chappie-international-posterEl placer y el dolor, el gusto por la belleza, el sentido del humor, la conciencia y el libre albedrío son cualidades que emergerán de modo natural cuando el comportamiento algorítmico de los robots electrónicos llegue a ser suficientemente complejo.

Martin Gardner.

A esta altura la fórmula Blomkamp ya no es ningún secreto. Cualquier cinéfilo puede reconocerla y diseccionar enseguida sus componentes: ciencia ficción, crítica social, un antihéroe atípico y buenos efectos especiales. Desde su original opera prima Distrito 9 (2009)  -amada y odiada por partes iguales- el director sudafricano viene apostando por retratar a la clase dominante como un grupo de personas horrendas enfrentadas a un lumpenproletariado que finalmente toma consciencia, se revela y los enfrenta. En otras palabras, la lucha de clases en clave ciencia ficción.

Según el director José Celestino Campusano, un artista se traiciona cuando comienza a copiarse a sí mismo y hace remakes sobre remakes de sus remakes. En este sentido Neill Blomkamp aún está lejos de transformarse en una caricatura de sí mismo, pero la insistencia con un discurso similar en cada nuevo proyecto que aborda puede derivar en un cine, cuanto menos, predecible. La nueva película del sudafricano aborda la misma temática que sus antecesoras pero esta vez desde el punto de vista de un robot. Si en Distrito 9 los protagonistas eran aliens y en Elysium post humanos convertidos en cyborgs gracias a mejoras artificiales, está vez quien lleva adelante el relato es un emulo de Wall-E antropomorfizado.

El crimen asola la ciudad de Johannesburgo en una Sudáfrica apocalíptica, y las fuerzas policiales deciden utilizar sofisticados robots-policías para garantizar la seguridad y, de paso, privatizarla. Desde luego, se trata de un proyecto realizado con amparo gubernamental y llevado a cabo por Tetravaal, una corporación armamentística que ha convertido el asunto en una industria millonaria. No obstante, la sección creativa (en lo que al desarrollo tecnológico refiere) que posibilitó el uso de los robots depende de Deon (Dev Patel) un joven científico cuyo móvil parece estar más allá de la aplicación de su invento. Incluso (como en la mejor tradición de científicos locos), a medida que avanza la trama descubrimos que parece estar más allá de la ética imperante. Es un visionario y, como tal, persigue una ambición compleja. Fama y dinero ya tiene, y los robots que ha creado han demostrado ser altamente efectivos. Sin embargo, el científico continúa con sus investigaciones, tal vez porque su móvil, como el móvil de los verdaderos visionarios, no se rebaja a la gloria terrenal. Lo que el científico persigue es la posibilidad de una inteligencia artificial perfecta, capaz de sentir y pensar por sí misma. La conciencia en un envase de metal.

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Deon quiere probar su I.A. en uno de los robots policías, pero ante argumentos como la posibilidad de que el robot pueda escribir poesía, recibe un rechazo rotundo de la directora de Tetravaal (Sigourney Weaver). ¿Qué sentido práctico podría tener un robot sensible para esta corporación? Desde luego, ninguno. El científico se ve forzado por las circunstancias a proseguir con sus investigaciones de manera aislada y solitaria, hasta que consigue dar con la fórmula para crear la inteligencia artificial perfecta. Incluso (realizando una maniobra ilegal) sustrae una unidad dañada del depósito, para poder volcar dicha inteligencia a un cuerpo robot. Sabe que está haciendo algo ilegal, pero su búsqueda personal es más fuerte que su ética profesional.

Por otra parte, tenemos a Ninja y Yo-Landi -músicos de esa banda sudafricana inclasificable llamada Die Antwoord-, una pareja de gángsters terribles y románticos, en la tradición de Bonnie & Clyde o de Pumpkin & Honey Bunny. A priori, ellos son violentos, despiadados, la peor calaña. Aunque luego descubriremos que están llenos de ingenio, creatividad, sentido del humor y valores. La pareja secuestra al programador y, de esa manera, cae en un sus manos un robot -una conciencia moldeable-, al que pueden criar y educar para utilizarlo como un juguete ultra sofisticado que les facilitará llevar adelante sus actos delictivos. Lo cual es cierto, pero no del todo. En realidad, el robot tiene capacidad de decidir por sí mismo lo que está bien y está mal. Abriendo una dimensión interesante sobre las posibilidades y la esencia del libre albedrío.

