Curvas de la vida no es sólo una película con Clint Eastwood, sino una película de Clint Eastwood. Y no sólo porque la produce y, sobre todo, protagoniza, sino también porque no se nota que él no la dirige. Estoy seguro de que si la hubiera firmado, muchos de los críticos que la están descalificando la elogiarían. La verdad es que no se nota la diferencia entre otras películas dirigidas por él que lo tienen como protagonista y esta. La mayoría de ellas giran alrededor de la figura de un hombre viejo que transmite su legado pese a la resistencia al compromiso sentimental con quienes más lo quieren, hay mayoría de planos fijos, los encuadres son cuidados y precisos, la lógica del plano-contraplano domina, pero no molesta porque los personajes están bien delineados y queremos a los actores que los encarnan, y la historia pone en escena una serie de valores y tópicos que por imposición o consenso llamamos universales. Como el marco es el del presente ideológico del sentido común y no el de la Historia fáctica, aceptamos creer en ellos y nos rendimos a la sobriedad con que han sido dispuestos. Y la emoción que generan es mucha, desbordante, si estamos dispuestos a suspender la incredulidad y gustamos de la representación clásica.

Porque esta película lo es, lo que significa que está fuera de época. Como buena parte de las mejores películas estadounidenses de los 30 y los 40, es un cuento de hadas para adultos. Construye un final feliz que funciona como reparación consciente de los dolores y las desigualdades de la vida, pero no las oculta por completo ni induce al olvido, sino que se propone paliarlas apenas un rato. Su tiempo es el tiempo de los ríos, vale decir el de la percepción dura de la vida como cosa que pasa, pero no bajo el prisma de la angustia o la resignación, y tenuemente desligada del contexto social que le sirve apenas de marco. La templanza es la virtud ideal que sobrevuela a esta clase de narraciones. La espectacularidad no sólo le es ajena, sino molesta, cuando no insultante. No porque a los personajes nada les suceda o nada decidan, sino porque la puesta en escena deposita su confianza en el hecho narrativo antes que en la retórica, lo que se traduce en una sucesión continua, pero no exaltada, de actos y decisiones que hacen avanzar el relato sin supeditarlo a los avatares inciertos de la percepción individual. Como en los mejores productos de la maquinaria narrativa estadounidense, siempre está más o menos claro para todo el mundo qué es lo que pasa, y el placer viene de ver de qué manera los personajes reaccionan a ello.

En Touchez pas au Grisbi (Jacques Becker, 1954) hay un hermoso primer plano de Jean Gabin gruñendo, que es lo que Eastwood se dedica a hacer desde hace algunos años. El tipo de personajes que encarnaron uno y otro a medida que fueron envejeciendo es el del hombre que desconfía de las palabras porque sabe que son equívocas o porque su condición social nunca le permitió manejarlas con soltura. De modo que son hombres en estado bruto, en su doble acepción de verdaderos y de toscos, siempre luchando por ser eso que son con las pocas armas que les dieron para serlo, oscilantes entre la fortaleza y la fragilidad, renuentes a dejar de ser de una sola pieza. En cada uno de estos personajes cada vez más anacrónicos se encarnan cosas como el patriarcado y la virilidad, que son conceptos culturales y cambiantes, pero también otros como Dios y el yo, de raigambre ontológica. La clave del cine de Eastwood gira alrededor del tópico de la hombría, y es fabuloso notar cómo el cine de un macho conservador como él se plantea las mismas preguntas que se hacía el de un bisexual progresista como Nicholas Ray. Por eso la representación de la homosexualidad en sus películas fue siendo cada vez menos estereotipada, dentro de los claros, sino encorsetados, límites de la representación conservadora en el que Eastwood inscribe su cine.

Hasta cierto punto, la puesta en escena del trauma es lo más disruptivo de Curvas de la vida, por poco tiempo que ocupe en pantalla y por concisa y nada morbosa que sea la forma de expresarlo, pero es también lo que la hace reveladora de las pautas culturales detrás de una forma de filmar como la puritana de Eastwood. Es también lo que le permite a la película ser el cuento de hadas hecho y derecho al que nos referíamos antes. Ese trauma que repercute como un mal recuerdo es también lo que permite incluir en la prolijidad estructural de la película el desvío, lo oscuro, lo sucio, lo perverso como componente ineludible de la condición humana y del funcionamiento social, al que nada se gana con negar por más energía que se destine a disimularlo, menos por conveniencia cómplice que por creencia en la inconveniencia ética de hacerlo o simplemente por miedo. De allí que esta sea una película de Eastwood en la que se contemple la terapéutica psicoanalítica sin que melle el aura mítica del relato ni el orgullo viril de los personajes. Y en la que un morocho hispano humille involuntariamente, y con nada más que su eficacia en lo que hace, al proyecto blanco de héroe deportivo, claro que por la mediación de una heroína que gracias a ese simbólico acto vuelve al redil paterno. Y en la que un baile de montañeses similares a los que asustaban citadinos en Deliverance (John Boorman, 1972) sea un eslabón fundamental en la relación de una pareja, y uno de los momentos más placenteros de la película.

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