“…conocimos la traición y conocimos la barbarie. Y aquí estamos. Somos parte de ese movimiento, más de cien años después, nosotros, con nuestras propias victorias y con nuestras propias derrotas (…) Haciéndonos cargo de nuestra historia, conscientes de nuestra tarea y conscientes de nuestro deber…”

Plaza de Mayo. Acto del Día Internacional de los Trabajadores. Las palabras del orador, precisas y sentidas, versan sobre la trascendencia de la lucha obrera. Una trascendencia histórica, material, que imbrica a las luchas pasadas con las presentes para proyectarlas hacia el futuro. Pero la imagen no muestra al enérgico tribuno, en un clásico contrapicado que lo presente en hidalga relación con aquel cielo al que incita a asaltar. Lo que se nos muestra, en cambio, es el contraplano, el llano habitado por la militancia. Cada plano de la escena, superpone tres capas. En el fondo, banderas del Partido Obrero y una masa indefinida. En segundo término, se destacan cuatro o cinco personas, con desigual atención a lo que ocurre en el escenario. Y al frente de cada plano, un rostro en ajustado enfoque, transitando esa circunstancia de un modo único y singular. El último de estos rostros es el de Jotta (Martín Vega) quien, en impiadosa disrupción con la solemnidad del discurso, atiende un llamado para coordinar un flete y pide posponer el encargo, pues no desarmó nada desde que murió su madre.

La escena de apertura de Alicia (segundo largometraje de Alejandro Rath y primero dirigido en soledad), coloca en tensión a ese discurso, que sintetiza sin reservas a la multitud en un sujeto histórico, con la imagen de militantes individualizados, en cuyas miradas se percibe el ejercicio y la voluntad que se requiere para sentirse implicados en ese “nosotros” que suena y resuena en los parlantes. Aplaudiendo, asintiendo o simplemente sosteniendo una bandera, en cada caso podemos conjeturar un delicado proceso de asimilación, donde historia de vida y de clase, experiencia singular y colectiva, se trenzan, cortejan y miden mutuamente.

La estética documental de la escena, por su parte, establece una segunda tensión entre ese discurso meticuloso, apasionado, de alto vuelo simbólico, y esa puesta en escena despojada, sucia y urgente, que estampa en la pantalla una imagen pletórica de la más parda e improvisada mundanidad. Se problematiza, de este modo, la relación entre el militante y el discurso. Por más certero y conmovedor que este sea, no puede saldar por sí solo la distancia material que lo separa de interlocutores que, al sortear el plano general, son reconocidos como materia susceptible a las contradicciones y dudas de la experiencia cotidiana.

Con todo esto, la película anticipa no sólo un punto de vista, sino también su preocupación: abordar la militancia desde la experiencia sensible del individuo, desde el ego, no para refutar la capacidad de la organización en su afán de colectivizar voluntades, sino, por el contrario, para desnaturalizar ese acontecimiento y poner en evidencia las contradicciones subyacentes que le dan vida y le imprimen movimiento.

Es así que, cuando irrumpe la muerte y el sujeto se abisma al sinsentido de la vida, al absurdo del ya no ser, la conciencia de clase colisiona con la conciencia de la finitud de la vida y acrecienta interrogantes en los que puede naufragar hasta el más convencido. Esto es lo que le ocurre a Jotta, quien ante la dura tarea de aceptar la muerte de su madre, repasa el tiempo compartido con ella durante su agonía por un cáncer indeclinable y, en la búsqueda de explicaciones que la pedagogía marxista no le ofreció, se anima a revisar su vínculo con la religión, visitando santuarios, presenciando ritos, dialogando con predicadores de diversos credos (irrupción en la pantalla grande del Pastor Giménez incluida), iniciando una lúdica danza entre la liturgia política y la religiosa, entre la trascendencia histórica y la espacial.

La agonía de Alicia (enorme Leonor Manso) es la instancia de la comunión entre una madre y un hijo que se profesan un amor profundo, entre la enferma y el acompañante confidentes de un dolor compartido, y de dos militantes de izquierda que se reconocen desprovistos de respuestas ante lo que se avecina. Pero también es el momento de comunión de los dos ejes temáticos del film (la militancia y la muerte), ya que Alicia se encuentra internada en un hospital público. El derrumbe del sistema de salud público propone que incluso el camino hacia la muerte sea terreno de disputa política, donde el derecho a un final en buenas condiciones es privativo de un sector social privilegiado, al que los trabajadores sólo pueden acceder mediante la lucha y la acción directa. Sobrevendrán, entonces, discusiones con el médico, reclamos junto a Julio (Patricio Contreras), su padre y ex esposo de Alicia, por mejores condiciones de internación y la búsqueda del retorno al hogar para Alicia, donde la complicidad que genera Jotta con una enfermera (Paloma Contreras) será fundamental.

Una de las virtudes de la película es la ductilidad de Rath para amalgamar situaciones de registro totalmente diversas. Desde las movilizaciones políticas y religiosas, en condiciones de registro conocidas como “de guerrilla”, pasando por la difícil instancia de rodar en un hospital en funcionamiento, hasta las escenas más sofisticadas en decorados interiores, todas las escenas dialogan entre sí con fluidez, gracias a un buen trabajo de sonido y fotográfico.

Muy buenos trabajos de interpretación permiten la construcción de situaciones de intimidad y complicidad familiar de mucha verdad. Si bien es de destacar el excelente trabajo de Leonor Manso en la piel de Alicia, Martín Vega logra transmitir su dolor contenido con solvencia. Ambos Contreras (Patricio y Paloma, padre y enfermera) completan a este cuarteto sin desajustes.

En algunas ocasiones se siente que la historia abre líneas que compiten y que luego se dispersan como perdigonazos, sin cerrarse. En parte justificado por la ambición narrativa de Rath, quien plasma aquí sus emociones y angustias a partir de la muerte de su madre, este aspecto del film puede explicarse a partir de la referencia al cine de Nanni Moretti, explicitada en la escena en que madre e hijo ven Caro Diario en el cine. El director pareciera representar, con ello, el andar errante y ensimismado del protagonista, que lo lleva a boyar por lugares y ensayar reflexiones que quedan sin terminar, tal como le ocurre a Moretti en el film citado.

La poca saturación de la imagen acentúa el elemento nostálgico del film. Sin embargo, el director no se cobija en la melancolía y se anima a alternar con escenas de humor y, aún más, con otras en las que se fractura el naturalismo para abrir a situaciones fantásticas y hasta desopilantes. Esos momentos, además de eludir un tratamiento solemne y dramático del tema, demuestran que incluso ante el poder homogeneizador de la muerte puede ponerse a prueba nuestra disposición a subvertir la realidad, reflejo indispensable para lograr que la ruptura del orden vigente deje de ser ese acto en potencia, colgado como zanahoria al final de un continuo histórico, y que, finalmente, ocurra.

Calificación: 7/10

Alicia (Argentina, 2018). Dirección: Alejandro Rath. Guion: Alejandro Rath, Alberto Romero. Producción ejecutiva: Mariana Luconi, Valeria Bistagnino. Fotografía y Cámara: Martin Turnes. Dirección de Sonido: Lucas Ulecia. Dirección de arte: ​Angeles García Frinchaboy. Montaje: Anita Remón. Elenco: ​Leonor Manso, Patricio Contreras, Martín Vega, Paloma Contreras, ​Iván Moschner, Silvia Geijo, Sergio Villamil, Pedro Roth y Héctor Giménez. Duración: 72 minutos.

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