la tensión entre la imagen analógica y la digital, como si la primera pudiera salvarnos de la prepotencia amnésica dela segunda. Pero Aparicio parece decirnos que no es sólo una cuestión de soportes o de texturas, sino de temporalidades abiertas y encuentros amorosos, de esos que la tradición del cine moderno (analógico, videográfico o incluso digital) todavía puede habilitar.

La gruta continua (Julián D’Agiolillo, 2023).

En el inicio de Orlando, ma biographie politique,de Paul Preciado, se reconoce, también, un encuentro que asume la forma de una declaración de amor: Orlando, la novela de Virginia Woolf, es para Preciado una premonición y una brújula. En ella, un personaje se duerme siendo hombre y se despierta siendo mujer, una mutación que en los años veinte no entraba en la cabeza de nadie. He aquí el núcleo escurridizo de una película que le rehuye a la comodidad: la potencia de la imaginación para trastocar los horizontes perceptivos, políticos y sensibles. Preciado decide, para honrar a Virginia Woolf y a la novela que lo transformó, multiplicar las encarnaciones de Orlando en un cúmulo de personajes que en cada intervención afirman, de manera amorosa, su presencia y su identidad. Los personajes rara vez dicen «soy», sino más bien, de manera directa o indirecta, «estoy siendo». La identidad, en Orlando, ma biographie politique, es una reconstrucción permanente, una fuerza dinámica que muta, se despliega y repliega constantemente, un transitar en el que no sólo habita el placer sino también, de un modo descarnado, el estoicismo. «Tenemos que sobrevivir a la violencia para contar nuestra historia», dice la voz en off en un momento. Pero también: «Tenemos que contar nuestra historia para sobrevivir a la violencia». Las dos sentencias, cada unael reverso de la otra, involucra un elemento fundamental: la lucha sólo puede ser colectiva. Orlando es un personaje intercambiable porque no remite a una individualidad, ni a un lugar, sino a una identidad compartida, ajena a los mandatos de la cultura binaria y en armonía con la apertura no domesticable de la naturaleza. Por eso es posible, para una de las protagonistas, y frente a la mirada inquisitiva de un psiquiatra, concebir la feminización del pene, la no atribución genérica de un esperma. No es menor que los procedimientos de Orlando, ma biographie politique sean “orgánicos” respecto de esta interpelación: entre el documental expositivo, la meta ficción, la performance y el ensayo. 

En Youth (Spring), Wang Bing registra a diferentes grupos de trabajadores de talleres textiles en China. A primera vista, y para quien no conoce el trabajo del director, esta primera oración podría sugerirnos un aproximación de tipo observacional, en la línea de Fredrick Wiseman, donde lo que importa es la estructura general de los respectivos talleres y los distintos roles que la integran. No es eso lo que hace Wang Bing. Al cineasta chino le importan los trabajadores, mayormente jóvenes. De ellos se trata la película y en ellos se detiene una cámara que, a diferencia de la de Wiseman, aguarda cada pequeño acontecimiento para disponerlo luego en una estructura que no es indiferenciada. Ese trabajo paciente (la película se filmó durante cinco años) da sus frutos: en diferentes momentos de Youth (Spring) vemos a los jóvenes hacer todo lo posible por habilitar intersticios en el flujo de un tiempo que pareciera dedicado exclusivamente a la supervivencia. Mientras trabajan con intensidad, de manera extenuante, cortando, cosiendo y ensamblando las partes de cada prenda, los jóvenes bromean, se seducen, juegan. No faltan, sin embargo, los momentos de angustia: a veces los vemos discutir con sus respectivos patrones el precio que les pagan por cada prenda terminada o pelearse entre ellos como consecuencia lógica de un ambiente de trabajo cargado de tensión. El cineasta le dedica a cada uno de ellos una placa en la que figuran sus nombres, sus edades y sus procedencias. La conclusión a la que se puede llegar hacia el final es que la mayoría tiene alrededor de veinte años y proviene de dos de las provincias menos desarrolladas de China: Henan y Anhui. 

