No hay ubicación más frustrante que la de ser el segundo. La distancia con la victoria resulta tan fatídicamente breve, que ensombrece cualquier logro intermedio obtenido. Por algo Sergio Goycochea aún sueña con el penal que no le detuvo a Brehme en la final de Italia 90, y no con los cuatro atajados anteriormente que le confirieron gloria eterna. Por algo a Reutemann lo recordamos, con desdén, como “el eterno segundo” (cualidad que, por desgracia para los santafesinos, revirtió en su carrera política). Quien escribe estas palabras, todavía retiene el apellido de aquel condenado nadador del club Juventud de Bernal que, hace 25 años, le birló durante todo un año el primer puesto: Pagani. El maldito Pagani.

Yendo a un ámbito menos trivial, en la política y la administración pública ser el segundo adopta, en algunos casos, un cariz más ingrato aún: ser “el vice”. Sin importar vice de qué ni dónde, la razón de ser de ese cargo siempre está teñida de una incógnita, y sus prerrogativas terminan por definirse más por una coyuntural correlación de fuerzas, que por la jurisprudencia vigente. El cargo de vicepresidente de la nación no es ajeno a esta lógica. Para confirmarlo, podemos citar al demócrata John Garner, vicepresidente de Franklin D. Roosevelt desde 1933 a 1941, quien haciendo gala de su estirpe tejana, dijo “la vicepresidencia no vale ni un cubo lleno de escupitajos calientes”. Menos repugnante, pero igual de categórico fue Daniel Martínez, intendente de Montevideo y precandidato a presidente del Uruguay por el Frente Amplio, quien días atrás aseguró preferir ser portero de un cine que vicepresidente. La última película del director Adam McKay, tan afín a los antihéroes y personajes grises, trata precisamente sobre uno de los vicepresidentes norteamericanos más peculiares de los últimos años: Dick Cheney. Alguien lo suficientemente mediocre para aceptar lo que él mismo llama un “cargo simbólico”, pero a su vez suficientemente ambicioso para, desde ahí, mover las piezas y acumular un poder que pocos compañeros de fórmula detentaron. Vice (nombre original del film, que inglés significa a su vez “vicio”) no es más que un juego de palabras que vincula esos dos aspectos de este peculiar personaje.

El vicio abre la película. Apuestas con dados, mucho alcohol y un auto que zigzaguea por las rutas del Wyoming de 1963 hasta toparse con la policía. Ese era el cotidiano del Cheney (Christian Bale) joven. Expulsado de la Universidad de Yale, pasaba las noches gastando en alcohol lo que ganaba de día en un empleo tan riesgoso como mal pago: liniero electricista. Hasta que su novia Lynne (excelente Amy Adams) le puso los puntos: “¿Podés cambiar o estoy perdiendo el tiempo?”. “No volveré a decepcionarte, nunca más, Lynne”, prometió Dick. A partir de ahí, veremos cómo se materializó esa promesa. Sus comienzos como becario en el Congreso de la Nación y el rápido ascenso profesional dentro del Partido Republicano, primero como delfín de Donald Rumsfeld (Steve Carell, fastidioso y corrosivo como de costumbre), y más adelante ya por mérito propio, cosechando lo sembrado por sus habilidades como “servidor dedicado y humilde del poder”, como dice el narrador.

Digamos, a propósito de la narración en off (narrador intradiegético cuyo vínculo con la historia se develará avanzada la película y es de lo más ingenioso), que uno de los aspectos que vinculan a El vicepresidente… con la anterior película de McKay, La gran apuesta, es su afán pedagógico. Ambos films refieren a circunstancias y personajes reales. Podemos especificar más y decir que las dos películas, muy diferentes a las comedias anteriores, intentan echar luz sobre momentos particularmente críticos de la historia reciente,siguiendo el periplo de personajes de segunda línea, desconocidos para la mayoría, y cuya peculiaridad consiste en ver (y sacar rédito de) aquello que para el resto asoma caótico y confuso. En los dos casos, el centro de atención de McKay está compartido entre una crónica de los acontecimientos, explicados al detalle mediante recursos que van desde el uso de material de archivo, la representación histórica y la parodia (que recuerda los documentales de Michel Moore), con momentos en los que la película se deja llevar por la seductora impronta de sus protagonistas. La apuesta de McKay es riesgosa: algo así como pretender explicar el truco, sin perder la sorpresa y la fascinación hacia el mago. De La gran apuesta sale airoso: quizás porque la coralidad impide que nos comprometamos demasiado con personajes con los que mantiene una prudente distancia. Pero en el caso de El vicepresidente… , la propuesta se desbalancea.

