En la simpleza que transmite el título de la película -simpleza que proviene de lo enunciativo, de la descripción que establece de los dos personajes principales en virtud del lugar que ocupan- hay una precisión infrecuente en la designación de algo que subyace a la historia. Más que apelar a alguna fórmula que remitiera al enfrentamiento entre ambos, resalta en la “y”, una doble referencia: la letra alude a una unión que solo puede ser lingüística, resumen posible de lo que se va a narrar; pero también resuelve en ese mismo uso, la separación, la distancia que implica la existencia de dos universos diferentes. La fórmula tiene la inesperada sutileza de no plantearlos como opuestos ni como polos de rechazo mutuo: en todo caso, deja en suspenso la tensión de un juego de acercamientos y distanciamientos que se suceden a lo largo del relato.

En todo caso, hay que pensar, según la película, en universos paralelos. Ocurren en espacios similares, incluso lindantes, que entran en relación por necesidades mutuas -uno necesita obreros para trabajar la tierra que le da de comer a su familia; el otro necesita trabajar para darle de comer a su familia-. Pero hay un detalle significativo: aún cuando resulta evidente el lugar que ocupan Rodrigo (Nahuel Pérez Biscayart) y Carlos (Cristian Borges) en la estructura social, se cuida de no subrayar esas diferencias desde el lenguaje como forma de imponer una dominación. Lo notable es que ese desplazamiento de las formas habituales de resaltar el dominio de los dueños de la tierra por sobre los que la trabajan, lleva a una naturalización que funciona como sustrato sobre el que se mueven los personajes. Está naturalizado que ambos viven en esos mundos paralelos determinados por la posesión de objetos. Es en esa puesta en escena de los objetos que señalan las diferencias, que la película sostiene su relato. Ambos personajes tienen una mujer y un niño pequeño, ambos tienen un lugar donde vivir, ambos tienen un caballo blanco, ambos tienen padres que han dejado en sus manos lo que antes hacían por sí mismos: la diferencia está en la representación de cada uno de ellos hacia la mirada de afuera. Lo que los asemeja los diferencia: la casa de Carlos es un rancho compartido con sus padres y sus hermanos menores -ni hablar de la casilla en la que convive con los otros trabajadores de la estancia-; la de Rodrigo es una enorme casa, centro de una estancia en la que solo vive con su esposa y su pequeño hijo, rodeado de ayudantes y asistentes -aunque como dice la cocinera, ahí en la casa “no hay mucho que hacer”-. La mujer de Carlos, Estefanía (Fátima Quintanilla) –o Stephanie, como le dice su hombre- es pequeña y morocha; la de Rodrigo, Federica (Justina Bustos) -y hay que prestar atención a que los nombres son significativos del lugar que ocupan- es rubia y estilizada. El caballo de Carlos puede entrenarse para la carrera, pero el de Rodrigo es el que la puede ganar. El padre de Carlos, Lacuesta (Carlos Lacuesta), es un viejo trabajador algo cansado que solo quiere lograr lo mejor para su hijo; el de Rodrigo (Jean Pierre Noher) se dedica a coordinar embarques de soja y criar caballos que venderá al mundo árabe por miles de dólares (además de despilfarrar su dinero en las carreras).

Hay un intento de empatía en esos mundos. Ocurre al comienzo, en las escenas en las que Rodrigo va a buscar a Lacuesta primero y a Carlos a su casa. Una relación distante pero amistosa en el encuentro con la familia y en el momento en que le pregunta a Estefanía por la niña que lleva -y que de hecho tiene en sus brazos brevemente, en lo que podría ser un contrapunto con la escena que desata el final del relato-. Un acercamiento en el momento del accidente que se resuelve en la escena del hospital y en la del entierro de la pequeña hija. Pero tanto allí como en el ofrecimiento que Federica hace a Carlos para que su esposa vaya a trabajar a la estancia, el relato interpone previamente esos momentos en los que la acción pierde algo de su potencial virtud: si en una lo que vemos después viene marcado por la referencia a que Rodrigo ya habló con el abogado, en la otra, la duda de Federica sobre si decirle algo o no a Carlos está enmarcada en los comentarios de las otras mujeres que lo entienden como algo para “sacárselo de encima”. Son esas “advertencias” previas las que devuelven a Rodrigo y Federica al espacio al que pertenecen y parecen plantear de modo elíptico, la imposibilidad del acercamiento definitivo de esos mundos. Es en esos momentos en los que hay que encontrar la justificación de lo que viene después, eso que irrumpe bajo la forma de amenaza de Estefanía a Federica (“Mirá que si yo quiero, te hundo”) o de sutil chantaje de Carlos a Rodrigo (“Si me presta el tordillo, no le reclamo nada”).

