Yo, Daniel Blake es una radiografía brutal del mundo actual, dominado por la más cruel e individualista lógica del mercado. En esa lógica furiosa del más puro e inhumano capitalismo, las personas son recipientes desechables que solo tienen un determinado valor de uso. El retrato naturalista que con maestría pinta Ken Loach -director de Riff-Raff (1990), El viento que acaricia el prado(2006), entre tantas otras obras maestras- es un fresco de época de quien hizo de su personal mirada sobre la clase proletaria una marca de estilo, y la virtud de un cine que viene ofreciéndonos desde hace medio siglo las tragedias silenciosas que toleran los derrotados anónimos de este sistema. A la par de los hermanos Dardenne -pero desde muchísimo antes- Loach viene apuntando sus dardos contra muchas de las inequívocas formas de violencia que azotan a quienes están sometidos a la -para ponernos marxistas- lógica del capital. Con particular y conmovedora pericia estas virtudes son potenciadas en Yo, Daniel Blake –ganadora de Cannes en el 2016-, película que, desde la descripción minuciosa de una tragedia personal, expone con exactitud quirúrgica la retirada de un Estado de bienestar que deja a los sujetos más vulnerables en el más radical desamparo. En este caso al inhumano y despiadado trato que el capital (reflejado en un Estado ausente o mínimo) tiene con los humillados y ofendidos del sistema (las clases bajas, los parias, los marginales, los inmigrantes entre muchos otros) se le suma la experiencia de lo burocrático administrativo como una faceta que exacerba la deshumanización de esta lógica que promueve la explotación del hombre por el hombre que el autor del Manifiesto Comunista describiera hace casi 200 años.

Daniel Blake (Dave Johns) es un viudo de 60 años que no puede trabajar porque recientemente tuvo un infarto. Cuando va a tramitar su pensión por discapacidad (cualquier parecido con las políticas aplicadas por el gobierno ultraneoliberal de Mauricio Macri no son pura coincidencia sino que se encuentran atravesadas por la misma lógica) se encuentra con que las pruebas que le realizan en la dependencia estatal le posibilitan (a contramano de la decisión médica ) continuar con sus tareas laborales. Para el sistema, entonces, una persona limitada por un problema de salud deberá pesar de todo seguir trabajando. La lógica de esa burocracia kafkiana es desmenuzada (y destrozada) por la mirada humanista de Loach (aquí con su coequiper histórico del último tiempo, Paul Laverty).

Lo interesante de Yo, Daniel Blake es que no es una película que reduce su mirada a un caso testimonial de simple denuncia ante las arbitrariedades del sistema. Como bien nos tiene acostumbrados a lo largo de su filmografía, Loach describe un mundo que es el de la clase proletaria y sus devenires en el contexto de este escenario globalizado, dominado  por los designios del sector privado. En consecuencia, Loach nunca reduce su película a las peripecias de este sexagenario que se niega a aprender a usar un mousse y que no logra llenar un formulario para acceder a la posibilidad de una pensión, sino que ese mundo microscópico le permite posar la mirada sobre un sistema perverso que hace de la asepsia burocrática un don. Ahí tenemos al tallerista que enseña a hacer curriculums vitaes para seducir a las empresas y remarca la importancia de saber venderse haciendo depender la obtención del empleo de la voluntad de los sujetos y no de los factores objetivos. Esa omisión de las posibilidades reales de acceso de las clases populares a trabajos de calidad -y, en realidad, a una vida de calidad- es lo que concentra la atención de Loach. Esa lógica deshumanizada que Daniel Blake, desde su marginalidad, denuncia es lo que estremece y, en ese punto, ciertas críticas a una supuesta demagogia y empatía excesiva que el cine de Loach genera para con sus personajes no deja de parecer una ingenuidad que disocia el hecho artístico del componente político presente como tal.

El cine de Loach funciona, entonces, como un martillo que golpea incesantemente sobre la conciencia del espectador pero que, en este caso, viene acompañada de una facilidad notable para contar historias. Es ese carácter de artesano lo que emparenta a Loach con cierto cine clásico, sobre todo en su fluidez narrativa y en la apertura hacia un universo trágico expansivo: la tragedia individual es la tragedia colectiva, y ambas se retroalimentan. Allí tenemos a este viudo ermitaño y casi fuera del mundo que lucha contra viento y marea para sostener sus beneficios sociales. Pero no está solo. Tan importante como el propio Daniel Blake es el personaje de Kathie (Hayley Squire), una madre soltera que debe mantener a dos hijos pequeños y que también se encuentra desocupada.

Es notable el amor con el que Loach y Laverty construyen y filman a sus personajes. Ese amor y cuidado que se tienen ambos personajes contrasta con la maquinaria fría y calculadora de un sistema que devora a los sujetos (y no solo a ellos, ya que la mirada de Loach es una mirada que piensa en términos de clase) más desprotegidos. La ausencia del Estado es compensada entonces por las acciones individuales que siempre implican un imperativo moral. Allí donde no hay Estado y donde no hay sociedad solo quedan sujetos librados a lo que su conciencia les dicte.

En este punto, es interesante el personaje del amigo inmigrante de Blake, quien vende zapatillas importadas de manera clandestina y entabla un vínculo de afecto conmovedor con nuestro héroe. Es esa moral solidaria que describe Loach lo que distingue a los personajes que filma del resto de un sistema que funciona como una máquina de expulsar y escupir a los sujetos más vulnerables.

Hay sí un detalle que remarcar: pese a las virtudes tanto estéticas como políticas de la película no se puede dejar de observar cierto sentimentalismo innecesario en la escena final, en lo que pareciera funcionar como una toma de partido explícita. Podríamos, por otro lado, pensar que el cine de Loach (con sus cumbres y sus películas menos logradas) no es otra cosa que una gran toma de partido: Loach no solo quiere contar un cuento sino que tiene la necesidad de decirnos de qué lado de las cosas está, y eso es un rasgo infrecuente en el marco de un cine por demás apolítico que pareciera rehuir al conflicto social. Su cine, belicoso y proletario, sacude la modorra del espectador bien pensante y funciona como crónica de este tiempo de derrota de las clases populares a escala global y como testimonio de un artista comprometido con las luchas de los oprimidos, algo que no se puede decir de muchos cineastas en la actualidad.

Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, Inglaterra/Francia/Bélgica, 2016), de Kean Loach c/Dave Johns, Hayley Squires, Briana Shann, 100′.

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