Bazofi cerró el domingo 30 su edición 2017. Antes del inicio de la película, Fernando Martín Peña sostuvo (ante rumores que, parece, circularon ese día) que por ahora la Filmoteca en vivo continuará proyectando funciones durante los próximos fines de semana. En la sala repleta de la Enerc, se proyectó La muerte en directo, obra maestra consciente y premonitoria del siniestro mundo contemporáneo y de las representaciones mediáticas que lo dominan, dirigida con mano sabia y humanamente conmovedora por el grandísimo Bertrand Tavernier. La muerte en directo se anticipa a su época, en muchos aspectos, en torno a cuestiones culturales, históricas -y porque no, políticas- que nos atraviesan en el mundo convulsionado y globalizado en el que vivimos, y en el que los medios cumplen un rol determinante en la construcción de ese estado de cosas. Desde el costado ideológico, la película nunca subraya el posicionamiento del director sobre el rol que los medios tienen en la construcción e invención de la información, sino que describe de manera implacable una determinada lógica (casi como Marx describe objetivamente el funcionamiento del capital). Así La muerte en directo inicia un tema que 15 años después profundizaría Peter Weir en The Truman Show y que, lejos de ser una película de denuncia, construye una metáfora del lugar de los medios y la función que cumplen en el mundo del presente.
La pareja que lleva adelante la historia está compuesta por Harvey Keitel y Romy Schneider, y ambos logran la proeza de sumergirnos en una experiencia hipnótica muy difícil de explicar. Keitel es el encargado de vigilar y controlar los pasos de Schneider a la que le informan que tiene los días contados debido a una enfermedad terminal, que resulta no ser tal. Keitel tiene u n dispositivo de cámaras dentro de su cuerpo, que le permite filmar el padecimiento de Schneider. Ese choque de planetas que se produce entre Keitel (representante del Nuevo Hollywood y actor fetiche del primer Scorsese) y Schneider (ícono total del cine francés de los 60 y 70, devenida hoy en ícono de la cinefilia global y que sobrevive cada vez más joven a más de 30 años de su trágica muerte) desaparece cuando uno se sumerge en la puesta en escena despojada y descarnada a la que nos lleva Tavernier. Cuando Schneider decide escaparse de la civilización para morir sola y Keitel la sigue a donde ella se dirige, la película se vuelve loca definitivamente y su trama primigenia -atravesada por esa mirada pesimista sobre el mundo comunicacional y la carroña que se necesita para que este funcione- desaparece en virtud de ese mundo atemporal y mágico que se construye a partir del desamparo y el amor.
Hay algo de esa metáfora sencilla que ensaya Tavernier al ponerle una cámara entre los ojos a Keitel que deja en claro todo lo que sucede a partir de ese momento: él funcionará como el objeto-cámara y Schneider como el sujeto amado, filmado con devoción y anhelo. Hay algo del orden de lo sacro en la mirada-cámara de la dupla Keitel-Tavernier que nos lleva a nosotros, espectadores, a conmovernos con esa vida que deja en escena Schneider , llena de sangre y lágrimas. Hay algo de lo amoroso puesto en escena que hace que la película logre superar la lógica cínica y utilitaria que describe el rol de los medios de comunicación. Tavernier pareciera decirnos que el mundo es una mierda pero aún en ese lodazal están quienes pueden transformar el orden de las cosas. Ahí lo vemos a Keitel contenido como nunca, ofreciendo una actuación extraordinaria (una de las más impresionantes de su carrera): su personaje, separado hace un tiempo de su mujer, pareciera encontrarse jugado, reciclando la lógica del outsider al convertirse en aquel que acepta poner en su cuerpo esa máquina que todo lo filma. Por su parte Schneider es una escritora de best sellers que es elegida para someterla a un sufrimiento monstruoso al inventarle una enfermedad terminal. Ambos son seres desamparados, almas errantes que se encuentran de manera inesperada. Hay escenas inolvidables: cuando Keitel aparta los ojos para no capturar el sufrimiento de quien ama, o cuando queda ciego atormentando por la culpa, o cuando sobre el final él y Schneider van al encuentro del personaje interpretado por el enorme Max von Sidow (que interpreta al ex marido de Schneider) y los tres contemplan el horror del mundo a su alrededor.
Tavernier, quien con sus ojos cinéfilos filma a Schneider con el mismo amor con el que la filmara Sautet en Las cosas de la vida, logra filmar el amor que sobrevive, el amor que resiste frente a la basura que nos rodea y que siempre nos da calor y abrigo para salir adelante.
La muerte en directo (La mort en direct, Francia / Alemania/ EE UU, 1980), de Bertrand Tavernier, c/ Romy Schneider, Harvey Keitel, Harry Dean Stanton, Thérèse Liotard, Max von Sydow, 130’.
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