PrintBuscando información para comenzar a escribir sobre El renacido, descubro que la de Iñárritu no es la primera versión de la historia de Hugh Glass. Ni siquiera lo es la novela que adapta, The Revenant: A Novel of Revenge, de Michael Punke (novelista estadounidense al que le prohibieron participar de la promoción de la película y de la reedición de su libro por estar al frente de la Organización Mundial del Comercio). En 1971, el mismo año en que lanzó Vanishing Point, Richard C. Sarafian estrenó la suya bajo el nombre de Man in the Wilderness (titulada en España como El hombre de una tierra salvaje, nunca estrenada en Argentina). Esta versión, que estalla con el arrobamiento propio del cine de la época y del género de aventuras que sin pruritos encara, se coloca en las antípodas estéticas y reflexivas de El renacido. No quisiera mencionar a Bergman, Tarkovsky o a Herzog, ni para demostrar la impericia del mexicano ni para señalar los planos que fueron calcados de sus películas; no es suficiente con imitar las formas para alcanzar el sentido de las mismas, por lo que carece de sentido analizarlas. Varios colegas ya se han encargado del engorroso asunto. En lo personal, me interesa acreditar las influencias que el director no reconoce y que, por esto, exponen sus groseras contradicciones.

Nombrar a Sarafian es imperioso ante la (mal)intencionada omisión que el mexicano hizo de él y su película en las entrevistas que ha dado hasta el momento. González Iñárritu le achaca al cine de género estadounidense un genocidio cultural, como si el universo publicitario del que viene no fuera mucho más funcional a esa degradación. O como si los géneros no hubieran producido películas profundamente críticas acerca de los distintos procesos políticos y sociales que provocaron el desasosegante mundo moderno. Niega por completo la influencia del western porque, dice, no se corresponde a su película por época, y aunque en un sentido temporal estricto esto es cierto, su fundamento ignora que el género galopa sobre un universo imaginario mítico que excede cualquier contexto histórico real. El maestro del polar francés, Jean-Pierre Melville, alguna vez expresó que “todas mis películas policiales son westerns trastocados de ambiente. Es difícil hacer algo que no se parezca a un western”. Con esta declaración, Melville, a quien ciertamente no podemos acusar de banalizar la violencia, ni de filmar películas de entretenimiento triviales, ni de haber producido relatos enmarcados en el Lejano Oeste del siglo XIX, reconoce en el tradicional género estadounidense la estructura clásica del héroe y su derrotero, además del característico despliegue visual que engrandece el arte cinematográfico.

Como cineasta, Iñárritu dice haber asumido la responsabilidad de no hacer de la violencia un entretenimiento, aunque se despacha con una escena inicial que, tal como lo señaló Esteban Valesi en su crítica, remite al desembarco de Rescatando al Soldado Ryan, de Steven Spielberg, uno de los artífices más importantes de la manipulación (visual y moral) hollywoodense. Contrariando su propio deseo, se habla más de este inicio y de la escena del oso que de las cavilaciones ontológicas del pesado guion. En resumen, lo que González Iñárritu filma es cine de género aburrido con aspiraciones autorales de corte europeo. Pero no alcanza con aspirar a destacarse del superfluo mainstream como autor trascendental si todo el entramado artístico de la obra atenta contra esa voluntad. Filmar en el epicentro de Hollywood, con estrellas de primerísima línea y teniendo a su disposición el andamiaje productivo necesario para incrustarse en la industria, es lo de menos; ante la insistente “mexicanidad al palo” que González Iñárritu despliega en las entrevistas, resulta curioso que haya elegido llevar al cine una historia que se asienta en el tradicionalismo estadounidense, cuya disposición no elude el sistema narrativo del cine de género, con el agregado de personajes que fuerzan, sin éxito, sentidos opuestos, poniendo como protagonista a un actor que muy lejos está de cualquier imaginario aborigen, y compartiendo la escritura del guion junto a Mark L. Smith, cuya carrera como guionista es escasa y fuertemente anclada en el género: Vacancy, Vacancy 2, The Hole y Martyrs (remake). De haber adaptado o producido un guion original sobre la invasión estadounidense a su país, ocurrida poco más de veinte años después de la expedición de Glass, con seguridad hubiera patentado sus principios latinoamericanistas con mejor resultado.

