Por Marcos Vieytes.
el secreto
está en que todo el mundo sepa que tu secreto
es la falta de secreto y supongan entonces
que tiene que haber un secreto mayor (un súper
secreto) guardado vaya a saber en qué parte
Fake español
 
Se puede empezar hablando del encanto del tipo, si por encanto hablamos de cierto grado de hechizo y desechamos cualquier connotación blanda del término. Recuerdo haber visto a René Lavand cuando era chico en la televisión sin saber del todo de qué se trataba (aclaro que sigo sin saberlo, como le quedará claro a cualquiera que continúe leyendo). Siempre supe que le faltaba una mano, y si no lo supe, lo di por supuesto. Creo haber creído que su mano faltante era la de Dedos en Los locos Addams. Alrededor suyo siempre hubo más encanto, en tanto charme, que oscuridad. No ligué jamás lo sobrenatural a su arte, cosa que hubiera sido fácil dado el contexto religioso ortodoxo en el que me crié. Yo sabía que lo suyo era habilidad, y siempre relacioné esa habilidad al carisma, al dinero, a la cultura, al buen vivir, a la posibilidad de conquistar mujeres, a un grado de frivolidad tan exquisito que terminaba siendo redimido por la conciencia hasta cierto punto fatalista, pero jamás avergonzada, de la vanidad como auto estima y del hedonismo como cimiento vital. Es imposible no ver a David Niven en las fotos de René Lavand cuando joven que aparecen en El gran simulador. Pero tampoco es posible ver a un pibe. Ese hombre siempre fue grande.
También pienso en Juan Verdaguer cuando lo veo, prestidigitador de la palabra, contador de chistes de salón demasiado perversos para la clase media baja puritana de la que provengo. Ah, el frac como disfraz aristocrático de esos señores de mediados del siglo pasado que hacían soñar a nuestras pías madres con la posibilidad de tirar la chancleta gracias a un gentleman adulto (vale decir, adinerado) que las llevase de crucero por la Riviera francesa, mientras hojeaban la revista Hola cuando podían ir a la peluquería y miraban Buenos días, tristeza (curiosamente retomada por Aristarain para Martín H.) en la tele inmunes a la fuente incestuosa y decadente de esa luz meridional. Algo del argentino que todavía soñaba con triunfar en París hay en este hombre que se impusó en el show de Ed Sullivan y el mundo entero sin más parafernalia que la de la palabra y el gesto justo. Porque el tipo es un capo con la baraja, vale decir con la mano, pero se me ocurre afirmar exageradamente que sus juegos de naipes son un McGuffin y lo que importa es lo que dice. El tema es que esa voz no viene de la boca, sino de la mano, pues la escuchamos sin ver nunca la fuente, mientras miramos el paño verde en primer plano y sus ondas amasan el aire, acompasadas al movimiento de la extremidad. ¿Pronunció palabra la boca de René Lavand  alguna vez o fueron siempre sus dedos los que hablaron?
En todo caso ¿qué decían, boca o mano (y por qué hablo en pasado)? Que la cultura, por ejemplo, podía ser accesible a todos, o por lo menos que alguna vez hubo algo que se llamaba Cultura, podía ser popular, y consistía en una serie de aforismos y epigramas que servían de síntesis, condensación, iniciación o fuga. No había que ser culto para disfrutar lo que este hombre decía, pero daban ganas de serlo, sea lo que fuere que significara aquello. Su saber, que no fue nunca erudición en su sentido más neto, sino tentación sonora, era el fuera de campo misterioso al que nos iniciaba mediante el juego –que malamente llamábamos trucos- cuya explicación nunca llegaba porque era lo de menos. Lo mirábamos para engañarnos, para perdernos, para comprobar que alguien sabía más que nosotros y en ello residía la gracia. Dios (¿será un producto de la inteligencia?) andaba dando vueltas por ahí, acechando en las grietas de los naipes, hiriendo con el filo paradojal de sus frases. Y Dios era Hombre con mayúsculas por entonces, vale decir, ambivalente como un dandy. Por eso la colección de sombreros y de bastones como otras tantas exhibiciones de la seguridad de ser imprescindibles para constituirse. ‘Los modestos son los peores’, dice por ahí, y un rato más tarde la cámara lo pesca hablando solo mientras un plomero arregla cañerías, dioses mayores y menores de un orden en retirada.
