Puede observarse en el cine argentino de los años 2000 un resurgimiento del interés por la temática gauchesca. La figura del gaucho había captado la atención de diversos directores a lo largo del tiempo, basta con realizar un pequeño recorrido histórico por nuestro espectro cinematográfico para recordarlo: desde la temprana Nobleza gaucha (1915) de Humberto Cairo, Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera; pasando por la memorable La guerra gaucha (1942) de Lucas Demare; siguiendo por Don Segundo Sombra (1969) de Manuel Antín hasta llegar al Juan Moreira (1973) de Leonardo Favio.
En las décadas del 80 y del 90 el género gauchesco parecía haber sucumbido. Tras los años que siguieron a la caída de la dictadura militar en 1983 se vivenció un período en el que, según una crítica, “el público argentino parecía dispuesto a usar la oscuridad de la sala como confesionario”. El hecho de que en 1984 dieciséis de veintiséis películas estrenadas giraran en torno a uno de los puntos más oscuros del pasado dictatorial (siendo el secuestro, la tortura y el asesinato de ciudadanos un paisaje frecuente en este cine) da expresa cuenta de una necesidad colectiva de purificación y reflexión sobre la represión. Ya llegada la década del 90, la crisis económica y el desarrollo de nuevas tecnologías de bajo presupuesto incentivaron a producir películas que mostraran las consecuencias sociales devastadoras que el menemismo había perpetuado bajo sus dos mandatos gubernamentales (1989-1995 y 1995-1999). La focalización en temas del presente vinculados a la decadencia social y la marginalización preponderaron sobre el emblema del jinete de campo.
Sin embargo, en los 2000 aparecieron producciones que retomaron y renovaron elementos de la temática gauchesca combinándolos con ciertos aspectos claves del género western. Esta idea, a simple vista, no presenta ninguna novedad. La historia característica del western norteamericano que versa sobre las hazañas del hombre que se hizo solo y se adentra en las profundidades del desierto puede rastrearse, con facilidad, en los films silentes argentinos. La estructura narrativa de Nobleza gaucha relata la aventura de un hombre que encara el camino de los peligros para rescatar a una mujer. Es decir, se introduce la temática del compromiso que une al héroe con el grupo al que pertenece mediante una prueba cualificadora, una idea que guía clásicos como The Man from Laramie (Anthony Mann, 1955) o The Searchers (John Ford, 1956). La película de Cairo encuentra el tópico más explotado y más antiguo del western: el enfrentamiento espectacular entre el bueno y el malo que convierte a la cinta cinematográfica en heroica. Esta fórmula, junto al tema de la búsqueda de un tesoro, el vagabundeo infinito y la solución de un antagonismo en provecho de valores morales han de ser tópicos compartidos que se repiten sin cesar en ambos géneros, más allá de sus distancias culturales, étnicas y geográficas.
Pero, si las constantes que hallamos son formas narrativas ya ampliamente explotadas en tiempos anteriores, ¿cuál es la novedad que presenta El Desierto Negro de Gaspar Scheuer en 2007?
Marca y venganza
En la década del 60, con el comienzo de la decadencia del American way of life, el género western se torna crepuscular y da lugar a nuevas posibilidades narrativas. Es el tiempo de los spaghetti-westerns filmados por cineastas italianos y norteamericanos en España (debido a que era mucho más económico que realizarlo en estudios de Hollywood) y el fulgor de la carrera artística de Clint Eastwood. La mayoría de estos films se destacaban por introducir como protagonista al “caza-recompensa” e incluir personajes incorrectos y sinvergüenzas cuyo único motor de vida eran las barras de oro. Asimismo, la principal novedad radicaba en la dilatación del suspenso en los momentos previos al duelo, en la exageración de la violencia (rasgo del que, luego en los 90, se apropiará Quentin Tarantino) y en la música que condensaba atmósferas particulares y caracterizaba a cada uno de los protagonistas.
En una conferencia sobre “compadritos y guapos”1, Jorge Luis Borges señalaba la importancia del elemento cuchillo que insufla al gaucho de valentía y le permite retar a duelo a un oponente mediante la frase: “¿Dónde querés que te marque?” Esta actitud desafiante de “marcar” al adversario es primordial en el spaghetti (incluso le valió el título a la película de Ted Post La marca de
la horca, de 1968) y también lo será para esas producciones gauchescas que surgen a partir del 2000 en Argentina. El puntapié inicial lo dará Gaspar Scheuer en 2007 con El Desierto Negro, filmada íntegramente en blanco y negro. Le seguirán las relecturas Martín Fierro: la película (Liliana Romero y Norman Ruiz, 2007), Martín Fierro, el ave solitaria (Gerardo Vallejo, 2007) y Aballay, el hombre sin miedo (Fernando Spiner, 2010). Con excepción de los títulos que trabajan sobre la figura de Martín Fierro, consideramos que la producción de Scheuer y la de Spinner suponen ser consideradas dentro de un subgénero novedoso: el “locro-western”.