En Youth (Spring), los jóvenes viven hacinados en casas precarias, provistas por los dueños de los talleres, y trabajan en espacios igual de precarios. Lo llamativo es que a pesar de que son varios los lugares que desfilan frente a cámara, las similitudes entre ellos sean mucho mayores que las diferencias. Todos los espacios son igual de hostiles: las habitaciones son ciegas, cerradas al exterior, las mesas son pequeñas, las sillas no tienen respaldar, los tubos fluorescentes caen del techo y las paredes son grises y descascaradas. Las casi cuatro horas de la película suceden en esos espacios, una constante que se interrumpe en la última secuencia, cuando Wang Bing nos regala, por oposición, uno de los momentos más luminosos del cine contemporáneo. Youth (Spring) es enorme, por su potencia, su generosidad y su capacidad para mostrarnos de frente, sin resignar un lirismo sucio, el subsuelo sobre el que se asienta la nueva potencia mundial.

La última película de Germán Scelso, El empresario, es la constatación de una búsqueda iniciada, sobre todo, en La sensibilidad y El hijo del cazador (que codirige con Federico Robles). En ellas, la estabilidad del relato progresista en torno a la última dictadura cívico-eclesiástico-militar en Argentina se pone en tensión, pero sin entregarse al servicio de un discurso de derecha que interpreta la época a partir de la noción de guerra. En Argentina hubo un genocidio, de eso no hay dudas, y sin embargo para Scelso esta convicción no es razón suficiente para clausurar la discusión. En El empresario, el cineasta cordobés transita una zona más incómoda que en sus anteriores películas: en 1976, su padre, Jorge Scelso, encabezó un operativo del ERP para secuestrar al empresario al que alude el título. Dos meses después de esa acción, fue secuestrado y desaparecido. Lo que devela el entramado es que el cineasta, hace más de diez años, se puso en contacto con el hijo y los nietos del empresario y estableció un vínculo con ellos. De ese primer acercamiento se desprenden los testimonios que constituyen el grueso de la película: los del hijo, de más o menos sesenta años, que recuerda el hecho como si hubiera sucedido ayer, y los de los nietos, que estaban en el asiento delantero del auto cuando se produjo el secuestro. 

El empresario (Germán Scelso, 2023).

Para Scelso, el cine es una herramienta para abismarse hacia un otro. Esa confianza, fundacional para la tradición que inaugura el documental hace cien años, no es, sin embargo, ingenua. El cineasta cordobés no desconoce el poder del que observa por sobre el observado o el grado de manipulación (la «violencia simbólica», diría Comolli) detrás del artificio cinematográfico. La claridad de su mirada, desplazada y puesta en cuestión de manera persistente, reside en el reconocimiento de dos certezas selladas a fuego en el documental de memorias: por un lado, la cámara se constituye como una herramienta para abrir la cripta, el lugar donde se esconde lo no dicho. Por el otro, los espacios funcionan como catalizadores. Por eso Scelso, de un modo extremo, se acerca a los rostros como si fuera un entomólogo y por eso la entrevista más extensa de la película, la que le realiza a los nietos del empresario, sucede en un auto, con el director ubicado en el asiento de atrás, sosteniendo la cámara a veinte centímetros de los rostros. En un momento del documental en el que prevalece la primera persona, Scelso abre la mirada, la suya y la del espectador. Si acordamos en que lo sucedido en la Argentina durante los setenta fue un genocidio, podemos comprender que el blanco de la violencia estatal no fue un sector de la población, sino la totalidad. Lo que se destruyó, debido al accionar represivo, fue el tejido social, tal como sostuvo el director en la conversación con el público. El empresario parece un intento de reconocer esas heridas, pero también de allanar el camino para una reconstrucción posible. El observador y los observados, en este caso, no son amigos, pero lo que se establece entre ellos es un diálogo (incómodo, problemático, pero un diálogo al fin).

