Una duda corroe el alma del american hero, un simple cowboy un tanto pasado de peso, un tanto perdido. El héroe de Eastwood, ese hombre que no sabe muy bien lo que hace y que no sabe qué quiere hacer, ese hombre sin rumbo que solo encuentra rumbo en la disciplina, el estadounidense más letal de la historia, ese bloque de carne y barba, ese nuevo mito que se intenta construir alrededor del hombre, sabe que todo lo que separa la Leyenda del cadáver temeroso es una simple carta. Una carta que lee la madre de su amigo en el funeral en el que el cowboy ni siquiera se sacude cuando los soldados despiden al hombre caído en Irak con disparos. En Estados Unidos, con pasto verde y vestidos y gente que sí se asusta con los disparos, entre la vida que supuestamente se preocupa tanto por proteger, Chris Kyle sabe que no fue un disparo lo que mató a su amigo: fue una carta. Se lo dice a su esposa. Lo dice con gran naturalidad, una de las pocas veces que logra articular con algunas (pocas) palabras las (pocas) cosas que sabe. Su amigo tenía dudas. Había empezado a dudar sobre la validez de esa guerra, sobre su misión, sobre de qué lado se encuentra el mal en este enfrentamiento que parecía tan claro, tan simple. Su amigo intentó hablar con él sobre sus dudas, Kyle no quiso escucharlo. Las dudas viajaron en una carta de vuelta a la madre patria y llegaron allá justo para servir como despedida del cadáver de otro soldado muerto. Chris Kyle es una mole que avanza, que sigue para adelante porque tiene una misión (esa convicción tan simple, tan organizadora, tan fundamental), pero sabe también que no puede frenar, que no tiene que pensar, que no se puede permitir dudar de nada porque la duda lleva a la muerte. Como le pasó a su amigo. La duda conduce a la nada.
Quien sabe eso (como lo sabe este personaje, no solo porque lo dice sino por lo que hace, por cómo se comporta, por cómo se mueve por el espacio y cómo mira) no tiene convicción. La voluntad de empujarse a uno mismo a seguir avanzando y no permitirse dudar no es señal de verdadera vocación sino, apenas, de desesperación mal disimulada. Una carta puede hacer que todo se sacuda. Un papel en el viento. No es mucho lo que se necesita para tirar abajo toda la estructura que sostiene esta guerra, que sostiene estas vidas, que le da sentido a tantas cosas. Algo tan frágil no puede ser nunca una buena base. Chris Kyle lo sabe, lo dice, es más que evidente. Algo suena a hueco en la estatua.
Clint Eastwood, ese viejo que a estas alturas puede tocar casi cualquier cosa y convertirlo en, por lo menos, una gran película, también lo sabe. Su cine está hecho de convicciones más bien escasas. Sus personajes son hombres que avanzan pero que saben que la duda los persigue, que tratan de avanzar junto con ella. El héroe de Eastwood, como todo héroe clásico, es hombre de pocas palabras. Pero eso no quiere decir que no reflexione, que no sepa lo que parece negar, que no conozca de antemano el resultado de la pelea.
Ese héroe que parece tambalear y mostrarse cada vez más frágil cuanto más se convierte en Leyenda entronca también con una tradición y un contexto más amplio. De forma explícita, este héroe de guerra era antes un cowboy: ícono de otras épocas devenido ícono presente. Ser un cowboy hoy ya no es ser John Wayne, el cowboy Chris Kyle se parece bastante a un redneck, a un treintañero gordo, sin rumbo, violento, sin mucho que hacer con su vida más que tomar cerveza y ponerse de novio con la chica fácil del pueblo. La formación de un nuevo ícono (el entrenamiento del guerrero moderno) es lo que vuelve a darle dirección a su vida. Pero esa dirección entronca directamente con la educación que le dio su padre: la educación de un líder que protege a los buenos, pero también la educación que se sugiere con un cinturón. A punto de estallar, de vuelta en su casa durante un asado en familia, Kyle repite el gesto del cinturón cuando está a punto de golpear al perro que juega con su hijo sobre el pasto verde.
Al final, ya el corazón de Kyle no soporta, los años acumulados resultan demasiados, la adicción a la guerra da paso a la resaca y el gran héroe queda hecho una piltrafa en la tierra de sus sueños. Su estado no es el resultado (como dice él mismo) de “no poder estar ahora ayudando a los demás soldados”, no es la consecuencia de un hombre que se ha enfrentado a la barbarie sin ley ni lógica de “los otros” (como parecen entender algunos), es la consecuencia de sus propios actos y de la violencia a la que se vio expuesto. Kyle le dice a su psicólogo (figura externa al mundo de los militares) que no se siente mal por todas las cosas que hizo, que hizo lo que tenía que hacer, pero él sabe (y nosotros sabemos que sabe) que una convicción muy delgada lo separa de aquella duda ante la que no hay que ceder: del otro lado del permitirse dudar se encuentra la desesperación, esa que mató a su amigo. Kyle no duda porque sabe que si se permite dudar, todo se viene abajo. Eso más que una convicción es una excusa.
Aquí pueden leer un texto de Nuria Silva y otro de Hernán Gómez sobre la misma película.
Francotirador (American Sniper, EE.UU., 2014), de Clint Eastwood, c/ Bradley Cooper, Sienna Miller, Kyle Gallner, Reynaldo Gallegos, 132’.
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Muy buena critica