“Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos. Emil Cioran.

I. Pororoca es una voz onomatopéyica de la lengua tupí-guaraní que podría traducirse como «gran estruendo» (…) «una especie de oleaje ruidoso que recorre los grandes ríos (…)». Esta aclaración propia de gacetilla de prensa nos orienta acerca del origen del título sin aclarar su posible sentido.

Pororoca -acá estrenada como La desaparición- es un gran estruendo silencioso, un enorme espacio inerte en donde se mueven personajes diminutos, o mejor aún, seres normales empequeñecidos por la desmesura de los ambientes que los contienen. Pororoca es una declaración de impotencia del hombre abrumado por la arbitrariedad del dolor, víctima de un apocalipsis privado que lo destruye en su esencia aunque lo deje intacto en su apariencia física.

El plano secuencia, la cámara fija o con pequeños movimientos de reencuadre dentro del plano, abarcando todo el espacio del parque y a las figuras humanas desplazándose dentro de él sin una clara individualización, colectivizadas por la tiranía de la lente; esa es la principal herramienta que utiliza Popescu para situarnos en el mundo de su película. Un lugar claro y luminoso pero amenazado por la llegada de pororoca, el gran oleaje, el ruido silencioso que como una premonición se intuye desde el principio. Luz de verano, verde del parque, azul del lago, niños y padres retozando en el pasto y entre los juegos. Sin embargo algo acecha, algo que nunca se definirá visualmente, que queda siempre en el fuera de campo, algo que nunca se materializa en ese espacio familiar idílico; un algo denotado por la ausencia total de música en una banda de sonido compuesta por diálogos y ruidos de ambiente; una extrañeza cotidiana acentuada a cada paso por el peso silente de los objetos que rodean a las personas, pura materialidad expandida en el silencio, carga de una tragedia imposible de afrontar.

II. La primera escena, previa a la secuencia de títulos, un breve plano cenital dentro del cual juegan dos niños sobre el césped que parece ser del mismo parque, mientras otro entra y sale de cuadro cruzando junto a ellos, concentra todo el misterio que signará a este peculiar policial sin resolución. ¿De quién es la mirada vertical que observa a los chicos desde la altura? Si es la de Dios, se trata de de una deidad cruel, predispuesta a observar con indiferencia el sacrificio que le será ofrendado a sus pies. Es un plano enigmático, en apariencia ajeno a la historia pero que en realidad concentra y sintetiza su contexto, narrada siempre desde un lugar objetivo muy cercano a Tudor, el padre que unos minutos después perderá a su hija María en el parque (un reconocimiento al enorme Bogdan Dumitrache, el actor icónico del nuevo cine rumano). No hay luego ninguna otra señal que apunte a la religiosidad o lo trascendente. Salvo que la ausencia de esa mirada omnisciente del comienzo refiera a la ausencia mayor de un padre que abandonó a sus hijos, y que todo lo que sigue sea un clamor desamparado por su retorno y protección.

No es fácil sustentar esta hipótesis en las escenas que le suceden, típicas del realismo del gran cine rumano que conocemos. Tudor y su familia (su esposa Cristina y sus pequeños hijos Ilie y María) llevan la vida común de cualquier grupo familiar, rutina y armonía en una mañana de verano en la que Tudor sale de la casa para llevar a sus hijos al parque. La larga secuencia posterior es por sí sola una película que podría verse autónomamente de la principal, y a un tiempo parte inescindible de la misma en cuanto sintetiza todo lo que vimos hasta el momento y lo que veremos después con una maestría (en la cual se intuye la matriz hitchcockiana) que se vale de la omisión y la distracción para manipular el interés del espectador y crear un ominoso clima anticipatorio. Tudor se sienta en un banco y habla por su celular mientras sus hijos juegan con otros niños, cuyas madres (Tudor es el único padre o al menos el que se destaca entre todas las mujeres) los controlan con la misma laxitud que él. Todos conversan entre sí, alguna madre lleva a María a comprar helados junto a sus hijos. Una imagen de familia, ampliada y funcional, pródiga en gentilezas y cordialidad. Una nota discordante atrae la atención de todos: dos mujeres solas discuten con un hombre que se niega a limpiar la caca de su perro. El hombre es grosero y las mujeres inflexibles. La discusión crece y se mezcla con la, para ese momento, molesta charla de Tudor. La cámara toma el total de la escena con discretísimos reencuadres en el amplio plano general siempre fijo. Finalmente el hombre se va, la tensión se diluye y estamos de vuelta junto a padres e hijos. Pero el equilibrio se ha roto; la discusión superficial ha instalado una incomodidad que permanece más allá de la intrascendencia del motivo (he aquí el clásico procedimiento hitchcockiano), y que ya no se irá nunca. Popescu mantiene esa tensión a través del fuera de campo; aunque la amplitud de los planos y la luz diáfana de mañana veraniega nos hagan creer lo contrario, el espacio se ha ido estrechando en torno a Tudor. Lo vemos sentado o yendo al kiosco a tomar un café, pero cada vez está más aislado en el plano; los chicos entran y salen de cuadro abruptamente, como si la mano de un mago maligno los arrebatase de nuestra vista. El peligro está presente, la mirada omnisciente de ese plano cenital sin sujeto aparente del comienzo, ha bajado ahora a la tierra y se ha instalado en el parque para observar desde el nivel humano el comienzo del drama. Y Tudor no lo ve. Y ninguna de las madres lo ven, y ninguno de los vendedores de globos y golosinas lo ven. Y nadie puede verlo porque el dolor y el mal son hermanos siniestros e invisibles hasta que se instalan de golpe, brutalmente, en la paz ilusoria de cualquier vida. El mal y el dolor son la realidad, el velo de Maya rasgado para terminar con toda ilusión. Y cuando se van dejan a su otra hermana, la culpa. Esa arpía enorme y despiadada, eterna enemiga de la justicia.