Porque el orden, la limpieza, la transparencia de un cosmos se adivina en la vida de este hombre y en el mundo aparte que ha creado alrededor de su cabaña de troncos en Tandil. Ese orden que no es perfección, pero que tampoco tiene la tentación de serlo, porque su hacedor estuvo marcado desde el vamos por la falta. El accidente en el que perdió la mano le permitió saber que no había absolutos, su voluntad hizo el resto. Que no fue tender hacia aquellos, sino aprender a crear universos que nos dieran la ilusión de una certeza no visible, el placer de una creencia lo suficientemente juguetona para no ser tirana, lo suficientemente eficaz para resultar satisfactoria. Hay un cinismo bueno y hay un cinismo malo, decía un tío mío que nunca llegó a explicarme en qué consisten uno y otro, pero gracias a esa falta sembró en mí la fe de esa verdad suya. René Lavand, que no es mi tío, dice en un momento que a donde se llega finalmente es al cinismo. ¿Qué es un tío? ¿Qué representa su figura? De chico siempre quería que los actores a los que admiraba hubieran sido mis tíos. Supongo que debe de ser una figura paterna desprovista de los deberes que el padre impone, del rigor de su ley. Allí está el tío de Infancia clandestina cumpliendo ese rol, por ejemplo. Si se busca un padre más benévolo y cómplice en el tío ¿algo de esto inspirará Lavand en los discípulos a los que apadrina? ¿Por eso le habré atribuido a un tío mío la frase sobre el cinismo que deslicé y cuya autoría en realidad no sé a quién responde?
Que Frenkel, otro cínico, haya realizado la película sobre Lavand, parece darle al mundo un orden más allá del azar (lo que aquí quiere decir que lo incluye minimizándolo porque tanto Lavand como Frenkel no son artistas del caos). En cierto modo, esta es su película menos cínica, en tanto y en cuanto ningún espectador podrá quejarse de que Frenkel se burle de alguien, enojosa acusación que cayera sobre sus otras películas (Buscando a Reynolds, Construcción de una ciudad, la gran comedia argentina de lo que va del siglo, y Amateur), como si la burla no fuera parte de este mundo, como si el burlado en tanto víctima pudiera equipararse a otras víctimas infinitamente más rotundas, como si los burlados no lo hubieran consentido, como si la burla no fuera, al modo del bufón en la corte, su modo de ocupar por un rato el centro del mundo que apetecen y poner en evidencia la fatuidad del poderoso, del demiurgo, del director, como si la burla no fuera un modo de acercamiento íntimo, una manera de amar a los amadores –amateurs– de este mundo cuyo fin está en lo que hacen mucho más que en sí mismos (¿porque no se soportan a sí mismo, porque se suponen más grandes de lo que en realidad son?), construcciones alrededor de los cuales sangra la herida de una falta sin remedio, de una mano de truco sin figuras ni habilidad para mentir a la que se le pone el pecho como se puede, asumiendo un destino más allá de las limitaciones. Verlo a Lavand barajando cartas, palabras, cigarrillos y silencios sobre el tapete ,me hizo pensar en el torso sin pies y sin manos de Freaks encendiendo un pucho solamente con la boca, así como  la mano artrítica de Lavand amoldada al mazo que la fue (de)formando, es una en mi cabeza con la imagen del tobillo hinchado de Maradona dándole el pase a Caniggia contra Brasil en  el ’90.

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