Primero Faulkner. Después, al mismo tiempo casi, Rulfo. Entonces, el boom y García Márquez, por ejemplo, revendiendo espejitos de colores. Entonces, Juan José Saer y una obra cumbre del idioma español por sobre cualquier boom.
El limonero real (1976) de Juan José Saer es una de las grandes novelas de la literatura argentina. Literatura que suele tener buenos poetas, extraordinarios cuentistas y mediocres novelistas. Saer es muy bueno en todos estos rubros y El limonero real es una prueba maravillosa de eso, quizás, porque casi de manera imperceptible (aunque incidente) logra combinar los tres géneros sin proponérselo. De allí que la matriz estética de El limonero real sea netamente lingüística. Y, desde ese lenguaje, literaria. Lo grandioso de Saer es el lenguaje literario propiamente dicho que utiliza para construir un día en los deltas del Paraná más allá del argumento y los conflictos que irán presentando sus personajes, especialmente el del Wenceslao.
Ahora bien, Gustavo Fontán ha filmado El limonero real. Y desde los trailers y los afiches de la película se encarga siempre de resaltar lo de “basado en la novela de Juan José Saer”. ¿Cómo, entonces, un texto cuyo mayor mérito es la construcción de un día a partir de un lenguaje estrictamente literario (y por ello, poético) puede ser proyectado de manera fílmica a través de un lenguaje netamente audiovisual?
En la conjuración de “lo poético” y su relativo éxito o fracaso, Fontán parece arriesgar todas sus fichas. La grandeza (o no) de su película.
Para ello, Fontán entiende una cosa fundamental: el lenguaje audiovisual, a través de su montaje, puede (debe) ser poético; volver, al menos, poéticas imágenes que, a priori, no lo son. El montaje es “el lenguaje”; las imágenes y el sonido serán “lo poético”. La muestra: la extraordinaria escena de Wenceslao sumergido en el río, nadando, flotando, entre el querer dejar de vivir y el sol arriba que sigue brillando; la inercia del cuerpo que lo quiere (¿lo obliga?) a emerger de ese río, a ese sol, a esa vida que acontece indiferente a si él la vive o no.
Pero la película no sólo es esa muestra. Son otras también. Algunas con mayor acierto, otras con menor. Lo poético, sin embargo, nunca decrece pero tampoco termina de embelesar. Sus efectos son difusos. Discontinuos aunque moderados. Fontán entiende una segunda cosa: la narrativa literaria de la novela de Saer es tremendamente densa. Su película puede serlo también pero eso sería un error fuerte en la dinámica de la obra. El montaje sigue siendo “el lenguaje”. La hace durar apenas hora y cuarto. Lo justo y necesario. Nuevo acierto. Por (¿para?) ello, también, elimina todos los flashbacks que en el libro (en forma de recuerdos) son fundamentales; pues la memoria es lo que hay entre la continuidad de la vida por más oscura y trágica que ésta sea. El presente es, siempre, una mentira. Cada vez que yo digo “ahora”, el tiempo ha transcurrido y ese “ahora”, en realidad, es pasado. El futuro es una entelequia, una posibilidad. Lo único sólido es el pasado. Por esta razón, las visiones del porvenir suelen ser superchería o privilegio chamánico; sólo los recuerdos son una materia consistente para la aprehensión real -como ese limonero que sigue dando limones- del tiempo. En la novela de Saer, este concepto y esos recuerdos de Wenceslao son fundamentales y fundacionales de toda una estética. En la película de Fontán son lo que falta y se nota muchísimo. Le quitan mucha entidad a la narrativa. La barnizan de un minimalismo perezoso aunque totalmente acorde a la estética imperante festivalera del llamado Nuevo Cine Argentino por más que de “nuevo”, a esta altura del partido, no tenga nada.
Wenceslao y su mujer, pareja de gente cincuentona que vive perdida entre el monte de los deltas del Paraná, perdieron a su hijo en la ciudad. Su hijo, con 18 años según la película, se cayó de un andamio haciendo las veces de albañil. Wenceslao, a pesar del terrible dolor que significa perder a su único hijo, parece haberlo superado. Su mujer, no. Hace seis años que está de luto y por eso rechaza acompañar a Wenceslao a la casa de su propia hermana para celebrar el año nuevo que se viene. Es 31 de diciembre. La muerte del hijo es el vacío absoluto de la vida para la mujer de Wenceslao, por eso ese luto no acabará nunca. Es lo único que la mantiene viva pese a la paradoja, si es que la hay. Para Wenceslao, en cambio, fue transitoria aunque intensa. En la novela -a fuerza de los recuerdos de Wenceslao- esta intensidad queda muy clara y persistente. En la película, la falta de esos recuerdos la vuelven difusa y, en esa ambigüedad, la potencia persistente de la novela se transforma en cierta indiferencia dentro de la película. Se atenúan texturas. Wenceslao queda como medio indolente. Y ese “medio” atenta contra cierta proyección psicológica sutil que el personaje carga a la hora del ser el protagonista de la película y darle entidad dramática a la misma.
Sin embargo, esa es una decisión formal de Fontán y quizás, en esta decisión, su propio texto se desprenda de la comparación de rigor con la novela. Con el insistente “basado en” (la película, en Córdoba, ha sido presentada en el marco de la Feria del Libro, de hecho). Allí, entonces, es que aparecen los personajes de Rosendo Ruiz (Rogelio), Eva Bianco (Rosa, esposa de Rogelio y hermana de la esposa de Wenceslao), Gastón Ceballos (el Ladeado, sobrino de Wenceslao, que se come la película con su carita nomás) y demás familiares que van llegando al rancho de Rogelio para celebrar el año nuevo desde el mediodía del 31 dando presencia fílmica a una historia mínima que (re)presenta al vacío como el paso atroz de la muerte entre los vivos a pesar de que el mismo, más que circunstancial, sea, meramente, íntimo y personal.
