Un cine consolador. Kaurismaki se reiría. «Un cine-consolador», repetiría entre dientes y gafas negras alguno de sus personajes, haciendo malabares para pronunciar el guión delante de una mujer rubia, que no podría ser otra que Kati Outinen, quien de inmediato le dará una bofetada para después besarlo. Consuelo de saberse siempre cerca del suelo. Gente pobre la de su cine. Gente con poca plata. Con ganas de amar, de emprender pequeños negocios, de soñar con dormir acompañado y comer algo caliente antes de irse a la cama. Sueño a colores, eso sí. Frase que tendría sentido si todavía existieran los televisores en blanco y negro. Colores de un circo escandinavo, proletario. Chaplin haciendo el número central. Aki Kaurismaki nos avisó, por si hacía falta, que su sentimentalismo no es abyecto porque es mudo. Y porque toda pena es sentimental. Y nadie puede negar que la pena existe. Como la narcolepsia. Como la Coca-Cola. Como la ex U.R.S.S. Que desde hace más de veinte años sólo existe en el cine, pero existe. Como el mundo perdido de una película de ciencia ficción, con sus extraterrestres buenos y malos, sus monstruos de un sólo ojo, sus muros y monoblocks tan irreales y táctiles como la utilería de una película de Bava, sus autómatas sombríos, sus falsos Renault 12.

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