Farsa político sexual entre melodramática y tragicómica en estupenda copia color 35 mm. Casi había olvidado lo cálido del celuloide, la pregnancia de su textura. Los ciclos en la Sala Lugones del Teatro San Martín suelen tener el encanto de lo ritual, además de lo exótico. No es habitual que una sala de cine funcione en el décimo piso de un edificio, cosa que incluso podemos dar por sentado aquellos que gozamos desde hace años acercándonos a los ventanales de la antesala o bajando por las escaleras luego de las funciones para rumiar lo visto a solas o conversando con la compañía de turno. La contra partida desagradable de esas rutinas atrayentes es el abandono de casi todo lo que las rodea, el aire a descuido general. Una de las mejores noticias de este año es la decisión de estrenar una cuantas películas más que en otras temporadas, lo que le da un tono más contemporáneo a la programación. Esta última, sin embargo, no es la clave del asunto. La retrospectiva de Nakahira, primera que se hace fuera de Japón, es un acontecimiento que merece mucho más lucimiento, y que eso no suceda se debe en buena medida a la opacidad de la institución.
El teatro San Martín requiere restauración y recreación general, y no me refiero sólo a la arquitectura. La sala Lugones estuvo cerrada unos días durante la semana pasada y se comentaba que era debido a reparaciones. La reabrieron y en cuanto uno se sienta y mira para arriba, encuentra un agujero de al menos dos metros por dos metros en el centro y otros dos un poco más chicos en el extremo cercano a la pantalla y en el opuesto que está junto a la cabina de proyección, además de uno más pequeño que, según dicen, está ahí desde que hace un par de años instalaron un soporte como parte de la puesta en escena de una obra teatral con proyecciones. Todos dejan ver la mampostería deshecha y el espacio abierto entre techo y cielorraso. Un par de filas están acordonadas para evitar que alguien se siente debajo del abismo central y se distraiga (incluso corriendo el riesgo de que la distracción sea eterna) de la película en cuestión. ¿Por qué tuvimos que acostumbrarnos a que el piso no tenga la inclinación suficiente o a que la distancia entre butacas no sea la adecuada para poder ver la película con la sala llena sin tener que sortear la cabeza de un espectador? ¿Por qué tuvimos que acostumbrarnos a que el subtitulado de las películas que no lo traen incorporado o incrustado se proyecte sobre la pantalla generando un rectángulo de claridad encandilador que cubre y altera un altísimo porcentaje de la imagen original?
La película de Ko Nakahira que acabo de disfrutar es una experiencia divertida y delirante, inagotable y tan amplia como para entretener a un espectador de películas de Enrique Carreras, a uno de los cines modernos de la década del 60, al atravesado degustador del camp y el kitsch, y al empastichado posmoderno. La película es del 61 y sus protagonistas son un grupo de pibes de ambos sexos que están cursando el primer año de universidad, pero no tiene la violencia parricida de las de Oshima o Imamura. Parecen sacados de una película de Ray de la segunda mitad de los 50, con momentos de intensidad en los que se cruzan convenciones del melodrama, referencias políticas concretas (la firma del tratado entre Japón y EE.UU. de 1961), psicoanálisis y slapstick, haciendo equilibrio dentro del marco narrativo clásico sin llegar nunca a desbordarse. Uno de los personajes secundarios con bigote, paragua y sombrero está construido a medida del de Chaplin, en una de las muchas resonancias que la cultura estadounidense tiene en otra película japonesa más de la época que pone en escena los cambios culturales posteriores a la derrota de Japón en la Segunda Guerra y el vínculo de sometimiento y fascinación contraído con los EE.UU.
La secuencia de títulos se sucede con una canción cantada por un grupo de pibes sobre unos dibujos a color de estética naif lleno de alusiones a la relación entre hombre y mujer. La letra dice, entre otras cosas, que «la psicología no cuenta cuando una mujer se enamora» y que «el mundo sigue dando vueltas y los ombligos siguen estando adelante» sugiriendo en ambos casos que la lucha de sexos es inmanente a la condición humana e inalterable, cosa que la misma película pone hasta cierta punto en duda. Esa contradicción y otras tantas la hacen tan singular. Resulta curioso ver el aparente contraste entre compartimiento aniñado y literalidad sexual. En vez de putear, los personajes hablan con un diccionario en la mano, de modo que uno se encuentra con un avatar sonriente de Lolita Torres diciendo «me gustaría tener un cuchillo para sacarme el útero» después de haber sido violada. Porque esta también es otra película japonesa en la que hay una violación abordada con una naturalidad que no deja de ser tanto brutal como lúcida. No ignora la dimensión concreta del hecho en cuestión dentro de las pautas culturales del patriarcado, pero tampoco la dimensión metafórica de iniciación a la madurez existencial, aquí íntimamente ligada a la protesta política de unos jóvenes cuya alta clase social los predispone a ignorar cualquier clase de manifestación civil.
Esta comedia de enredos con grandes escenas cómicas de trasvestismo circunstancial que a muchos les recuerdan los de Some Like It Hot, de Billy Wilder, y discusiones escolásticas sobre la lucha de sexos en un tono denotativo absurdo, da vueltas alrededor de los cambios en la constitución tradicional de la familia, el acceso de la mujer a puestos de poder e independencia y, último pero no me nos importante, la función que cumplieron los EE.UU. en el nacimiento del Japón moderno. El último cuarto de hora, en el que se revela la identidad del padre biológico del protagonista, se vale de esa instancia folletinesca para caracterizar las relaciones entre uno de los países vencedores y uno de los perdedores de la Segunda Guerra. La clara feminización del Japón tradicional, encarnado en la figura cómica y sentimental de un hombre cariñoso y débil, se contrapone a la del Japón moderno, materializado en un personaje ausente hasta el último cuarto de película que ha hecho su fortuna en EE.UU. y viene en busca de un heredero japonés que se haga cargo de su legado capitalista. La decisión del protagonista procura, con cierto grado de ironía, conciliar esas dos culturas geográficas y temporales en el ámbito político del final feliz. Bastante atrás quedó para todos, casi como una travesura del alcohol y las hormonas, el activismo enrojecido de una noche cuya utilidad sólo es medida por la película en términos psicológicos.
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