El momento en el que McKay incorpora su humor disruptivo, resulta tardío. La película da en el clavo cuando se define por la sátira y exhibe con escepticismo el ascenso de un hombre gris gracias a un mundo alienado. Pero, para entonces, ya estábamos metidos hasta la cintura en los avatares personales de Dick, demasiado próximos a él y pendientes de si se sale o no con la suya. Dentro de la película, alternan dos relatos que pugnan por imponerse: uno que nos zambulle en las entrañas del poder y nos invita a dejarnos llevar por el carisma de un líder inescrupuloso cuyo talento consiste en ser consciente de sus propias limitaciones, y otro que prende las luces generales, rompe el clima y deja a la vista cuán burdas son las maniobras con las que nuestro protagonista y su claque buscan perpetuarse en el poder y cómo ello impacta en nuestras vidas. El hecho de que Dick Cheney pueda ser un personaje tan oscuro como absurdo, no reconcilia esa bifurcación del relato. El resultado: una biopic de tono indefinido, en la que la distancia irresuelta con su protagonista revela el desconcierto que el personaje aún le genera al director. Como denuncia política, la película es por demás simplificadora. McKay ilustra las motivaciones e implicancias de las intervenciones militares de Estados Unidos en el mundo con brocha gorda y apuntándole al medio a la indignación progresista. Como sátira del poder político, en cambio, McKay demuestra su capacidad y genio creativo, conjugando infinidad de recursos plenos de humor disparatado. Acá sí asoma el riesgo del director y su disposición para caminar por los bordes.

Es particularmente interesante la escena en la que McKay presenta el paso al ataque del Vice. Son las 9:38 am del 11 de septiembre de 2001. Las Torres Gemelas acaban de ser impactadas por segunda vez. Dick Cheney ingresa al Centro de Operaciones de Emergencia Presidencial. Visiblemente preocupado, pero decidido, se pone al mando de la situación. La Consejera de Seguridad Nacional, Condolezza Rice, le pasa un llamado: “Señor Vicepresidente, POTUS en línea 1”. POTUS es la sigla de President Of The United States. El diálogo entre George W. Bush y su vice es breve. Acto seguido, sin aguardar el visto bueno de POTUS, Cheney autoriza al Secretario de Defensa Donald Rumsfeld a derribar cualquier avión que se considere una amenaza. Es el comienzo de una escalada de invasiones y bombardeos aquí y allá en nombre de la defensa de la democracia. Basta recordar la inacción de Bush al enterarse del ataque a las torres durante la visita a un jardín de infantes en Florida, expuesta por Michel Moore en su documental Farenheit 9/11, para confirmar la justeza de la sigla presidencial. Sirva entonces, esta película, como advertencia sobre la necesidad de aguzar nuestra mirada de los acontecimientos actuales y superar a los referentes y organizaciones sindicales y políticos que, inertes cual potus, permiten el surgimiento de estos monos con navaja de la nueva era.

Aquí puede leerse otra crítica sobre la misma película.

El vicepresidente: Más allá del poder (Estados Unidos, 2018). Guión y dirección: Adam McKay. Fotografía: Greig Fraser. Música: Nicholas Britell. Edición: Hank Corwin. Elenco: Christian Bale, Amy Adams, Steve Carell, Sam Rockwell, Alison Pill y Jesse Plemons. Duración: 132 minutos.

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