En los dos sueños que se registran en El árbol de peras silvestres, la mirada del que sueña siempre está arriba del objeto soñado. El movimiento que implica acercarse a ese objeto es lento, al borde de lo imperceptible, como si la mirada estuviera en tensión entre el deseo de saber y el temor a lo que puede descubrir. Pero el sueño termina en el momento en que la distancia se revela justa: se ve lo necesario (el bebé rodeado de hormigas, el cuerpo colgando), lo suficiente. No se vuelve del sueño con el estrépito habitual de la pesadilla: el despertar es leve, suave, difuminando la frontera entre sueño y realidad por unos instantes. No se trata solo que ambos sueños sean una inversión (el hijo sueña la historia contada por el padre; el padre sueña el prólogo de la imagen que ha visto su hijo en el campo), sino de la construcción de un clima en el que, de nuevo, las fronteras se diluyen. Si esos sueños impactan porque la ausencia de cambios bruscos –formulación prototípica de lo onírico- y su brevedad los hacen absolutamente vívidos, de la misma manera, la realidad adquiere por momentos visos de ensoñación.

La secuencia en la que Sinan (Dogu Demirkol) habla con Hátice (Hazar Ergoclu) termina con un beso enmarcado en una ventisca repentina que arrastra las hojas del bosque y que, a diferencia del sueño, termina abruptamente con un detalle de violencia inesperada. Pero también el abrupto corte que lleva del diálogo con la madre (Bennu Yildirimlar) a ese espacio nevado surcado por soldados de aspecto fantasmagórico (blanco sobre blanco en un territorio vacío y silencioso) tiene también ese carácter de ensoñación, de irrealidad. Hay algo en el espacio de Can, la ciudad en la que viven, que replica ese funcionamiento, en apariencia autonómico, pero cuyos lazos aparecen expuestos en la mirada de Sinan: la tensión entre el lugar y su existencia corroída por el contraste con otras ciudades y el deseo de su desaparición (“Si fuera dictador lanzaría una bomba atómica sobre este puto lugar”, dice) no es más que la tensión entre la tradición y la modernidad que unos y otros no pueden resolver. Es la casa familiar la exposición más compleja de esa falta de resolución. Al cruce entre el confort que brindan los objetos y las dificultades económicas para sostener el consumo le genera un retorno al pasado significado en el silencio, en la no funcionalidad de la tecnología y la reconfiguración del espacio lumínico a partir del corte de la electricidad. No deja de ser poderosa por lo habitual, por lo reconocible, esa puesta en tensión entre lo moderno y lo tradicional en el televisor: la tecnología puesta al servicio de la reproducción y el seguimiento por parte de las dos mujeres de la casa, de una telenovela tradicional.

Esa tensión replicada en la formulación de las dos caras de cada personaje, aparece una y otra vez. Hátice se ve como una joven moderna, que parece romper con la tradición local, pero que termina subsumida a la constitución de un casamiento arreglado. Idris, el padre de Sinan (Murat Cemcir) se dibuja y se desdibuja entre su lugar como maestro y su adicción a las apuestas, entre la quimera del agua y la seca realidad. Sinan mismo se mueve entre el rechazo a una tradición encarnada en el escritor, en el imán del pueblo, en su padre y el fracaso de sus proyectos (la nula venta de su libro, la posibilidad de trabajar solo como maestro, la recurrencia a la milicia). Pero en Sinan, eje del relato, esas características funcionan como un choque frontal, como una provocación juvenil que se resuelve en sí misma. La larga conversación con el escritor famoso y con los dos imanes importan menos por las definiciones temáticas que pueden darse sobre la literatura o la fe, que como una puesta en pantalla de un ejercicio provocador, generador de discusiones en las que las chispas amenazan con incendiarlo todo. Ese periplo de Sinan, signado por el examen reprobado para ser maestro y por la edición de su libro, es el de un intento de afirmación personal en el que el otro resulta prescindente, salvo como oponente. El egoísmo y egocentrismo del personaje hacen que lo único que importa es ese libro de relatos que escribió y que quiere editar incluso a costa de aumentar las deudas acumuladas por su padre.

Si la transformación física de Sinan ya era palpable entre el que llega al pueblo tras su graduación y el que discute y reprocha a su padre, tras la elipsis instalada por su tiempo de servicio militar se vuelve más ostensible. No se trata solamente de esa armonía quieta de una casa familiar de la que su padre ha huído para seguir el camino ermitaño de su propio progenitor. Todo aquello que Sinan construyó en el pasado termina de diluirse cuando ante sus ojos aparecen los paquetes cerrados, intactos y húmedos de su libro, del que tampoco la librería ha conseguido vender ningún ejemplar (y mientras tanto, el escritor famoso sigue estando en el centro de los escaparates). Toda pretensión de ruptura queda virtualmente destrozada cuando constata que el único lector de ese libro es su padre, estableciendo un hilo de continuidad que Sinan comprende al emprender su última acción en la película.

Es en ese punto que la tensión inicial entre tradición y modernidad revela un trasfondo más complejo y que conduce hacia la rama masculina de la familia. Mientras las mujeres parecen sometidas a un rol tradicional establecido por una sociedad patriarcal y del que no hacen demasiados esfuerzos por escapar (lo cual se ve no solo en Hátice, sino también en la madre de Sinan, que no puede resolver el cruce entre pasado y presente de su esposo), los hombres son la representación más cercana de ese peral silvestre al que alude el título. Crecen en soledad, en medio del desierto, y su característica es la deformidad. Sobre todo ello, son inadaptados. Rechazan el eje de imposiciones que les establece la construcción social en la que se mueven. Se alejan, entonces, de ese centro para crear el propio sin disputas posibles, más que de otros inadaptados (de allí que los conflictos más fuertes se establecen en la línea vertical de la rama masculina de la familia). Pero unos y otros mantienen el lazo secreto e indisoluble de su carácter único: distante pero con una raíz similar. Lo que El árbol de peras silvestres narra es el devenir de Sinan hacia ese espacio no físico, en el cual comenzar a echar sus raíces. Por eso, durante la mayor parte de las más de tres horas, el personaje está yendo y viniendo, caminando, moviéndose a diferentes lugares que proveen el roce y el conflicto. Sinan busca su lugar caminando, discutiendo, provocando la reacción del otro, incluso hasta llegar a la pelea.

El gesto del final no es más que el descubrimiento de un lugar donde poder comenzar a echar sus raíces, a partir de la recuperación del gesto abandonado por el padre. Él también, como el resto de los hombres de la familia, al descender a ese pozo en busca de agua, comienza a convertirse en otro peral silvestre.

Calificación: 8/10

El árbol de peras silvestres (Ahlat Agaci, Turquís/Macedonia/Bosnia Herzegovina/Bulgaria, 2018). Dirección: Nuri Bilge Ceylan. Guion: Nuri Bilge Ceylan, Akin Asku, Ebru Ceylan. Fotografía: Gökhan Tiryak. Edición: Nuri Bilge Ceylan. Elenco: Dogu Demirkol, Murat Cemcir, Hazar Ergoclu, Bennu Yildirimlar, Serkar Keskin. Duración: 188 minutos.

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