Del mismo modo que la película de Germán Scelso, La gruta continua, de Julián D’Angiolillo, reverbera en los orígenes del documental, aunque en un sentido distinto. Después de La salada y Cuerpo de letra, dos películas en las que aborda universos marginales sin resignar búsquedas ligadas a lo que suele identificarse, de manera difusa, como cine experimental, D’Angiolillo filma en La gruta continua a un grupo de espeleólogos o, más bien, a la espeleología en tanto disciplina científica y poética. O, quizás, a las grutas como espacios aislados y conectados a la vez, en cuyo interior se encierra una historia geológica y vital. Los científicos desfilan frente a cámara, hablan de su práctica, de sus intereses, de su pasión, pero a cada momento dejan algo afuera, un misterio, una zona inabordable que no irrumpe en los testimonios. Lo que define a los personajes es su capacidad para sumergirse en estos espacios oscuros, aislados del sol pero no de las corrientes de aire. En los años veinte, antes de la operación represora de la Escuela Inglesa del Documental (que rechazó la filiación del documental con la ficción y las vanguardias) el cine podía encontrarse con la realidad y al mismo tiempo generar las condiciones para una experiencia sensorial. En ese momento, según algunos teóricos de la escuela impresionista francesa (como Jean Epstein), lo que se respiraba en el aire era una euforia epistemológica, una confianza fervorosa en el poder del cine para conocer y sentir el mundo de otro modo. Algo de esa intensidad se observa y se escucha en La gruta continua. Julián D’Angiolillo está tan interesado en que conozcamos el mundo de la espeleología, en el sentido que podría tener en un documental expositivo, como en modelar nuestra percepción. Eso explica la partitura de recursos visuales e intensivos que aplica a lo largo del entramado, sobre todo hacia el final, cuando la alegoría se vuelve directa: entrar en una gruta es conectarse con la emoción primigenia que podría haber experimentado un ser humano ante el juego de luces y sombras que Platón describió en su famosa alegoría. La diferencia con la tradición inaugurada por el filósofo griego es que para D’Angiolillo el cine no es un vehículo de mentiras, sino una forma específica de inmersión.  

Los colonos, de Felipe Gálvez, tiene momentos notables. La potencia del espacio (Tierra del Fuego) y de los rostros, que mutan en paisajes para luego ser sustituido por estos, remite al spaghetti western, especialmente por el carácter marginal de los protagonistas: un falso teniente, un mercenario norteamericano y un mestizo que trabaja para ellos. El trayecto que deben dibujar a pedido de un tal Menéndez, el dueño de esas tierras, es en principio simple: hacia el Océano Atlántico, asesinando a todos los indios Selk’nam que se crucen en el camino. Pero la de Gálvez es, finalmente, de esas películas contradictorias que incurren en el mismo sadismo que supuestamente denuncian. Los colonos viene con un etiquetado frontal que dice “película importante”, pero en su entramado no deja de filtrarse la misma explotación y la misma asimetría que los colonizadores imponen sobre los indios Selk’nam, imposibilitados de la catarsis redentora que podrían haber alcanzado si la película hubiera decidido abismarse en el territorio del spaghetti western, tal como lo anuncia en los primeros minutos. En la película de Gálvez, lo que les toca a los vencidos es, exclusivamente, el lugar de la víctima o, en el mejor de los casos, del testigo que observa con horror e impotencia el sadismo de los colonizadores. El desahogo de la ficción sólo es posible para estos últimos, mientras que los colonizados deben conformarse con el regodeo sádico sobre la propia sangre derramada. 