Es aquí, entonces, donde la novela de Saer y la película de Fontán encuentran su punto de conexión más maravilloso con sus propias estéticas: en lo virtual que es ese vacío.
En la novela de Saer, la descripción extremadamente puntillosa de hasta el más mínimo detalle o movimiento que realicen los personajes (y el paisaje) no es otra cosa más que la “muestra” de que los vacíos que deja la muerte con su paso se llenan con la vitalidad (abrumadora, prepotente) de la vida. Todo lo que muere, en cierta forma, se termina llenando -a la fuerza, involuntariamente quizás- de vida. El vitalismo, entonces, no es un acto consciente si no, más bien, una consecuencia inevitable de la dialéctica misma en la que se encajonan la vida y la muerte y la conciencia del ser humano mediando -con su lógica y pasiones- entre ambas. En la novela de Saer, el lenguaje literario es lo que llenael vacío de la muerte. En la película de Fontán, la filmación de hasta el más intrascendente yuyo flotando en el agua hace lo propio bajo el mismo concepto. Ver a esas mujeres maquillándose con lo poquito que tienen en medio de ese monte y ese río inhóspito orillando la modernidad a su expresión, casi, de ridículo, es una metáfora maravillosa que Fontán encuentra para encadenar esa misma percepción de vitalismo que Saer rescata en su novela cuando, por ejemplo, Wenceslao recuerda cómo después de la muerte de su hijo, dejó que su rancho fuera invadido por árboles y serpientes -ganadas, otrora, a la naturaleza por su padre y él mismo cuando se instalaron a vivir allí- y cómo lo volvió a rescatar de esa invasión cuando la fuerza vital de seguir vivo a pesar del dolor, de los recuerdos, de uno mismo, lo impulsó a desmalezar el lugar sin mayores alegrías o ambiciones que las de seguir estando en ese sitio propio. Ganado.
Fontán entiende que el detalle más intrascendente que se filme y edite siguiendo, claro, una línea estética propia, es la analogía más adecuada para ese lenguaje literario puntilloso con el que Saer describe los detalles más intrascendentes de su novela. La muerte es lo que vacía, la vida es lo que llena prepotentemente, por más que su “copar” sea ínfimo. Al río se lo navega de día siguiendo la corriente. Al río se lo navega de noche a contracorriente. Por el río se va y se vuelve. La corriente y su fuerza es lo inevitable siempre. Es la vida en sí. El barco de Wenceslao atravesando ese río es lo transitorio, como el año nuevo que se celebra para celebrarse vivos entre esa comunidad de medios parientes y amigos ribereños viviendo en la total precariedad, casi indigencia. Falta la esposa, la madre, la hermana, la cuñada pero están todos los demás. La celebración se realiza. El año pasa por más que a ninguno de esos protagonistas, les interese mayormente.
En este sentido de celebración como símbolo de vida y no como artilugio de mera recreación o evasión, es que Fontán interactúa con Saer y ambos textos -el cinematográfico y el literario- encuentran simbiosis y relación, pero, a su vez, autonomía y reflexión. Pues, si uno nunca leyó la novela y ve la película, podrá interpretar la misma sin mayor necesidad de leer el texto de Saer y viceversa.
«Amanece y ya está con los ojos abiertos», dice la novela en su principio y su final memorables. La conciencia antecede al día. El recuerdo antecede al día. La vida misma antecede a la luz. Sin embargo, amanece para anochecer. Wenceslao se adentra en el río para ir a celebrar un año pasado, uno año por venir. Su mujer, en cambio, se embadurna en la repetición de su luto, en su estatismo oscuro, para representar una pantomima, quizás, de la muerte misma que se llevó a su hijo. Ella es el vacío del vacío.
Wenceslao, no. Wenceslao, no obstante, siempre vuelve a casa.
Fontán lo filma sentado en la entrada al rancho, fumando, con la luna llena brillando embarazada con la luz del sol en el cielo oscuro.
Saer lo escribe parado viendo al limonero que a pesar de todo sigue dando frutos y flores y su búsqueda del sueño que culmina con el despertar al (del) nuevo día.
Wenceslao, en uno y otro texto, sigue estando.
Cine y literatura. Lenguajes que dialogan. Estéticas que se nutren con aciertos y errores y El limonero real de Gustavo Fontán como una buena conjuración de todas estas yuxtaposiciones: de todo lo poético que se nutre hasta en lo intrascendente del estar siendo en esta vida con más derrotas que victorias. Con la corriente de sus ríos, perpetua. Con el recuerdo cómo una única sensación del tiempo transcurrido. De la vida vivida hasta la muerte que se hace, para bien o para mal, naturalmente, parte insospechada de la misma.
Acá pueden leer un texto de Azul Aizenberg y acá otro de Luis Franc sobre la misma película
El limonero real (Argentina, 2015), de Gustavo Fontán., c/Germán De Silva, Patricia Sánchez, Rosendo Ruiz, Eva Bianco, 77′.
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‘El limonero real’ es una bazofia pretenciosa e insípida típica de un «cineasta» sin aptitudes para el relato cinematográfico. Ideal para espectadores amargos subidos a un pony como Gustavo Gros.