«Entre La que no existía y la película que esta novela ha inspirado a Henri-Georges Clouzot, Las diabólicas, hay una relación de íntimo parentesco. En realidad, ambas desarrollan la misma idea con métodos diferentes, y puede incluso decirse que cuanto más se esforzase la película en mantenerse fiel a la novela, más obligada estaría a apartarse de ella. En este sentido, la película de Clouzot es mucho menos una adaptación que una nueva creación de la que es oportuno subrayar la originalidad». Con esas palabras presentan los autores franceses Pierre Boileau y Thomas Narcejac la edición de La que no existía luego del éxito de Las diabólicas, hecho que disparó las ventas de la obra literaria. A esto se sumó el rumor de que el propio Alfred Hitchcock estaba interesado en esa obra y que como perdió los derechos a manos de Clouzot luego los autores le escribieron De entre los muertos que sería la matriz de Vértigo (1958). La realidad es que la distancia que separa el argumento original de La que no existía del guion firmado por Clouzot y Jérôme Géronimi (seudónimo de su hermano, también guionista de El salario del miedo y Los espías) permite la preservación de su espíritu, nacido del tormento moral del que se siente culpable. En la novela, el suicidio condensa el final de ese calvario; en la película, la muerte incitada exige la activa participación de la figura del detective.

Pero vayamos por partes. En su Introducción, los autores de la novela señalan lo siguiente: «Hemos imaginado una novela policial clásica, pero en lugar de empezar por el crimen, hemos empezado por las maquinaciones que conducen a él. El relato está escrito enteramente desde el punto de vista de la víctima, lo que constituye la esencia misma del suspenso». Aquí hay que hacer dos salvedades. En primer lugar, lo que la novela le dedica a las «maquinaciones del crimen» es breve, ya que la historia comienza con la llegada de Mireya, la esposa engañada, a la casa de campo y su supuesto asesinato en la bañera luego de haber sido drogada.  Ravinel (el marido) y Luciana (la amante) esperan su llegada, Ravinel temeroso y dubitativo, Luciana decidida; cometen el crimen sin dar cuenta al lector de los motivos. Eso surge posteriormente de la mente atribulada de Ravinel, quien carga con su culpa hasta su posterior suicidio. En segundo lugar, el suspenso no está asociado al focalización interna (cuando el punto de vista está en un personaje solamente) sino a la focalización espectatorial, es decir cuando es el lector/espectador el que tiene más información que los personajes. En la novela no hay suspenso sino sorpresa, en tanto el lector acompaña el calvario moral de Ravinel, anticipa su suicidio, y recién al final cuando muere se nos «sorprende» con la verdad de lo sucedido: el complot entre Mireya y Luciana.

Clouzot toma otras decisiones. Como bien señalan los autores, en tanto el cine trabaja con imágenes y no palabras, no puede trasponer el prolongado monólogo interno que define al Ravinel literario. Sus personajes son más opacos, se construyen por sus actos, y eso se confirma en el uso de una trampa narrativa. A partir de la escena del «crimen» del marido, renombrado Delassalle (Paul Meurisse), Clouzot desliza el punto de vista hacia la figura de la víctima, rebautizada Cristina (Vera Clouzot), y se concentra en el padecimiento por su culpabilidad (antes veíamos al marido viajar en el tren, ahora esas escenas ya no aparecen, solo vemos aquello a lo que ella asiste). En Cristina se agregan dos factores: la enfermedad cardíaca y la devoción religiosa. Cuanto más culpable se siente Cristina por asesinato de Delassalle, maquinado junto a Nicole (Simone Signoret), más se ciernen las sombras sobre ella, más se deteriora su salud, más se quiebra su moral. Clouzot confía en la estética de su película para explorar el suspenso, no en los recursos narrativos. El ocultamiento de la verdad se revela al final, en dos actos: la salida del marido de la bañera y la intervención del policía que castiga a los verdaderos culpables. Pero hasta allí el espectador fue manipulado sobre la posible aparición de Delassalle a partir de indicios similares a los que aparecen en la obra literaria: en lugar de las cartas, el traje que traen de la tintorería; en lugar de la visita a su hermano, el testimonio de uno de los niños del colegio; en ambos casos, su presencia fantasmal en una habitación de hotel. Clouzot usa las señales premonitorias desde el comienzo, haciendo honor a su filiación con el universo alemán de cuño simbólico: el charco que cruza el auto en la primera escena, las imágenes de la pileta, el baúl que se desliza cerca de Cristina, el espejo que gira y muestra a Cristina su reflejo teñido de sombras. Son esas instancias las que inquietan al espectador, siempre afirmadas en la puesta en escena. La información solo llega al final, al mismo tiempo que la obtienen los personajes.