Crowrã, de Renée Nader Messora y João Salaviza, es el reverso de Los colonos. Primero, porque los cineastas se ubican deliberadamente del lado del pueblo Krahô, una comunidad originaria en Brasil que observa el modo en que la “civilización” atenta contra tierras ancestrales de las que son soberanos. Segundo, porque se aproximan a los retratados con respeto y sensibilidad, pero sin negar la distancia insalvable que existe entre ellos. La película, por momentos, pareciera responder a las coordenadas del documental, más precisamente con el que se identifica (sobre todo en el ámbito académico) como cine etnográfico, pero en otros momentos devela una pertenencia a lo que suele inscribirse dentro del posdocumental, esa zona indeterminada en la que confluyen la ficción y el documental. La lengua que hablan, la vestimenta y las marcas en la piel son, sin embargo, huellas palpables de una forma de ordenar lo sensible que se resiste a desaparecer. Lo más llamativo de Crowrã, lo que la vuelve notable, es que a pesar de la distancia entre los cineastas y los miembros de la comunidad, la cámara logra entregarse a los rituales desde un lugar vital. Allí están los momentos que involucran música y baile, pero también silencio y contemplación. No hubo en el festival (o al menos no vi, además de Cerrar los ojos), una película que se detuviera a observar, con tanta intensidad, a personas que miran. En Crowrã, los retratados de la comunidad Krahô están lejos de quienes los observan, pero esa distancia (que de algún modo define al documental moderno, consciente de la imposibilidad de acceder a la subjetividad del otro) no impide a los cineastas acompañar su lucha, en el justo lugar que les toca.

Crowrã (Renée Nader Messora y João Salaviza, 2023).

Con Jauja, Lisandro Alonso había inaugurado una etapa nueva en su cine, menos realista, más fantástica (y fantasmática) y menos domesticable en un sentido hermenéutico. Eureka, hasta cierto punto, persiste en las búsquedas de esa película, no sólo porque comienza con el rostro curtido de Viggo Mortensen, sino porque la ruptura de la linealidad narrativa sucede rápidamente y varias veces a lo largo del relato. La última película de Alonso empieza siendo un western. No un spaghetti (como amaga a ser Los colonos), sino un western al estilo de Anthony Mann: sucio y violento. El personaje de Mortensen llega a un pueblo perdido en el medio del desierto donde las probabilidades de matar o morir son las mismas. Ninguna de esas dos opciones se celebra o se condena y, por eso, como si se tratara de la idiosincrasia que define al lugar, se amontonan los cuerpos en las calles, en los umbrales y en las camas. El escenario parece el fin del mundo y está delineado de tal modo que resulta tentador conectarlo con el que despliega Jarmusch en Hombre muerto. Es esa referencia la que permite, en lo que será la primera gran ruptura de la película, expandir las expectativas respecto del verosímil: Eureka finalmente no será un western (o, al menos, no sólo un western), sino un relato que atraviesa espacios y tiempos y cuyo hilo conductores la filosofía de los pueblos originarios de territorios que hoy se llaman Estados Unidos y Brasil. Una filosofía que parte de la convicción de que es posible contactarse con los muertos, transmigrar en otro cuerpo o habitar dimensiones paralelas. Lo que experimentan los personajes de cada uno de los episodios sucesivos es, de diversos modos, desolador: una mujer policía, descendiente de nativos americanos que vive una noche hostil sobre tu patrullero; una joven, descendiente de indios sioux, que trabaja en un centro asistencial; y un joven brasilero, también nativo, que empieza a vagar por la selva amazónica luego de escaparse de su aldea. Justo cuando cada una de esas subtramas, que al principio suceden de manera paralela para luego enlazarse como en un juego de sustituciones, empieza a insinuar un cierre, Alonso inscribe un desvío y, con él, un hueco en el encadenamiento narrativo. Hacia el final, cuando el misterio sólo se disipa de manera parcial, prevalece la sensación de que Alonso le rehuye estratégicamente a cualquier implicancia política para entregarse, ni más ni menos, que a la construcción de un artefacto estético.

