Jean-Louis Comolli presenta No dejar de ver (si es posible). Llegué a la Sala Lugonesapenas con tiempo suficiente para sacar la entrada, y veo pasar por el hall central de planta baja a Jean-Louis Comolli, bajo y macizo, bastante distinto al flaco que aparece en las imágenes de archivo de No dejar de ver (si es posible) – 1963-1973: Diez años de Cahiers du Cinéma, pero lo veo sin sombrero, ese accesorio que los hombres hemos dejado en desuso por demasiado tiempo. Ni lerdo ni perezoso me acerco para saludarlo y después de intercambiar unas pocas palabras –es un tipo accesible, ameno y cordial- le pido que firme mi ejemplar de Filmar para ver en la página 65, justo donde empieza el ensayo “Elogio del cine-monstruo”, el más fabuloso texto que he leído acerca del espectador cinematográfico, escrito en ese lenguaje característico del ensayo francés en el que lo teórico es una excusa no demasiado velada para el despliegue de la poética, en este caso rotunda.
De yapa, conozco a Gerardo Yoel y Jorge La Ferla, este último coordinador de aquella compilación de ensayos publicada hace once años, videoartista, docente y escritor, que reconoció la edición de Simurg ni bien la saqué de la mochila. Luego nos separamos para asistir a la función coordinada por los tres, a los que se sumó Carmen Guarini en calidad de traductora. Gerardo Yoel fue el primero en hablar. Destacó la relevancia de estas actividades, que consisten en la proyección de varias películas de Jean-Luis Comolli inéditas en la Argentina, dos mediometrajes documentales incluidos a pedido del crítico y cineasta (Escenas de la caza del jabalí y Disneylandia, mi viejo país natal), el estreno internacional de su última película, A Fellini, romance de un espectador enamorado, una master class y un seminario gratuito de tres días a razón de tres horas por día.
Para darle la palabra a Comolli le preguntaron qué relación hay entre esta película, acerca de los diez años en los que formó parte activa y decisoria de Cahiers du Cinéma, y la que Edgardo Cozarinsky (Le cinéma des Cahiers) filmó sobre la revista. “Esta no es una película contra la de Cozarinsky, por quien siento mucho cariño; es una película imposible que, entre otras cosas, me cuestiona. Es bastante raro que los culpables sean también los jueces, y aquí somos los responsables del período 63-73 de la revista los que revisamos esa producción 50 años después. El grupo que participó era tan fuerte que muchos de los que están vivos continúan heridos por esta historia, sin sutura posible.”
Alrededor de la palabra ‘sutura’ acontecerá uno de los momentos más divertidos de No dejar de ver (si es posible), cuando Jacques Aumont ironice sobre los más de diez años dedicados por algunos de los intelectuales más famosos de Francia y EE.UU. al análisis del concepto y el término iniciado por Jean-Pierre Oudart en un texto que Pascal Bonitzer confiesa no haber entendido demasiado, comentario que introduce en la película un muy circunspecto sentido del humor parecido al de las comedias de los estudios Ealing en las que los envarados lores expresaban sus antagonismos y desprecios sin perder jamás la compostura, además de recordarnos los riesgos y la ridiculez de la importación acrítica de cultura.
Es allí donde la presencia de Sylvie Pierre como interlocutora se vuelve fundamental para la película porque disuelve eufemismos, confiesa esnobismos y señala tanto la pasión como la locura de la cultura cinéfila, y también la desconexión entre la reflexión abstracta sobre cine y la vida. “Siempre hubo grupos en el arte y la política –continúa Comolli- y los grupos se cierran sobre sí mismos (la autorreferencia de los grupos es una forma de ocuparse de muchas cosas), como cuando estuvimos más interesados en el revisionismo comunista que en luchar contra las dictaduras latinoamericanas. Los participantes de esos grupos quedan marcados de por vida. La locura o la intensidad del grupo duran para siempre. Hubo diferencias a la hora de hacerla, así como todos tenemos distintos recuerdos. Estoy en total desacuerdo con Jean Narboni –el otro protagonista de la película junto a Comolli, anfitriones de los interlocutores, más que entrevistados- pero decidimos no polemizar. Es una película renga. Me gusta un cine-rengo para defenderme.”
Fue entonces cuando Jorge La Ferla participó diciendo que Comolli es uno de los que más escribió sobre el lugar del cuerpo en el cine, y que en sus películas aparecía su voz hasta un momento –La última utopía: La televisión según Rossellini– en el que también se hizo corpóreo en el plano, cosa que aquí sucede, con la particularidad añadida de que esta vez se vale del blue screen o croma para sobreimprimir las espaldas de él y de Narboni mirando las imágenes filmadas hace 50 años de ellos mismos y de otros miembros de Cahiers sentados en una sala de cine y hablando entre sí mientras una cámara los recorre en un travelling horizontal. “De esa manera estuve adentro y afuera a la vez. Es difícil hablar de esto, y no por coquetería. Yo estoy entre el junco y el roble de la fábula de La Fontaine. Filméesos cuerpos reales que son, en realidad, fantasmas. A muchos de ellos los veo intelectualmente muertos.” “La película –añade La Ferla- permite ver la decadencia actual de Francia y de Cahiers.”
“La descripción es muy justa» -corrobora Comolli. Nosotros quisimos transformar la relación de la crítica con el cine. Los críticos eran funcionarios y la crítica era un objeto de consumo para una élite. Dejamos de ir a las privadas y a los festivales porque odiábamos a los críticos que iban a ellas. Rechazábamos las acreditaciones, nos decían ‘asquerosos izquierdistas’. Pusimos en cuestión el funcionamiento. La pregunta que me sigo haciendo es la de la relación entre política y estética, que es la pregunta de Brecht, de Benjamin, del siglo XX. El cine es el arte más político: filma la relación entre personajes (individuo) y sociedad (grupo), entre lo uno y lo común, y eso es lo que hay que poner en evidencia una y otra vez.
Por entonces nos convertimos en militantes cuando, además de escribir, mostramos los nuevos cines (italiano -Bellocchio, Bertolucci-, brasileño –Guerra, Rocha-, de Quebec, de los países del Este -Skolimowski), los marginales, los poco vistos. Transformamos el lugar del crítico, que ahora daba a conocer las películas no distribuidas. Un ejemplo extremo de ello fue cuando fuimos a Damasco (Siria) de gira con la Semanade Cahiers. Proyectamos Othon de Straub-Hillet y Z, de Costa-Gavras para mostrar las diferencias entre un cine revolucionario y otro de izquierda contenidista, con la intención de corregir este último. Nos abuchearon de lo lindo, claro (risas).
Habíamos desarrollado un pensamiento crítico alrededor de la ficción de izquierda que contenta a todo el mundo. El cine tiene que dividir, porque es el arte colectivo que reúne y al mismo tiempo le habla a cada uno en particular. Reunión y singularización. Tenemos que salir más singulares de lo que entramos a la función porque se supone que así nos acercamos a nuestro pensamiento propio y somos más autónomos. El consenso es problemático.” “¿Quién echo a Jacques Aumont de Cahiers?” –preguntó entonces La Ferla. “(Risas) La pregunta viene a cuento de un momento de la película en la que Aumont nos hace responsable de su despido, pero no fuimos nosotros, fue Daney. Aumont, justamente, es un historiador que se ha transformado en ‘mandarín’ de las universidades.”
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