La similitud entre el adjetivo gastronómico y la producción de bajo presupuesto del spaghetti-western no han de ser los únicos motivos por los que decidimos asociar a ambos subgéneros. Las razones se sintetizan en los siguientes flancos: la marca, la venganza y la mirada. En la herida quedará evidenciado el pasado del protagonista, la cicatriz es el testimonio del tiempo, la piel se manifiesta como un anotador donde se inscriben la cantidad de difuntos que el cuchillo ha dejado en el camino o el honor mancillado del sujeto. La huella posibilita el reconocimiento, otorga identidad pero, sobre todo, obliga a considerar al protagonista bajo la etiqueta de un “Otro”, cuya procedencia se desconoce y, por tanto, se le debe desconfiar y temer. El reconocimiento se logra cuando ciertos personajes logran asociar esas marcas con la historia personal del protagonista. Tal es así que en El Desierto Negro, Miguel Irusta, luego de cada duelo, corta su piel con el propósito de llevar la cuenta del número de víctimas que ha derribado y es por ello que uno del grupo de gauchos que lo acompaña logra en cierta medida saber quién tiene delante. Pero el reconocimiento no se completa del todo hasta que se realiza el plano detalle de la mirada del protagonista. Los ojos representan la parte corporal que sirve como herramienta para la tortura y la inferencia del miedo. En La venganza del muerto (Clint Eastwood, 1973), La marca de la horca (Ted Post, 1968), Django (Sergio Corbucci, 1966), entre otros spaghetti-westerns, este recurso ha de ser elemental para darle un cierre narrativo a la historia. La venganza se consolida con la identificación de esa mirada oscura, amenazante y llena de pesar.
Pero el eje moral que marca el destino de los protagonistas del spaghetti y del locro-westen es, sin lugar a dudas, la venganza. En El desierto negro lo que hace avanzar la acción de Miguel Irusta es la sed de venganza. Cuando él era niño, un forajido irrumpió abruptamente en su hogar y asesinó delante de sus ojos a su padre. Con el objetivo de encontrar al criminal de su progenitor, ingresa en distintos pueblos y mata indiscriminadamente a quien se le cruce. Tanto en esta película como en la obra de Sergio Leone o Sergio Corbucci (pensemos en la primera secuencia antológica de Django en la que vemos a Franco Nero rescatar a una mujer cruelmente golpeada por una banda de forajidos, una secuencia híperviolenta) predomina la venganza y el aniquilamiento del rival sin piedad. A su vez, resulta interesante que en ambos casos los únicos personajes “salvados” por sus directores son los más vulnerables de la sociedad: las mujeres y los niños. Recordemos la escena inaugural de El bueno, el malo y el feo (1968) el caza-recompensas atenta contra la calidez del seno familiar buscando obtener el nombre de una tumba donde se encuentra una buena cantidad de barras de oro. Una vez que el forajido consigue su objetivo prosigue por disparar al padre de la familia y a su hijo mayor, más no ejerce su autoridad ni hace uso de la violencia para con la madre y el hijo menor. Lo mismo puede observarse en la película argentina en la que el niño Irusta permanece detrás de una columna, escondido, presenciando la muerte de su padre.
La novedad que Gaspar Scheuer introduce dentro del género gauchesco en el 2007 es la (con)fusión con ciertos recursos característicos del spaghetti-western. Los factores de la marca, la mirada y la venganza otorgaron una brisa de aire fresco a un género que había entrado en desuso por la constancia irremediable de fórmulas repetitivas y por el surgimiento de ciertos eventos sociales que llevaron a los cineastas a registrar los márgenes de la sociedad y las clases populares. Si en Hollywood se apela a la utilización del fusil Mauser o la caño recortada, en el campo bonaerense el cuchillo siempre estará bien afilado. Sin embargo, en ambos casos, más allá de las diferencias entre los objetos de violencia utilizados, el destino de los personajes está marcado y ya nada podrá hacerse: la venganza tocará a la puerta y los adversarios serán quienes caven sus propias tumbas tan sólo en el instante en que acepten un duelo con Miguel Irusta o Aballay.
1. Borges, Jorge Luis (2016). El tango. Buenos Aires: Sudamericana
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