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Siguiendo esta línea, apodar “el negro” a Iñárritu para acercarlo a Emilio “el indio” Fernández es, como mínimo, una estupidez. No alcanza con apelar a esta artimaña para subsanar tantas otras mayores cuestiones que los separan, especialmente en lo referido a forjar una idiosincrasia cinematográfica propia. Sin ir más lejos, imaginemos a González Iñárritu en el papel del severo patriarca que Fernández interpretó para Sam Peckinpah en Tráiganme la cabeza de Alfredo García.  Sin tener que apelar a un hecho hipotético semejante, alcanza con ver a uno y otro en videos y entrevistas para reconocer diferencias significativas. Hijo de la lucha revolucionaria, de sangre mestiza dada por padre mexicano y madre kikapú, Fernández ha sabido patentar en su persona y en su cine la mexicanidad como tradición y carácter, que en el de González Iñárritu, hijo de la globalización publicitaria, no se ve particularmente fortalecida. Fernández aprendió de la potencia del cine como arma discursiva en Estados Unidos, pero asistiendo a proyecciones de Sergei Eisenstein y regresando a México con esas herramientas en su poder.

Para correrse de los márgenes del género, González Iñárritu apela a formas de espurio virtuosismo como maquillaje de un guion torpe con personajes insustanciales que son definidos mediante barata y redundante simbología ¿Con qué intención? Con la de decir algo más, parece. Por eso evoca la “literatura” de Punke para resaltar la seriedad de su empresa sin mencionar que El renacido se trata ni más ni menos que de la (mala) remake cinematográfica de una película estadounidense de género. La ambición desmedida del mexicano vuelve a jugarle en contra y desperdicia una materia prima potente al introducirle forzadamente elementos que, lejos de expandirla, limita sus horizontes a la lógica más básica de la narrativa clásica estadounidense que no habilita ambigüedades.

El habitual maniqueísmo del cine de González Iñárritu se encarna en el agregado del personaje de Hawk (Forrest Goodluck), hijo mestizo de Hugh Glass (Leonardo Di Caprio), que no aparece ni en la versión de Sarafian ni en la novela de Punke. La intromisión de este personaje y su trágico desenlace, que despierta y alimenta la sed de venganza de Glass –emparentada a la búsqueda de la hija del líder de la tribu Pawne-, debiera servir para profundizar la problemática indigenista, pero, por el contrario, fortalece la más simplista oposición entre el bien y el mal. La muerte del hijo de Glass a manos de Fitzgerald (Tom Hardy) –y para colmo frente a sus ojos, sin posibilidad de socorrerlo- es suficiente para cristalizar en uno y en otro la presencia y ausencia de valores éticos. Al escaso desarrollo de la relación entre Glass y su hijo dentro de la trama, que se reduce a flashbacks de bajo vuelo poético y a líneas de diálogo ridículas como “yo soy tu padre” que parecen sacadas de La guerra de las galaxias, se suma el parentesco inverosímil entre Di Caprio y Forrest Goodluck (Hawk, el hijo de Glass) a causa de una pésima decisión de casting. Es imposible conectar con la emoción del vínculo por lo que, entonces, perdemos la motivación central de la historia.

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Es difícil discernir hasta qué punto la grosera explicitud del discurso es involuntaria o intencional en pos de una audiencia “culturalmente lobotomizada”. ¿Cuántas veces hay que ver renacer a Hugh Glass para entender a qué refiere el título? Como si no alcanzara con verlo salir de la tumba, tenemos que verlo romper el refugio/útero que le construye un aborigen que lo salva de la muerte y después, para graficarlo más todavía, tenemos que verlo destripar a un caballo para dormir desnudo dentro y pujar a la mañana siguiente buscando salir del cuerpo congelado. Como si tampoco se entendiera el sentido de la historia, el regreso al estado arcaico del hombre en contacto igualitario con la naturaleza, en contraposición al salvajismo del mundo civilizado y del sistema de mercado, es señalado por un cartel sobre el cuello de aquel aborigen ahorcado que dice: “nous sommes tous savages” (todos somos salvajes). Parece no ser suficiente con ver a Di Caprio arrastrarse por la nieve, cazar para comer, convivir con aborígenes, babearse y otros pormenores durante dos horas y media para captar la idea.

Una de las estrategias publicitarias de la película ha sido la de enfatizar lo dificultoso del rodaje llevado a cabo en las hostiles tierras heladas de Canadá y Argentina, filmando con luz natural y enfrentándose a la cada vez más indómita -por contaminada- naturaleza. Todo para que el oso digitalizado y su escena se lleven los mejores comentarios. Como su intento por negar las fuentes genéricas y narrativamente clásicas del proyecto estaba destinado al fracaso, la búsqueda de una experiencia perceptiva cercana que se aleje de esos parámetros a través de la utilización del “ojo de pez” y de la visión panorámica resulta, más que realista, inconmoviblemente virtual.

Aquí pueden leer un texto de Esteban Valesi sobre la misma película.

Revenant: El renacido (The Revenant, Estados Unidos, 2015), de Alejandro González Iñárritu, c/ Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Forrest Goodluck, 156′.

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