«El director trabaja con imágenes -continúan los autores en su Introducción– y la imagen es más rebelde que la palabra. Imposibles los monólogos interiores, imposible el claroscuro psicológico. La imagen es el mundo real, el de los objetos y el de los rostros. Clouzot no podía aislar al personaje clave y, no obstante, debía hacer sensible su drama. Le era preciso, pues, inventar una historia en la que las imágenes, a su vez, fuesen capaces de mentir sin perder ese carácter de verdad que es la esencia del crimen«. La condición de verdad que tiene la imagen es algo que no ocurre en literatura, por ello los procedimientos para convencer al lector o al espectador de lo ocurrido son diferentes. En la novela lo que le asegura al marido que su esposa está muerta es la «palabra autorizada» de su amante y cómplice, que es médica. Para el cine eso no es suficiente: Cristina tiene que «ver» muerto a Delassalle, truco que se consigue con los falsos ojos. La doble moral de los personajes está trasladada a la impostura de los atrezzos y a la concepción del espacio, preñado de sombras expresionistas que expresan el tormento interior.

La novela llegó a Clouzot de manos de su esposa, la brasilera Vera Gibson Mado, rebautizada Vera Clouzot y protagonista de la película (paradójicamente, murió al poco tiempo de estrenada Las diabólicas de un ataque al corazón). Ella leyó la novela escrita por el tándem Boileau-Narcejac, que contaba la supuesta muerte de una mujer (Mireya) a manos de su marido (Ravinel) y de su amante (Luciana). Al final se descubre que también Luciana y Mireya eran amantes (pese a la confirmación en el epílogo, hay claros indicios en el desarrollo) y que ellas planearon el falso asesinato para conducir a Ravinel al suicidio. Clouzot decidió alterar la novela no solo porque el medio cinematográfico se lo exigía sino para darle a su esposa el personaje protagónico. La relación lésbica es apenas sugerida en el marco de un triángulo (que es el comentario de la escuela en la que todos trabajan) y el seguro de vida (pieza de cambio para el crimen) se sustituye por la fortuna de la esposa, dueña del internado. Los pupilos se convierten en personajes claves del engaño, funcionando -sobre todo Moinet, el niño oráculo- como engranajes del suspenso. El título Las diabólicas, en homenaje a una serie de relatos de Jules Barbey d’Aurevilly escritos en el siglo XIX, propició la cita inicial de la película: “Una pintura siempre es lo suficientemente moral cuando es trágica y muestra el horror de lo que retrata”.

La película se filmó entre julio y noviembre de 1954 en los estudios de Saint-Maurice (París), con exteriores del internado filmados en un castillo abandonado en Étang-la-Ville, detrás de Saint Cloud y del bosque de Boulogne; y aunque se supone que parte de la trama ocurre en Niort (de donde era originario Clouzot), esas escenas fueron registradas en la población de Montfort-l’Amaury. Clouzot fue el más alemán de los directores franceses de la posguerra, formado como director de doblaje en la UFA y asistente de dirección de Anatole Litvak; fue recién hacia fines de los años 20 que se familiarizó con la técnica y desarrolló su admiración por el cine alemán (Fritz Lang y F.W. Murnau). Permaneció en Alemania hasta 1934 (el productor Adolph Osso, para el que trabajaba, fue expulsado por judío) y de vuelta en París se dedicó a escribir obras de teatro, operetas y shows de cabaret. Dirigió su ópera prima, El asesino habita en el 21 en 1941 y ya prefiguró las claves de su poética: el humor negro (que en Las diabólicas aparece en los comentarios de los profesores y es un elemento que no está presente en la novela), el retrato del mundo a partir de pequeños microcosmos (el internado), la vuelta de tuerca al final, y sobre todo la idea de que cualquiera puede ser un potencial asesino.

La mirada sobre el mundo de Clouzot es mucho más pesimista que la de los autores Boileau-Narcejac: el internado es un sitio decadente, con una piscina sucia, con corredores góticos; está regentado por un personaje sádico, prepotente, egoísta y calculador que se aprovecha de la fortuna de su esposa para enriquecerse a costa de pagar mal a sus empleados y ahorrar con los alimentos para los chicos. Los profesores son marionetas dubitativas y sin carácter; y las dos mujeres permiten que Delassalle abuse de ellas y a escondidas maquinan un plan maestro para asesinarlo. Los chicos  son pendencieros, chismosos, espías. Por nadie podemos sentir compasión. Clouzot busca generarnos ese malestar para que nuestra moral nos permita aceptar un crimen que creemos justo, y una reparación posterior que finalmente hace justicia. La escena final se encuentra entre los momentos más terroríficos del cine, logrando un clímax de lo más espeluznante. La ausencia de música y el uso del sonido de pasos, chirridos y puertas que se cierran crean el efecto ominoso que solo el cine puede conseguir. El efecto emocional es muy diferente al de la novela, que se instituye en una dimensión más existencial e introspectiva. La película se convirtió en un éxito inmediato en Europa y sumó muchos admiradores en Estados Unidos, entre ellos Alfred Hitchcock que la estudió minuciosamente antes de hacer Psicosis y también copió la leyenda final para la promoción: “¡No sean diabólicos! No destruyan el interés que pueda despertar en sus amigos la película. No les cuenten lo que han visto. Gracias.”

Las diabólicas (Les diaboliques, Francia, 1955). Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guion: Henri Georges Clouzot y Jérôme Géronim sobre la novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac. Fotografía: Armand Thirard. Montaje: Madeleine Gug. Elenco: Simone Signoret, Vera Clouzot, Paul Meurisse, Charles Vanel, Jean Brochard, Michel Serrault. Duración: 117 minutos.

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