
Atención: Se revelan detalles del argumento.
No pasaron aún los logos de las casas productoras y ya oímos un murmullo de selva, vibraciones inquietantes. Comienzan los títulos, en un rojo furioso, y de repente ¡Pam! Un ruido estremecedor coincide con la primera imagen de la película: un hombre herido, con su ropa de época harapienta, huye despavorido atravesando bosques y arroyos. La tribu que lo persigue finalmente lo toma prisionero y su muerte no será inmediata. Colgado de los pies, es degollado y su sangre, que baña la tierra, ofrendada en severa ceremonia. El anuncio del nombre de la película da fin a esa primera venganza y preanuncia la(s) siguiente(s). Los créditos de inicio no dejan duda sobre la apuesta enunciativa de la película: vamos a sentir miedo (o por lo menos la idea será esa) y, con esa promesa bajo el brazo, nos acomodamos en la butaca. Ahora, aquel sujeto está nuevamente en marcha, pero su tranco es mecánico y lento, semejante al de un ánima. Es de noche y un gran cartel, con su defectuosa iluminación de rigor, anuncia el lugar al que arriba: “El diablo blanco”. El teatro de operaciones de la ópera prima de Ignacio Rogers y su escalofriante anfitrión, quedan presentados. Sólo resta conocer a los desgraciados huéspedes.
Ellos son cuatro amigos treintañeros (en verdad, tres amigos más la novia de uno de ellos) que salen de viaje en búsqueda de unas pequeñas vacaciones. El destino es un complejo de cabañas junto a un lago administrado por un conocido del padre de Fernando (Ezequiel Díaz). Durante el trayecto, sobrevienen los indicios de que aquel desprevenido grupo de turistas debería desistir en la empresa. La descompostura de Ana (Martina Juncadella); el hallazgo de una tumba al costado de la ruta con el retrato del difunto en posición invertida; gente que los espía; y sobre todo Carlos, el administrador del predio, hombre de aspecto turbio, acento extraño y que mantiene encerrada a su hija en una habitación. Pero así como a los candidatos electorales se les exige optimismo, a los personajes de películas “de cuchillo” se les exige una generosa dosis de ingenuidad, fundamental para que la película presente a toda pompa su patíbulo, sin que los condenados huyan despavoridos y nos dejen sin historia. Así sucede con este grupo, que no abandona el inhóspito paraje, en virtud de que la cabaña es bonita y los colchones, cómodos.

En favor de estos crédulos, vale hacer mención del romántico presente que transitan y les nubla el olfato. Ana y Tomás (Julián Tello) disfrutan del entusiasmo de una relación que recién comienza. Quizás contagiados por ellos, la atracción resurge entre Fernando y Camila (Violeta Urtizberea), hoy en modo amigos, pero con un pasado como pareja. Alertas al coqueteo, las parejas transitan ese espacio acechante con la guardia baja. Así será que Fernando, en plena noche, accede a internarse en el bosque en búsqueda de la laguna, incluso cuando Carlos le insiste en aquel paseo mientras blande una cuchilla.
Es durante esa incursión cuando aquel hombre ensangrentado se le aparece. Fernando huye espantado y le cuenta a Camila lo que vio, o cree haber visto. Apuestan por restarle importancia y aguardar que el día les propicie una respuesta tranquilizadora. Pero, al día siguiente, cuando encuentren asesinada a Anahí, la hija de Carlos, cambian de parecer y deciden marcharse. Ya para ese entonces será, como suele ser, demasiado tarde. Fernando, principal sospechoso por haber visto a Anahí aquella noche, es obligado por la policía a permanecer en el pueblo. El cuarteto desoye aquella orden e intenta una fuga, pero el auto no funciona. Lo macabro, hasta ese momento de dominio exclusivo de los espectadores, asoma a los ojos del grupo, que comienza a ser ganado por el miedo. El traslado a un hotel de un pueblo vecino, en vez de traer calma, paraliza al grupo y lo sumerge en intrigas y especulaciones.

Sólo Fernando es quien ve al aparecido. Pesadillas y visiones espantosas son señales que inducen a pensar que él fue elegido, o por lo menos, que ha establecido una conexión especial con aquel espectro. Él no solo es el único que ve a este fantasma, venido desde la época de la conquista, sino que además es el único que ve a otros seres en actitud semejante. ¿Justifica esto que Fernando comience a escudriñar tan tosudamente en el asunto? Lo claro es que su empecinamiento comienza a levantar sospechas en el grupo, salvo en Camila, su ex, quien ocupael rol de final girl, personaje femenino, típico del subgénero slasher, caracterizado por una astucia u olfato destacado que le permite (o condena) a ser el último en caer en la trampa. Camila es la única que advierte que son vigilados y acechados por toda esa comunidad y quien mantiene la confianza en Fernando.
El contacto especial que establece Fernando con aquel extraño fenómeno lo hace receptor de la información que da cuenta de que la raíz del asunto anida en una leyenda local. Al parecer, la despiadada ocupación de esas tierras por un colonizador español llamado Alvarado dio por resultado su asesinato en manos de nativos del lugar. Hoy, una secta de inexplicable procedencia, constituida por toda esa comunidad, reclama vengar a ese diablo blanco que dio nacimiento al pueblo con más sangre, y liberar así el alma de aquel arcángel civilizatorio.

El problema principal de la película es que pareciera no terminar de animarse a zambullirse en el género. Como en todo salto tímido, el resultado es un punto intermedio que en ocasiones desorienta y en otras, frustra. El tono espontáneo y coloquial que profesa el film en sus diálogos, si bien aporta momentos risueños, en vez de enriquecer o complejizar la propuesta compite en su gravitación con el resto de los elementos de género de la película, licuando su efectividad o resaltando su artificialidad.
La puesta de cámara, a su vez, luce perezosa, corriéndole por detrás al tono pretendido. Algunos pasajes no logran la pregnancia necesaria debido a una puesta que mezquina el corte y el plano corto. Esa falencia en la construcción y recorrido del espacio hacen que el ambiente dependa de los efectos sonoros, los cuales, interviniendo en soledad, pasan más a anunciar que a transmitir. Otro de los aspectos que requeriría de mayor claridad es el de la leyenda ancestral que pone en movimiento los crímenes. Se presume que la idea es mostrar que la sangre indígena derramada hace más de quinientos años sigue latente, reclamando justicia. Pero el problema es que, a pesar de alguna mención pasajera sobre el actuar despiadado del colonizador, lo que presenta el film es un confuso emparentamiento de la violencia de la secta que ejecuta las masacres acutales, con la que ejercieron las tribus locales contra su opresor. En ambos casos, la captura de la víctima abre paso a una parsimoniosa ceremonia de ejecución, gobernada por el misticismo. En tiempos en los que irracionales linchamientos públicos se suceden a la par de una incesante persecusión a pueblos despojados de sus tierras, sería oportuno establecer una delimitación un tanto más clara de ambas experiencias.
Calificación: 5/10
El diablo blanco (Argentina/Brasil, 2019). Dirección: Ignacio Rogers. Guion: Ignacion Rogers, Paula Manzone y Santiago Fernández. Fotografía: Fernando Lockett. Música: Pablor Mondragón y Patrick de Jongh. Edición: César Custodio. Arte: Rocío Moure. Sonido: Miriam Biderman y Ricardo Reis. Elenco: Ezequiel Díaz, Violeta Urtizberea, Julián Tello, Martina Juncadella, William Prociuk, Ailín Salas, Nicola Siri y Teresita Terraf. Duración: 83 minutos.
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