En los primeros segundos de La chimera ya es posible reconocer el estilo de Alice Rohrwacher y su cercanía estilística con otros cineastas del cine contemporáneo de Italia como Pietro Marcello o Matteo Garrone: los movimientos de cámara, los cortes secos, la superposición de capas y texturas visuales, las actuaciones desbordadas y carnavalescas. En esta ocasión, Rohrwacher se detiene en un personaje excluyente, Arthur, «el inglés», un hombre que acaba de cumplir una condena debido al saqueo y tráfico de piezas arqueológicas. Pero Arthur no es un simple ladrón. De su banda es el único fundamental, el único que puede detectar los espacios subterráneos donde se ubican las tumbas. Arthur es, en definitiva, un rabdomante, alguien que puede, con una herramienta precaria, expandir su percepción. Rohrwacher nunca deja de acentuar esa diferencia ni la soledad a la que lo condena, porque Arthur puede estar acompañado, rodeado por su banda de bufones o por las mujeres que pretenden contenerlo (como el personaje interpretado por Isabella Rosellini o como esa mujer tímida, etérea, llamada Italia) pero siempre, en el fondo, está solo, clavado en otra dimensión, percibiendo otras cosas, abismado hacia un tiempo en el que fue feliz con una mujer, Betania, que ya no está. En esa frontera que separa lo imaginario y lo real o, más precisamente, el artificio y el realismo, se mueve La chimera. Lo que define al protagonista es la capacidad de oscilar entre una dimensión y la otra sin la posibilidad de intervenir sobre sus visiones. Es un vidente y, por lo tanto, no puede esquivar la paradoja que lo define: mirar, en su caso, es lo contrario de actuar. En su devenir no será más que un testigo de sí mismo, salvo en un momento, cuando tenga la posibilidad de proteger la belleza de una escultura de la mirada destructora de los hombres.

En el otro extremo respecto de La chimera está Music, una de las películas más elusivas de Ángela Schanelec. La trama, cuya sinopsis remite de una manera lejana al Edipo rey (una filiación reconocible, en un nivel superficial, por la ceguera repentina de uno de los personajes): hay un accidente, varias muertes, alguien nace, alguien se va lejos. Ninguno de estos acontecimientos genera un gran impacto en los personajes, delineados más como autómatas que en un sentido clásico. Las coordenadas espaciales y temporales son, deliberadamente, imprecisas, pero el modo de ordenar esas variables fundamentales del cine es fácilmente reconocible para cualquiera que haya visto alguna de las películas anteriores de Schanelec. La cineasta alemana es rigurosa: define el plano con precisión, a un nivel quirúrgico, y lo sostiene. Forma parte de una tradición geométrica que conecta, de manera directa, con el cine de los Straub. Su ascetismo, en esta última película, llega al punto de erradicar casi completamente la emoción y la identificación (de nuevo: pensando estos términos en un sentido clásico). Lo que vemos es un desfile de posturas estáticas, distribuidas dentro planos fijos, en una sucesión desprovista de progresión dramática o, incluso, de intensidad emotiva. Esto la ubica en un lugar intermedio, entre el cine de los Straub y el estructuralismo de James Bening, aunque suene extravagante. Y digo esto último porque la extensión de algunos planos, que rompen deliberadamente el ritmo (desde un lugar ajeno a la economía de recursos propia de otro cineasta de la geometría como Bresson), no pareciera justificarse más que por motivos externos, como si la duración hubiera sido decidida de manera predeterminada. El cine de Schanelec está en las antípodas de la participación vital cercana a lo carnavalesco. Se inscribe, en cambio, en una zona de indagación distante, un extrañamiento llevado al extremo que en el caso de Music sólo se interrumpe en los momentos musicales. Shanelec, en esta película, se mueve en un terreno desértico y al mismo tiempo luminoso, especialmente en el final, cuando la voz explota y las manos abandonan la rigidez para entregarse a la ejecución de los instrumentos. 

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: