Hace más de veinte años vi por única vez Prontuario de un argentino, de Andrés Bufali. Sé que fue editada en VHS así que tendría que preguntarle si la tiene a Cristian Sema (Raro VHS), exhaustivo coleccionista del soporte especializado en cine nacional entre otras áreas. No me acuerdo casi nada de su argumento, salvo que el protagonista era un obrero o un desempleado, y que su odisea consistía en llegar a fin de mes y parar la olla para su mujer y, acaso, algún hijo. Recuerdo la gastada ropa de trabajo azul, muebles de los primeros ochenta venidos a menos por la pobreza (digna, con todo lo terrible que implica esta aclaración), la precariedad de los medios de producción, y la voluntad ásperamente naturalista. Creo que ese personaje estaba encarnado por un actor no profesional o por Miguel Ángel Solá, quien debió hacer lo imposible para no parecerlo. También creo que tenía bigote. La impresión que me causó fue profunda.
Como en buena parte de las películas de posdictadura previas al nuevo cine argentino, la humillación se hacía evidente y volvía irrespirables las atmósferas de buena parte de esas ficciones. Las que daban salida a la opresión del abuso explotando el goce morboso del espectador, en cambio, te instalaban en el viscoso terreno de la vergüenza. Las relaciones de explotación de Prontuario de un argentino no eran, al menos hasta donde recuerdo, las directamente físicas de otras películas de la década que mostraban el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de cuerpos por parte del último gobierno de facto, si no las socio económicas que condicionaban el día a día cotidiano de un trabajador y de una familia tipo. La falta de estridencias, dislocaciones narrativas y audacias u ornamentos audiovisuales, hacían que todo fuera aun más difícil de digerir. De martes a martes es formalmente distinta, entre otras cosas por el tiempo que ha pasado entre aquella y esta, pero experimenté una poderosa incomodidad familiar viéndola, vinculada a las mismas relaciones de explotación capitalistas.
El protagonista es tan común (un fisicoculturista que hace trabajos como patovica, anhela instalar un gimnasio propio, vive con su mujer y una nena, y le cuesta llegar a fin de mes), en cierta forma tan anónimo como el de Prontuario de un argentino, aunque este, si mal no recuerdo, ni siquiera había rozado el mundo del delito así como los códigos de representación de la película tampoco rozaban los del género policial, como sí lo hace De martes a martes cuando llega el fin de semana. También la sexualidad tiene aquí una presencia que faltaba en aquella, en ambos casos producto de muy específicas relaciones sociales y económicas. Por un lado, la vida sexual ausente de la rutina matrimonial por resignación, ignorancia o cansancio; por el otro, el abuso. En uno y otro polo, el dinero como gran regulador de los vínculos (lo que la vuelve pariente política de Francia, de Adrián Caetano), filmado más de una vez en primer plano junto a boletas de impuestos, en la mano o en un sobre, recorte de un mundo despiadado que en Bresson fue cifra de lo sagrado.
Eso aquí no pasa, claro, y de allí el valor materialista de esta película consecuente consigo misma, grosera de un modo que nada tiene que ver con el insulto, sino con su decisión –presumo que también obedece a una convicción mucho más que estética- de hacerle ocupar al espectador el peor lugar posible, el más pesado, el más grueso, sino el más grosso, directamente proporcional al volumen del cuerpo y del silencio del protagonista: el del culpable por omisión y ni siquiera debido a cobardía, sino a cálculo, encima coronado con el éxito, en buena medida generoso. Muchas son las facetas de la escena que parte en dos la película premeditada pero no desatinadamente. Analizarlas implicaría describirla con pelos y señales, cosa que no quiero hacer ahora, pero sí agregar que tal análisis no debería soslayar la relación implícita entre las decisiones tomadas por el protagonista y la cercanía de la cámara a un culo, una boca en la oreja o una lágrima en la mejilla, vale decir la relación entre el encuadre elegido para filmar partes del cuerpo en momentos dramáticos fundamentales y el modo en que esa relación expresa la de la puesta en escena con el discurso de género y el político económico, y el de ambos entre sí.
Al final de la película aparecen una o dos placas en las que se nos informa acerca de la cantidad de delitos sexuales contra la mujer que se cometen en nuestro país, el bajo número de denuncias, y los organismos a los que acudir. Lo más interesante y perturbador del caso es el hiato que hay entre la ficción y esas placas, que vienen a compensar la ausencia de consideración que los personajes manifiestan hacia la mujer y su deseo, y que la puesta en escena atiende a posteriori, hasta cierto punto con la misma torpeza con la que lo hace el protagonista en la escena de la recompensa anónima rubricada por la letra torpe, insegura y rígida de alguien a quien le cuesta toda clase de comunicación verbal -oral o escrita- e incluso física que no exceda la de él mismo con su propio cuerpo, y por el plano ostensible de la lágrima que, sumado a la elipsis posterior y la sumaria resolución policial del conflicto, parece más destinada a redimir la conducta del protagonista que reparar (tanto en el sentido de atender como de arreglar) el mal causado al personaje femenino. La presencia de esa placa, entonces, como la letra de la ley, parece estar ahí para hacer presente lo que estuvo ausente antes, en la realidad de la ficción, o lo que está ausente afuera de esa representación naturalista de lo real construida por Triviño en la que el abuso sigue siendo menos una excepción que la regla de un funcionamiento social regido por el ‘sálvese quien pueda’.
Foto de la carátula de la edición en VHS de Prontuario de un argentino: Raro VHS.
De martes a martes (Argentina, 2013), de Gustavo Triviño, c/ Pablo Pinto, Daniel Valenzuela, Malena Sánchez, Alejandro Awada, 97’.
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