En el desierto el mundo se descompone. Nada crece, nada funciona, o, mejor dicho, todo tiende a estancarse, a detenerse. Hay un peaje por el que ya casi no pasan autos, y los pocos que pasan también se descomponen. Celina (Victoria Gerez) trabaja en ese peaje, pero lo abandona cuando su padre muere. Ese estancamiento de las cosas, esa confirmación de la desgracia es, paradójicamente, lo que pone en marcha el cuerpo diminuto de la chica. La cercanía de la navidad no sólo refuerza la relación que Cómo funcionan casi todas las cosas, primera película de Fernando Salem, va a establecer con lo sagrado y con lo nuevo, sino que además opera sobre los protagonistas en un doble sentido, a partir de lo concreto que se pierde para siempre y del intento por recuperar aquello que falta. El fallecimiento del padre de Celina sucede cuando este intentaba llegar a un pueblo cercano llamado Renacimiento, pero la que renace es ella. Ese hecho trágico la saca del automatismo en el que parecía hallarse, como se ve en los primeros planos, y es justamente a partir de allí, de la certeza de lo irreparable, que se promueve la acción, buscando subsanar una ausencia que se intuye profunda y lejana, pero que se sabe viva. “Si nos vamos a morir, hay que hacer algo”, dice la protagonista.
Celina empieza a trabajar como vendedora de una serie de enciclopedias gordas y pesadas, que llevan por título el mismo que da nombre a la película, con el fin de juntar dinero para viajar a Italia y encontrarse con su madre, quien se fue cuando ella era chica y de la que apenas le queda el recuerdo de una canción. Esos libros parecen responder con dudosa sabiduría los interrogantes que plantea la vida cotidiana: ¿cómo ser feliz?, ¿cómo descubrir su vocación?, ¿cómo ganar su primer millón?, etc. Salem utiliza esas preguntas como separadores dentro de la película. Después de cada uno de ellos, los protagonistas hablan a cámara ensayando una respuesta posible. Allí, Cómo funcionan… establece el cruce entre lo ficcional y lo documental. Esa estructura, que es la de la película pero que parece ser también la del libro, justifica aún más la subjetividad del camino iniciado por Celina. Por eso nunca va a lograr vender una sola enciclopedia, porque todo el conocimiento práctico que ellas puedan encerrar, toda posible explicación sobre las causas que hacen funcionar al mundo, no tiene utilidad alguna en un espacio en el que tanto las personas como las cosas tienden a desintegrarse y desaparecer.
A ese estado de quietud e infertilidad del desierto, Celina trata de oponerle su propio movimiento, acción signada por lo sagrado y la incertidumbre que genera el afuera, movimiento torpe e impotente, propio de la orfandad y el desconocimiento, que no obedece al mandato impuesto por lo institucional religioso (la vocación) sino a la sensación, muchas veces indescriptible, de lo que incomoda e inquieta dentro de uno.
En el camino de Celina, además de la figura esquiva de su madre, hay otras mujeres, y otras ausencias, propias y ajenas. Se trata de mujeres solitarias, de santas del desierto sanjuanino que, en algunos casos, y acaso inconscientes de su condición, como el de Nelly (Marilú Marini) o Nora (Miriam Odorico), antigua compañera de Celina en la estación de peaje, aceptan con un poco de resignación su destino y se quedan atrás, detenidas, pero que en otros, como el de la propia Celina o Raquel (Pilar Gamboa), compañera de ventas, deciden ir en su busca para modificarlo. Avanzan, se mueven. En todos ellos la figura de los hombres, ya sean niños o adultos, resulta ser más bien un peso que las retiene antes que una compañía que las impulsa. Salem aprovecha muy bien el ancho del plano, no para embellecer el paisaje sino para intensificar la potencia de lo inerte, de lo descompuesto, y de la distancia que se hace evidente en esos fuegos artificiales que se oyen lejanos, en comparación con el canto de los grillos y otros bichos que pueblan la noche, distancia que pareciera sólo ser salvada a través de la palabra cantada (Celina canta en la iglesia, su madre lo hace sobre el final en una peña en las afueras del pueblo), de la lluvia que empapa los rostros y ablanda la tierra, achicándola, volviéndola cercana.
Lo sagrado, entonces, está en el cuerpo de Celina, en las preguntas que encierra ese cuerpo comprimido en medio de la inmensidad, y no tanto en las preguntas que se muestran en pantalla, meros interrogantes de lo superfluo e impracticable del mundo. Lo sagrado parece ser interior e impronunciable, tanto, que el encuentro final con su madre, esa charla pendiente hace tiempo que ahora está por darse puertas adentro, nos es negada y nos confirma la superficialidad de todo lo que hemos visto hasta ahora. El gesto mínimo, casi tímido, esa semi sonrisa cómplice de Celina hacia la cámara cuando su madre la invita a pasar, anuncia un probable final del camino, que a su vez es un nuevo comienzo, otro renacimiento, pero sobre todo deja en claro que tal vez la distancia entre una y otra nunca fue tal, que acaso no haga falta irse demasiado lejos para encontrarse. Afuera, en el aire, más allá de los límites retratados, las naves espaciales se pierden, los perros desaparecen, el mundo también se descompone.
Cómo funcionan casi todas las cosas (Argentinas, 2015), de Fernando Salem, c/Victoria Gerez, Pilar Gamboa, Esteban Bigliardi, Marilú Marini, 93′.
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