El héroe al que nadie quiso es una de las mejores películas de Caetano, parte del proyecto de cortos para el Bicentario 25 miradas/200 minutos, del que también participaron Lucrecia Martel y Leonardo Favio, entre otros. Como en Francia, la nación y los chicos son protagonistas. En este caso, dos de 5º grado a quienes se les asigna la presentación de un trabajo sobre un hecho importante de la independencia. Les toca la batalla de Quebracho, una de las menos conocidas y épicas, a juzgar por el único soldado muerto en la contienda. Ni tragas ni jodones, los pibes son tan anónimos como el caído y aparecen natural y ocasionalmente disfrazados de payaso y Frankenstein, entre otros monstruos patéticos. Caetano los filma a menudo en primer plano frontal, pero sus caras se mantienen tan impávidas como la de los deadpan al estilo de Bill Murray o los personajes de 25 watts. El contraste con la autosuficiente pareja de nenes que presenta a todo trapo un audiovisual acerca de la batalla de Maipú no puede ser mayor. Frente a ese despliegue tecnológico y financiero oficial que la película deja en fuera de campo visual y ridiculiza sonoramente, nuestros antihéroes representan la batalla (después de un frustrado intento de zafar a los deberes, como corresponde a su condición) con juguetes de la más variada índole, articulados por una puesta en escena que se convierte en cómplice al animar los objetos con barridos caleidoscópicos y otros chiches elementales y coloridos.
Sobre una bandera argentina de líneas horizontales onduladas en lugar de rectas, que aluden al cauce del río Paraná en el que se libró la batalla de Quebracho medio año después de la de la Vuelta de Obligado, las voces de los chicos dicen: «Muero contento, mis valientes, porque hemos ganado la mejor batalla. En Maipú murieron casi dos mil personas, igual que en Chacabuco, pero hoy yo muero solo sin que nadie sepa que me llamo Rosendo Vacuval (como ignoro el nombre exacto del soldado y aún no lo encuentro, transcribo lo que entiendo a partir de la dicción difusa de los pibes), porque la mejor batalla es donde muere menos gente. Porque un héroe de verdad es aquel que muere solo y triste y no el que vive con alegría. Muero por la patria y espero ser libre si es que hay reencarnación.» En ese discurso, como en la película, conviven contradictoria y ricamente la disposición a defender una idea concreta de Nación, una crítica de la exaltación bélica de la muerte, un elogio del antihéroe y de su discurso irónico, anónimo y paradójico, verbalmente escéptico aunque idealista en la acción específica y personal. Además del uso infantil de la palabra, las formas variadas y los colores vivos barajan Mito, Historia y Geografía con inteligencia, emoción y alegría. Un Pikachu ocupa el lugar del sol incaico en la bandera improvisada, así como los cajones de un organizador arman la bandera de Bolivia en la pieza donde juegan los chicos.
En el extremo opuesto al corto de Caetano se ubica Nómade, dirigido por Pablo Trapero, quizá el más brillante plano secuencia de la historia del cine nacional. Dura casi nueve minutos, que es lo que dura el corto completo, e incluye una cabalgata, un trayecto en ciclomotor, la calculada aparición de una camioneta en profundidad de campo a través de la ventana de una casa precaria del conurbano, la filmación de una película de época con ranqueles, tres instancias de ficción distintas, diferencias de clase social, apuntes lingüísticos, y un largo etcétera de proezas técnicas tan evidentes como el ego de Trapero, quien se muestra como director al principio y al final en un desdoblamiento no por ampuloso menos interesante. En la historia del cine hubo grandes egos y no se puede hacer cine de autor ambicioso sin creérsela, pero el onanismo en primerísimo primer plano funciona en obras cuya mayor preocupación es ontológica o abiertamente metafísica -como en Fellini, Herzog y Welles- y no social. El neorrealismo nació de la necesidad de lidiar con la derrota, la muerte y la pobreza en un contexto histórico preciso, pero ninguno de los males de este mundo ni los de la Argentina que Trapero nos muestra duelen viendo Nómade o Elefante blanco, a ninguno se lo siente verdadero, ninguno alcanza a objetivarse lo suficiente como para opacar el narcisismo de su director, quien usufructúa superficialmente la herencia simbólica del movimiento italiano pero no accede a la ética íntima de la desesperación, refutada por su obediencia mecánica de manual (impecable pero hueca) al deber ser político-técnico-estético del cine contemporáneo no abiertamente comercial, fraguando un sentido común que contenta sin incomodar, sin comprometer, sin afectar siquiera durante el breve tiempo de la ficción ningún órgano caro al funcionamiento colectivo e individual.
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Muy buen artículo.