III. María desaparece. Inexplicablemente, sin lógica ni motivo, con una pequeña carrera que la saca del cuadro tan fugazmente que nadie, ni los espectadores, lo notan. Lo hace ante la mirada ciega de Tudor y todos los demás. Y el orden en el parque, en la vida de Tudor y su familia, en la tierra toda, ya no es más posible. Comienza la pesadilla para la que no tienen respuestas los mecanismos de la burocracia; el inspector de policía frío y profesional, otro personaje prototípico del nuevo cine rumano, un replicante de respuestas lógicas a preguntas angustiadas que en adelante representará a la ley y la razón, factores que cada vez se alejan más de la verdad, necesitados como están Tudor y Cristina de aislar el dolor para llegar a ella. Tampoco hay respuestas en la ayuda de los amigos, ni en el reproche explícito de los padres de Cristina; ni en la actitud de ésta, primero impotente y silenciosa, luego protagonista de explosiones de furia por motivos banales, finalmente retirándose hacia la falsa seguridad de la casa paterna, sumándose al reproche y abandonando a su marido. Desde este momento es él quien se hace cargo de llevar adelante su propia investigación transformando a la película en una cruel variedad de policial, más lóbrego que negro. La pesquisa de Tudor es, literalmente, un viaje a la oscuridad; tras cada fracaso lo vemos despertar, primero en su cama, luego en la terraza, siempre en posición fetal y agraviado por la luz del día, rechazarla es internarse en el dolor y la enajenación pero es la alternativa que él elige abrazando el más universal de los mitos rumanos, el vampirismo. Tapia las ventanas de su casa y se sumerge totalmente en la oscuridad física y espiritual. En tal estado es que encuentra al sospechoso, un hombre solitario que frecuenta el parque. Nada podrá convencernos de la certeza de Tudor ni tampoco de la inocencia del individuo. Indicios, ambigüedades, fantasmas que acechan la locura del padre acechando a su enemigo; parado frente a su casa, encuadrado lateralmente en uno de los contados primeros planos que se permite Popescu, los ojos exaltados y húmedos, la suciedad, el pelo y la barba crecidos.

Solo queda el desenlace anunciado, un Tudor preparándose para el encuentro último como para el ritual de un sacrificio, el pelo y la barba dejan lugar a una cabeza desnuda y la amplia campera permite esconder una maza que él mismo ha fabricado (otra inevitable referencia cinéfila: la secuencia final de Taxi Driver). Después la ordalía. Nada que permita certificar la verdad o la justicia. El círculo sin salida de la tragedia se habrá cerrado otra vez sobre sus víctimas.

IV. Pororoca abraza de una vez y para siempre el pesimismo permanente del cine rumano que conocimos en estos últimos años. Dramas o comedias a veces implacables, otras camufladas por un engañoso costumbrismo, las películas rumanas desbordan de un nihilismo cuyo origen solo puedo conjeturar, a través del nombre de Emil Cioran, el filósofo que demolió todas las certezas; o el de Eugene Ionesco (el mismo apellido que el de Tudor), el dramaturgo maestro del absurdo que entrelazaba con la burla y la ironía. Nombres talismanes, a mano para disimular el flojo conocimiento y la falta de frecuentación; apenas una guía orientadora ante el vasto desconsuelo en que nos sume esta negra obra maestra.

V. Las referencias a la, para nosotros, remota cultura rumana son apenas un indicio, una pista en el sombrío universo que abarca Pororoca, y nuestra pretensión es encontrar un orden que nos explique ese universo. La crítica, como toda forma de escritura, es una investigación, una indagación sedentaria pero interminable que fatalmente termina involucrándonos a quienes la ejercemos y descubriéndonos ante nosotros mismos; por eso, los que incurrimos en la crítica practicamos a veces el derecho al exceso en la investigación. En el caso, hago uso de ese derecho e indago en el significado del nombre del protagonista asumiendo el riesgo de caer en él. Tudor significa “regalo gentil” y es una variante de Theodor, que a su vez significa “don de Dios” y designa a una persona responsable y protectora de su comunidad, simpática y dotada del sentido de la justicia. Ionescu es “el hijo de Ion” y Ion el “regalo de Dios”. Todos los atributos del nombre Tudor se corresponden a la perfección con los del personaje que vemos en la pantalla. Y todos ellos son demolidos por la impiedad de la tragedia. De un protector de los suyos, querido por todos, un verdadero regalo de Dios para su pequeña comunidad, a un demente brutalizado por el dolor, una criatura primitiva que mata e implora. Un padre que clama por su padre. La hipótesis del comienzo tal vez ha hallado su verificación; un Dios en retirada que mira y abandona; un hijo solo que fabrica sus propias armas para hacer su propia, imposible justicia. Y el nihilismo rumano, y (Eugene) Ionesco, y mi Cioran de Wikipedia se quedan cortos. “Es el horror”. Y está entre nosotros.

La desaparición (Pororoca, Rumania, 2017). Guion y dirección: Constantin Popescu. Fotografía: Liviu Marghidan. Elenco: Bogdan Dumitrache, Iulia Lumânare, Constantin Dogioiu, Stefan Raus, Adela Marghidan. Duración: 152 minutos.

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