* El tiempo pasa. Lo vemos suceder ante nuestros ojos, en la pantalla, sin que sea necesario que alguien lo explicite. El tiempo se manifiesta en la luminosidad de los días y en los cambios de las ropas de los personajes. En la relación que traba el protagonista con el entorno y en lo que se ve en su propio rostro (los cambios en el peinado, la barba, la dejadez general en la que cae). Puede pensarse como una circularidad, pero sería mejor verla como un avance espiralado. Sebas vuelve, de alguna manera, al punto en el que parte la película: pero allí donde comenzaba podando una planta, ahora, en otro departamento, se dedica a regarlas. Un perro ha reemplazado a otro. La soledad del inicio se contrapone con el hijo que crece, con la mujer que lo cuida. Sebas atraviesa el tiempo desde los hechos cotidianos: situaciones mínimas que propician cambios, movimientos necesarios para romper la inercia o los desajustes en la relación con el mundo –el mundo son los vecinos, el espacio de trabajo, la familia.

* El tiempo en El perro que no calla está hecho de retazos, de fragmentos breves que no tienen la pretensión de convertirse en lo que en algún momento se denominó como “historia mínima”. Son momentos en la vida de un personaje que parecen circunstanciales, pero van imprimiendo sobre su historia los cambios de rumbo. El reclamo de un vecino, el llamado de atención de los jefes en su trabajo, el campo al que irá por algún tiempo, la ayuda a los que no pueden arrancar el camión, una fiesta de casamiento, el verano en una carpa cerca del mar, un desmayo inexplicable en el trabajo en el campo, el paseo en la plaza con un hijo: acontecimientos ínfimos en la existencia que funcionan más que como elementos de una serie a seguir, como indicios de lo que no está. Si todo relato es un recorte, lo que hace El perro que no calla es constituir al recorte como sistema, tomando la decisión de elegir lo que, a priori, parece lo menos significativo.

* Si todo relato, a su vez, también se propone como experiencia contrapuesta a lo que no está en él, aquí ese juego se potencia. La sensación es que cada escena de la película tiende a generar un desajuste en la lógica del espectador: no solo estamos a merced del relato, sino de lo que se omite, lo que queda fuera, lo que conforma un fuera de campo narrativo aún más trascendente que lo que vemos. En El perro que no calla el espectador se enfrenta a situaciones a las que parece haber llegado tarde (o quizás, en alguna, demasiado temprano). Estamos ante consecuencias de hechos que no vemos y que a la película solo le interesa reponer a través de las voces que rodean al protagonista. Las dos escenas iniciales son prodigiosas en ese sentido, no solo porque plantean de manera concreta los lineamientos de lo que vendrá, sino porque apelan al absurdo como forma de resolver ese desencuentro entre lo pasado y lo presente. En la primera, los vecinos de Sebas van apareciendo, de a uno, como si se armara una reunión de consorcio, para plantearle el reclamo sobre el llanto del perro cuando él no está en la casa. No escuchamos el llanto, ni siquiera vemos al perro en la escena. Es una historia que parece venir de otro tiempo (“Cuatro años hace que lo escucho llorar”, dice Luis), de un espacio que ni siquiera parece ser ese que vemos. En la segunda escena, Sebas está en su lugar de trabajo. Sus jefes le advierten por la presencia de la perra en el lugar. Ni siquiera la mencionan con palabras, sino que todo el diálogo gira alrededor del sobreentendido de una y otra parte, sobre la adaptación al lugar y sobre lo que implica en el espacio de trabajo. Cuando se sale de los contraplanos entre los personajes que hablan y se abre a un plano general, vemos a la perra allí, en silencio y quieta, refrendando una vez más ese desacople entre lo que se dice y lo que se ve.

* Solamente hay dos momentos en la película que funcionan como una suerte de puente entre dos situaciones. En ambas, hay cuerpos que caen, que quedan en el suelo y no se pueden levantar –o si se levantan, vuelven a caer-. El primero implica una ruptura crucial para el personaje. Hay un pasaje que resulta devastador de la alegría –representada en los juegos y las corridas con la perra en el campo- a la desolación –eso que queda de Sebas en un tren, aprovechando los restos de un sándwich que alguien deja en el asiento- y que está resuelto con el recurso de la animación. El segundo implica un pasaje de lo absurdo e ilógico –personas que de repente caen en el campo y cuando intentan levantarse vuelven a caer- a una dimensión de una tragedia más amplia que lleva al mundo a manejarse con máscaras de oxígeno o directamente a moverse en cuclillas o agachado –o lo que es lo mismo, la transformación de una ilógica en otra, una ruptura de una normalidad desde lo inesperado. Allí también el recurso es el del dibujo. En ambas situaciones, la resolución parece señalar la imposibilidad de filmar aquello que explica los sucesos. En una, el planteo alude a cómo y para qué filmar una muerte; en la otra, cómo filmar algo desconocido, que no se sabe de dónde vino y por qué generó esa consecuencia.

* Esa decisión no es explicativa, no pretende poner en escena el encadenamiento de hechos, sino instalar un punto intermedio que permite relacionar. Le da los materiales al espectador para que en su propio recorrido pueda restablecer los lazos narrativos que llevan de una escena a la siguiente. En ese elemento radica lo que diferencia a El perro que no calla de la mayor parte del cine argentino de ficción. Su apuesta (aparentemente) experimental se apoya en la necesidad de contar con el espectador como materia activa. No hay posibilidad de ver la película si no se entrega al juego que propone, si se pretende simplemente ver el desarrollo de una historia. Lo que sostiene al cine como forma artística no es el avance tecnológico ni el chisporroteo de los efectos visuales. Ni siquiera son las historias que cuenta. Es su confianza en la mirada del otro. Hay películas, entonces, que trascienden su mera existencia como tales y se conforman como un acto de fe en el espectador. El perro que no calla, felizmente, es una de ellas.

Calificación: 8.5/10

El perro que no calla (Argentina, 2021). Dirección: Ana Katz. Guion: Ana Katz, Gonzalo Delgado. Producción ejecutiva: Laura Huberman. Directora de arte: Mariela Rípodas. Dibujos: Mariela Rípodas. Fotografía: Gustavo Biazzi, Guillermo Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc, Joaquín Neira. Montaje: Andrés Tambornino. Sonido: Jesica Suarez. Elenco: Daniel Katz, con Julieta Zylberberg, Valeria Lois y Carlos Portaluppi. Duración: 73 minutos.

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