Sobre un fondo negro se desmarca el rostro de un hombre que mira a cámara y habla. No es el primer plano de la película, pero es el que se imprime en la memoria cuando los créditos nos despiden. Es un plano extraño, demasiado frontal, demasiado cercano y demasiado despegado del entorno para que lo pensemos, por ejemplo, en la línea de las películas de Errol Morris. El plano que contiene la mirada y los gestos de Luis Quijano, el hombre que denunció por delitos de lesa humanidad a su padre, el represor Luis Alberto Cayetano Quijano (también conocido como “Ángel”), simula una escena de confesión, quizás como réplica simbólica de las confesiones que el padre del protagonista arrebataba con violencia durante la última dictadura cívico militar. El testimonio que sostiene la estructura de El hijo del cazador está contenido en ese marco. Frente a cámara, aguantando la luz dura que le quema la frente, Quijano cuenta que su padre lo hacía participar, cuando tenía solo quince años, de operativos que implicaban secuestros, torturas, homicidios y destrucción de documentos.

¿Cómo sobrevivir a esa experiencia? Federico Robles y Germán Scelso no están interesados en responder a esa pregunta ni en desandar el camino hasta llegar al origen de un trauma, y sin embargo permiten que sobrevuele durante todo el documental para que trascienda los límites de la intimidad y se vuelva una pregunta política. Los fragmentos más valiosos del testimonio son aquellos en los que Quijano habla no solo de su vida personal, sino del puente que conecta su experiencia con un modo de pensar el mundo, con una ideología. ¿Cómo ordena la realidad el hijo de un represor que treinta años después de haber asistido al horror desde el bando de los victimarios asume su condición de víctima y decide denunciar a su progenitor? ¿Su pensamiento, debido a esa traición filial, se vuelve automáticamente de izquierda? Sin clausurarlas, Robles y Scelso sí intentan responder a estas preguntas. O mejor dicho generan las condiciones para que el mismo Quijano, de manera sutil al principio, más explícita al final, las responda cuando utiliza, sin distancia, expresiones como “subversión”, “zurdos” o “guerra civil”, maneras diferentes de nombrar al otro, al “enemigo”, y de explicar lo sucedido desde una posición que reproduce la teoría de los dos demonios.

Quijano es una rara avis. Nunca queda del todo claro qué lo motiva a denunciar a su padre (si lo hace, como le sugiere alguien del poder judicial, porque lo desheredan, o si lo desheredan porque lo denuncia), aunque se pueda deducir que su postura se acerca a la justificación alfonsinista enmascarada en los “niveles de responsabilidad”, sobre todo al que refiere a quienes en “la lucha fueron más allá de las órdenes recibidas”. Como si la impugnación que el hijo le hiciera al padre y a todos los que participaron de la represión estuviera ligada al exceso, a la perversión, a la falta de códigos en términos militares o a la manipulación abyecta de la noción de botín de guerra para robar dinero, muebles o joyas de las víctimas. Para Quijano su padre no fue un engranaje dentro de un sistema de represión sostenido por un plan económico, sino simplemente un hombre sádico. De ese modo puede cuestionarlo a nivel personal y al mismo tiempo replicar su cosmovisión, aunque sostenga que por momentos hace un esfuerzo enorme por no parecerse a él.

Durante su testimonio habla también de su carrera militar trunca, de su fascinación por la cultura rusa, de su relación con Tatiana, su actual esposa, a la que conoció en un viaje a Europa y con la que después vino a vivir a Argentina, y también de su madre, a la que califica como “un ser abyecto”. Esta última es la encarnación de la complicidad civil: dormía con el torturador, disfrutaba de sus regalos y del dinero que les usurpaba a las víctimas y sin embargo treinta años después aseguraba no saber qué hacía su marido en “las guardias de gendarmería”.

En ningún momento Quijano demuestra incomodidad al hablar de lo que vivió. Siempre mantiene un tono tranquilo, pausado, distante, incluso cuando las situaciones de las que habla sean horrorosas. Y siempre mira a cámara, en un plano que solo algún despistado podría vincular con la estética televisiva, aunque responda a un objetivo similar: apelar directamente al espectador evitando la mediación de quién hace las preguntas y habilitar una empatía incómoda (antes de quebrarla en el tramo final). No para adentrarse en la mente del que está en la vereda opuesta, mucho menos de justificarlo, sino para romper con las posturas habituales, las distribuciones cómodas y conectarse con un hombre que con sus declaraciones confirma y al mismo tiempo hace tambalear ese conjunto de ideas que se inscriben a la derecha del mapa ideológico.

Scelso y Robles lo consiguen sin abandonar nunca la distancia. Las decisiones de montaje atenúan la carga emocional luego de los momentos más terribles: ahí aparece la naturaleza (los paseos por el bosque y las mascotas que Quijano presenta a cámara), las imágenes de sus viajes por Europa, el video de su casamiento con Tatiana e incluso la canción que esta última canta a cámara, en un primer plano más amable que el que le dedican a su marido, justo después de la secuencia de archivo que remite a la lectura de la sentencia en el juicio a los represores de la mega causa La perla.

En un ensayo acerca de la representación del Holocausto, titulado La memoria visual del genocidio, Gustavo Aprea piensa la noción de genocidio desde dos películas: La lista de Schindler y Shoah. La primera, dice, representa el relato que “debemos sostener todos”, sobre el cual debemos estar obligadamente de acuerdo y que nos permite no discutir cosas que “ya no deberían ser discutidas”. Aprea dice que esta postura permite avanzar sobre un concepto universalmente aceptable y responder en bloque, como humanidad, frente a los cuestionamientos que surjan, como los que todavía niegan la existencia de los campos de concentración. El problema es que esta postura implica un recorte muy fuerte e impide seguir pensando la complejidad de lo sucedido, las condiciones que habilitaron la existencia de los campos, el exterminio sistemático y la complicidad civil. La segunda es lo opuesto. Es imposible ver en Shoah la encarnación de un relato único, claro, tranquilizador. Está llena de matices, de testimonios incómodos y contradictorios.

No se pueden trasladar estas dos opciones y aplicarlas sin filtro a las películas hechas en Argentina sobre la última dictadura militar. Las que hacen foco en los casos particulares y cuyas estructuras se sostienen de manera correcta sobre la base de testimonios y material de archivo, siguen siendo necesarias: confirman las similitudes entre los casos y develan las particularidades. Es injusto impugnarlas diciendo que redundan en la descripción de experiencias sobre las que ya existen acuerdos. Los negacionistas están a la vuelta de la esquina y no están solos, aunque sean impresentables. Pero existen películas que al desmarcarse de las zonas transitadas logran problematizar las condiciones sociales que habilitaron el terrorismo de Estado y el modo en que la derecha después de la dictadura impuso una sensibilidad, una “vida de derecha”, como la define Silvia Schwarzböck en Los espantos, estética y postdictadura. A esa lista fundamental e incómoda, que intenta ir más allá de las narraciones personales, aunque pueda iniciar su recorrido en ellas, se suma ahora El hijo del cazador.

El hijo del cazador (Argentina/2018). Guion y dirección: Federico Robles y Germán Scelso. Elenco: Luis Quijano. Duración: 67 minutos.

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