El científico de la computación Alan Turing creía que el cerebro humano era como una “máquina desorganizada” cuando nacemos y, a medida que vamos creciendo, el cerebro se organiza y aprende hasta constituirse en una “máquina universal”. A partir de esta premisa ideó un modelo de neurona artificial llamada Máquina Desorganizada de tipo B, una clase de neurona que podía ser entrenada. A partir de esta premisa, Bloknamp crea su propia Máquina Desorganizada y la erige como protagonista de la película. Al principio, el robot es como un niño. Apenas si entiende el lenguaje. Yo-Landi se encariña con el robot, al que trata como a un hijo y lo bautiza Chappie -que en dialecto afrikaans significa feliz-. El científico intentará inculcarle una serie de valores que, por supuesto, entrarán en conflicto con los valores de Ninja y Yo-Landi, quienes se apropian y adueñan del robot. Chappie tendrá que decidir por sí mismo cómo actuar, a fuerza de prueba y error.

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Lo interesante es que Chappie, pese a ser un robot, no tiene una moral o ética definida. Aprende sobre la marcha. Decide. Es un robot sensible, tiene espíritu, tiene alma. En realidad, ha dejado de ser un robot. La relación que establece con sus dueños es una relación filial y, como en toda familia disfuncional, lo bueno y lo malo, lo ético y lo no ético, entra en conflicto al enfrentarse o contraponerse a ciertos valores presupuestos que finalmente deben revisarse cuidadosamente.

Tal como en su formidable Distrito 9, el director nos invita a ver el otro lado de las clases bajas a través de problemáticas típicamente tercermundistas como son la delincuencia, la seguridad y la represión. Su mirada no es condescendiente sino que consigue generar una empatía con el espectador, para cuestionar su lugar de confort. ¿Realmente está mal lo que sea que se supone que está mal, cuando uno ha sido criado de esa forma? A Chappie lo crían mafiosos y, por lo tanto, aprende a ser uno de ellos. ¿Está mal lo que hace? No recibió otra educación. Simplemente pone en práctica lo que le enseñan. Por otra parte, ¿son realmente Ninja y Yo-Landi culpables de ser como son? ¿Acaso no fueron ellos también criados y condicionados para comportarse de esa forma?

Todos estos discursos pueden transmitir la sensación de que la película peca de solemne o pretenciosa, pero nada más alejado de la propuesta de Blomkamp. La ética y la estética del subdesarrollo se imponen como una suerte de boutade. Si uno no se ríe al ver comportarse a Chappie como un gangsta, es que no entendió la película. Nadie puede pretender que la escena en la que Chappie imita los movimientos de He-Man frente a un televisor tenga algún sentido profundo más allá de lo lúdico y el puro homenaje.

El interés actual por la inteligencia artificial y por la posibilidad de crear un androide humanoide aún tiene una raíz antigua: el hombre, al verse reflejado en un espejo, aprende o entiende cómo es. Más allá de la humorada de asistir a un robot intelectualmente subdesarrollado, Chappie habla sobre la educación. Sobre los condicionamientos sociales y culturales en un modo de ser y comportarse y de la inmanencia de la personalidad. ¿Qué es lo que nos hace únicos? ¿Qué es lo que nos hace especiales? ¿Por qué le tenemos miedo a la muerte y cómo podemos evitar la muerte, si es que acaso es posible? ¿Somos lo que sabemos? ¿Somos información? ¿O somos experiencia? ¿Podemos codificar nuestra experiencia, lo que nos define como individuos?  ¿Podemos trasladar esa información de un cuerpo a otro? Todas estas inquietudes se imponen. Inquietudes en los que se cifra lo que tal vez es el anhelo más antiguo de la humanidad, desde que el mundo es mundo.

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“Absolutamente todo es información, incluso El gran algoritmo creador, también conocido como Dios. La humanidad, la naturaleza y todo en este universo serían administrables y manipulables como información”. Esta es la gran creencia de nuestro siglo, un dogma del que será cada vez más imposible despojarse.

Estas ideas (y otras) sobrevuelan Chappie,  sin que Blomkamp derrape. Son ideas que pueden surgir de una reflexion profunda, pero que llevadas a cabo de manera divertida y amena, alejadas de la solemnidad que comúnmente suele imperar en este tipo de relatos, resultan un soplo de aire fresco ante tanta grandilocuencia y excesos en un género que necesita renovarse constantemente.

Chappie (EUA, 2015), de Neill Blomkamp, c/ Hugh Jackman, Dev Patel, Sharlto Copley, Sigourney Weaver, 120′.

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