290130-computer-chess-computer-chess-poster-art¿Qué es Computer Chesssi no una película de otro planeta? También la podemos pensar como una película de ciencia ficción, por más que cuando a uno le hablan del género tiende a pensar en mundos situados en el futuro en vez de en el pasado, como en este caso, y extraterrestres que aquí no hay aunque muchos de los personajes puedan parecerlo. Tampoco sería una película de época si pensamos a la categoría rígidamente abrazada a un tiempo histórico más bien lejano, del siglo XIX para atrás, porque transcurre entre 1982 y 1983, lo que en este contexto equivale a decir antes 1984, única fecha de resonancias orwelianas que se pronuncia en la película y representa un límite. Como en la ciencia ficción, la tecnología es protagonista temática y formal, en este caso a través de un torneo de ajedrez informático disputado por programadores de computadoras con sus máquinas, pero si en el mainstream el género ha sido campo de pruebas de los avances técnicos que vienen redundando en una progresiva desmaterialización de la imagen, abreviación del plano e híper estimulación sensorial del espectador, aquí sucede todo lo contrario pero sin evidencias de regresión fetichista acusada.

El grisáceo y poco contrastado blanco y negro similar al de viejas transmisiones televisivas puede hacernos creer al comienzo que estamos ante un documental con imágenes de archivo; más temprano que tarde esa creencia deliciosamente graduada deja paso a la certeza de una ficción nada prepotente, sofisticada, amorosa y original como pocas, en la que cierto sentido del absurdo y la diversión formal de la puesta en escena abren el juego incluso a leves pero insidiosas interpretaciones metafísicas sin apartarse jamás del interés por los personajes ni ensayar alegorías solemnes. Computer Chess no deja nunca de ser una comedia en su sentido más clásico, pero atravesada por una serie de sutiles experimentos formales más dignos de la poesía vanguardista que de la narración cinematográfica convencional en la que parece envainarse para entrar y salir una y otra vez de ella sin violentar irremediablemente la percepción de homogeneidad narrativa, no obstante agujereada, tapizada de fisuras pero nunca quebrada del todo.

Está permitido y promovido fugarse del universo en el que viven los personajes, pero no de la película, que alberga su propio mundo paralelo, una dimensión material alternativa y simultánea a la de la ilusión producida por la anécdota que bien puede fallar si no se entra en el código ligeramente extravagante pero perfectamente verosímil de cualquier comunidad especializada. El interés mayor, sin embargo, no depende de nuestra capacidad de integración a ese grupo con códigos particulares de interacción, sino de percibir los primorosos procedimientos con los que se construye el relato, desde la inserción de leyendas computarizadas en pantalla a las distintas elecciones de planos, pasando por travellings laterales deslucidos por falsas torpezas que los hacen aún más bellos, la irrupción sorprendente y fugaz del color, un par de pantallas divididas, interferencias varias y hasta un iris que bien pudo haber sido filmado con una cámara web y, pese a la humorística lógica de su inserción justo antes de una instantánea ecografía, no excluye sugerencias perturbadoras a pesar de su connotación paródica.

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Nada de esto distrae de los personajes, galería que incluye a prehistóricos geeks ya  vinculados estrechamente con los poderes institucionales a pesar de su inofensiva apariencia de inadaptados endebles y desgarbados, u otros radicalmente independientes, solitarios y románticos, que coinciden en un hotel con una convención de parejas reunidas alrededor de un gurú negro para expandir sus percepciones a través de aparatosos ejercicios físicos, contratara si no complemento del colectivo intelectual protagonista. Andrew Bujalski(Funny Ha Ha) no se ha encerrado en el coto del mumblecore costumbrista, y aquí le da a ese balbuceo generacional una dimensión mucho mayor, histórica y hasta ontológica, nada grave pero incisiva. Su fugaz cameo, saliendo de plano cuando finge notar que el camarógrafo institucional del evento lo está filmando, me recordó a las numerosas figuras –o comparsas- anecdóticas de las películas de Fellini que hacían lo mismo para darle un aire de falsa inocencia al conjunto, de juego aparentemente ingenuo en el que todo es posible y en el que todo(s) cabe(n). La mirada y la sonrisa del protagonista de Mutual Appreciation, promesa de travesura siempre latente, son por extensión las de su puesta en escena pícara por no decir picaresca, preñada de posibilidades y sorpresas que por muy desapercibidas que pasen son tan autosuficientes como las del juego infantil, e inmensas como la combinatoria del ajedrez. La melancolía discreta que sugiere provendría, en todo caso, de sospechar que un día la diversión ha de acabarse contra nuestra voluntad de seguir jugando.

Computer Chess (EUA, 2013), de Andrew Bujalski, c/ Kriss Schludermann, Tom Fletcher, Wiley Wiggins, 92’.

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