Hay algo de inmadurez y de torpeza en Guido, el protagonista de El huésped, que ya se vislumbra en la primera escena. Pero la confirmación sobreviene no tanto de la exposición  explícita inicial, sino de las consecuencias que se derivan de esa primera escena, en tanto asume con una liviandad llamativa una discusión que se plantea en un doble eje de relación con los hijos: con su propio lugar como hijo y la relación aún sobreprotectora de su madre –estamos hablando de alguien de 40 años-, y con la posibilidad futura y cercana de ser padre. En ambos casos, ese arranque elude la construcción previa para depositarla en la verbalidad de su pareja, Chiara, como una puesta en reversa de algunos conceptos que la pareja parece haber discutido con anterioridad. Esos rasgos del personaje se continuarán a lo largo de toda la película porque terminan siendo constitutivos de su personalidad que no se resuelven incluso cuando parece tomar alguna decisión para ir en contra de ellos –lo cual reafirma aún más tanto la torpeza como la inmadurez.

Pero lo que viene a poner en marcha el mecanismo de la comedia no son tanto esos elementos sino la ruptura de un orden cómodo, la puesta en duda de las formas que asume una relación de pareja. Obviamente, ante esas características del personaje, la ruptura no le corresponde sino que se encuentra a sí mismo en el lugar de víctima: mientras para Chiara se trata de un proceso en el que hay que volver a pensar la relación desde la perspectiva de la realización personal, que hasta ese momento parecen haber estado posponiendo, para Guido se trata simplemente de una cuestión sentimental en la que entra en juego la hipótesis de un tercero. Y en esa decisión se pone en juego el destino de la película, porque al asumir con exclusividad la mirada de Guido, ésta se formula de acuerdo a ese corrimiento de lo que podría ser una comedia a secas, hacia el territorio de una comedia romántica centrada en la relación de pareja, los celos y hasta la paternidad.

El centro de El huésped se vuelve entonces esa característica enunciada en el título. El personaje vaga por diferentes hogares en el momento en que el espacio propio compartido con Chiara se esfuma. La casa de los padres, la casa de Pietro y Lucia, la casa de Darío: tres espacios en los que Guido se refugia ocupando sillones con vistas preferenciales a la intimidad de cada casa. Pero lo que ocurre a partir de ese momento es que la película se estructura a partir de una pretensión de equilibrio. Por un lado, circunscribir el movimiento propio de la comedia al traslado del personaje de un espacio a otro. El problema es que allí el mecanismo se vuelve repetitivo desde el momento en que, una vez terminada la primera vuelta, vuelve a reiniciarse para establecerse como una especie de círculo del que el personaje parece no tener demasiadas intenciones de salir. Por el otro, sostenerse en un lugar de quietud que queda implicado por su posición de espectador. Guido funciona entonces como un observador de lo que ocurre en los espacios en los que se ubica. Es no más que los ojos de la cámara dentro del relato. Y allí la repetición se prolonga: lo que interesa es observar los conflictos que atraviesan cada una de las parejas pero sin encontrar ninguna forma en que intervenga en la vida de Guido. Los conflictos entonces devienen ajenos, tanto como si Guido los estuviera leyendo en una novela. Tan ajenos como la mirada del propio personaje.

Entonces, lo que queda en El huésped es una perspectiva de lo que no fue, por falta de decisión o de atrevimiento. Si la comedia que parecía anunciarse en la primera escena desaparece es porque lo que sobreviene luego es una mirada superficial en la que se niegan los mecanismos constitutivos de la comedia. No hay enredos, no hay cruces de relaciones entre personajes, nada que modifique la constitución del personaje central. La misma liviandad con la que Guido observa lo que va ocurriendo a su alrededor, se traslada a la construcción de toda la película: lo que queda es pura superficie en la que nada se profundiza. Ni la relación que se establece con la paternidad, ni las dudas que implica el enamoramiento o el acostumbramiento al otro, ni la tristeza que puede sobrevenir a la posible separación o pérdida del otro. La película deja una estela en la que van desperdiciándose posibles caminos que se sugieren y que se descartan con la misma rapidez (el ocultamiento dentro de la pareja, por caso; las formas que asume la intolerancia de lo cotidiano), como si solo confiara en esa superficie antojadiza pero incapaz de generar interés genuino por los personajes. En todo caso, El huésped habla desde un lugar de comodidad, de esa misma comodidad que parece aceptar Guido en la escena final, sentado en un sillón que se ha dejado en la calle porque ya no se habrá de usar. De alguna manera, si Guido no consigue encontrar su propio espacio –como parece anunciarse de manera directa cuando no se decide por el departamento que va a ver- es en parte porque la película misma no logra establecer el suyo propio, dudando, como su personaje por ver en qué lugar su historia puede funcionar mejor.  No deja de ser paradójico, entonces, que una película que trata sobre un personaje inmaduro, sea a su vez, tan inmadura como lo que retrata.

Calificación: 5/10

El huésped (L’ospite, Italia/Francia/Suiza, 2018). Dirección: Duccio Chiarini. Guion: Ducccio Chiarini, Davide Lantieri, Marco pettenello. Fotografía: Baris Özbiçer. Montaje: Roberto Di Tanna. Elenco: Daniele Parisi, Silvia D’Amico, Ana Bellato, Thony, Sergio Pierattini. Duración: 94 minutos. Disponible en www.zetafilms.com

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