Hay algo, sin embargo, que revela un escenario de aprendizajes. Los padres han delegado en los hijos, como si el trabajo o la organización de una estancia fueran parte de una herencia en vida. Pero mientras los padres entienden que las relaciones son instancias de negociación -la escena en la que el viejo Lacuesta y el padre de Rodrigo resuelven la cuestión del préstamo del caballo Hidalgo para el raid que piensa correr Carlos es el punto cúlmine de esa visión, que aparece antes en cada uno de los personajes en su trabajo habitual-, los hijos -y sus esposas- entienden a las relaciones en función de una pasión que excede lo negociable. Cada una de las decisiones que toman los hijos no están marcadas por la necesidad de entrar en una negociación con el otro, sino con la decisión de establecer su espacio personal como instancia irreductible para avanzar sobre el otro. Si la relación entre padres se cifra en la idea de pacto, en los hijos se marca como venganza, como ataque y defensa continuos.

Lo interesante es que en una película en la que se ponen en juego de manera tan contundente los lugares que se ocupan en la escala social, el dinero no aparece en pantalla. Es un elemento esquivo, del que se habla una y otra vez -la posible pérdida de la cosecha de soja, el valor al que se quiere vender el caballo, el premio por el que corre Carlos, los gastos de los que Rodrigo debe hacerse cargo para la carrera, los remates previos a la carrera-, pero que está ausente durante la mayor parte del tiempo. Hay apenas tres momentos en los que el dinero aparece: 1.Cuando Rodrigo le pide a Sampaio por el problema que tuvo en la frontera (lo que debe leerse como la coima que debió pagar a la policía cuando lo descubrieron con marihuana); 2.Cuando Rodrigo le da dinero a Carlos para los gastos por la muerte de su hija y la operación de su mujer; 3.Cuando Rodrigo va a buscar a Carlos en el prostíbulo. Coimas, muertes, sexo: el dinero aparece en los momentos de mayor suciedad del relato, remarcando las características que en el resto se asumen como naturales. No circula dinero en la estancia, ni en las apuestas, ni en el puerto: allí está escondido, como si su sola mostración implicara caer en aquellos lugares en los que sí se lo exhibe con mayor o menor pudor.

Esa posesión que en definitiva es real, es lo que marca las diferencias entre los personajes y las familias. Porque en definitiva, se trata de las familias como núcleos sociales diferenciados. Conjuntos que se resuelven por una proximidad que necesita de fronteras -la escena que termina en el accidente con el tractor es una marca contundente en tanto para poder ver a Carlos hay que llegar hasta el alambrado, símbolo de la propiedad privada, y en todo caso, atravesarlo-, más o menos visibles. Si la extensión de lo físico se vuelve territorial cuando Rodrigo le dice a Carlos que el río es la frontera de su campo y del otro lado está Brasil, en el espacio de lo familiar, la frontera se vuelve explícita en la presencia del bebé de Rodrigo y Federica. Que los criados de la casa se sienten en el living a mirar televisión mientras los patrones no están, es una de esas licencias de lo que se sabe y se decide hacer que no se ve. Pero que una de esas criadas alce el bebé ajeno es el traspaso de un límite intolerable. Y es ese límite traspasado el que hace que todo lo que se había construido hasta ese momento, literalmente se derrumbe (de hecho, lo vemos de esa manera, cuando en la toma desde la camioneta de Rodrigo, de repente desaparecen de la imagen, jinete y caballo que ruedan). Carlos, en definitiva, destruye sus sueños uno por uno -la hija, el triunfo en la carrera- por la distracción que la familia implica de su trabajo. Si en uno, volver la mirada hacia atrás a la familia que se aleja del otro lado del alambrado, lo lleva a caer con el tractor en un zanjón, en el otro, mirar hacia el costado, a la discusión que se plantea entre Federica y Estefanía y el llanto del bebé, lo distrae de la trayectoria que lleva con el caballo con el que está a punto de ganar la carrera.

El empleado y el patrón resuelve aquella simpleza de la que hablaba al comienzo en la complejidad en la que se entretejen las relaciones entre los personajes, sin poner en juego lo admonitorio. Su intensidad no se pone en juego en la disputa estentórea -la irrupción violenta de lo sonoro aparece apenas en un par de momentos que no son decisorios, sino ilustrativos de la vida de Rodrigo y Federica-, sino en la forma en que los silencios generan un espacio de tensión continuo y que obtiene su mejor contrapunto en la secuencia en la que la respiración del caballo en la carrera se superpone sobre el silencio del entorno, pronto a desaparecer. Pero donde resuelve la historia es en esa escena final en la que Rodrigo lleva a los Lacuesta hasta su casa y luego vuelve y en la que en los rostros de los dos protagonistas se pueden leer los signos de derrotas diferentes, sin que haya necesidad de palabras que los describan.

El empleado y el patrón (Uruguay, 2021). Dirección: Manuel Nieto Zas. Fotografía: Arauco Hernández Holz. Música: Holocausto Vegetal. Reparto: Nahuel Pérez Biscayart, Cristian Borges, Justina Bustos, Fátima Quintanilla, Jean Pierre Noher. Duración: 106 minutos.

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