Todo libro sobre un género cinematográfico que incluya The Raid, de Hugo Fregonese, No name of the bullet, de Jack Arnold, y Stars in my Crown, de Jacques Tourneur, entre la selección de películas presentada merece la atención más respetuosa. Implica que su mirada no va a ser meramente canónica. Las películas más importantes están representadas, pero también otras que lo son por sí mismas pese a no ocupar originalmente un lugar relevante en el sistema de producción de las hizo posibles ni ser legitimadas luego por la crítica. A decir verdad, títulos como esos, entre los que no desentonaría The Naked Dawn, de Edgar G. Ulmer, circulan entre cinéfilos y críticos que aprecian y aman el género. Adrián Sánchez manifiesta ambas cualidades, además de claridad expositiva, agilidad, capacidad de síntesis -puesto que Al oeste del mito: 50 wésterns básicos es un libro de divulgación- y asociativa estimulante, como demuestra este fragmento en el que un actor es presencia tan autoral como la de los directores:
“Gore Verbinski, en El llanero solitario, wéstern nostálgico y recapitulativo, realizará una singular revisión del personaje de los seriales radiofónicos y televisivos usando como intermediación el remake de Dead Man. Opuestas en el acabado (el minimalismo frente a la aparatosidad) y el origen (una pieza de la edad de oro del indie de EE. UU. y una megaproducción millonaria del Hollywood digital) se hermanan en extrañeza y discurso melancólico y proindio, con una incidencia gráfica y elegíaca en torno a la muerte de una serie de culturas, barridas por el corte histórico de la imposición de una única cultura: la del hombre blanco. Con Johnny Depp intercambiando personajes, ambas están atravesadas de elementos mágicos y violencia inesperada (el asesino caníbal, los indios masacrados, etc.), dominadas por personajes pintorescos o grotescos, y son recreaciones de lo que ya no existe: el relato del relato del Oeste como geografía y del wéstern como género.”
La cita precedente es prueba de libertad y de alcance temporal. La inclusión de varios westerns modernos, como los de Monte Hellman y Robert Altman además del de Jim Jarmusch, prueba lo primero. En cuanto a lo segundo, cabe mencionar que la última de las cincuenta películas a las que le dedica un capítulo True Grit, de los hermanos Coen, pero el estudio inicial que traza la historia del género en las primeras treinta páginas llega hasta The Homesman y Bone Tomahawk, por citar dos de las más sorprendentes hibridaciones últimas del western. La exhaustividad de su mirada se discierne por las referencias a películas que, sin circunscribirse de manera ortodoxa al género, dan cuenta de la mirada de los aborígenes puesta en escena por ellos mismos.
Como todo libro que presenta una lista como guía, si no como derrotero más o menos ejemplar, uno encuentra el aliciente de leerlo para discutir la inclusión de tal o cual película, como por ejemplo El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, que sin embargo también encuentra su razón de estar en el seguimiento de personajes arquetípicos del género por parte del autor. O la ausencia de Man Without a Star, acaso representada por esta otra a la que se refiere al mencionar aquella:
“King Vidor ya lo había intuido en La pradera sin ley (Man Without a Star, 1955), canto exaltado sobre el último de los vaqueros libres. No es de extrañar que Kirk Douglas pareciese retomar el personaje para, en un contexto contemporáneo, sellar la imposibilidad del wéstern con Los valientes andan solos (Lonely are the Brave, David Miller, 1962), adaptación de Edward Abbey con imagen final de síntesis: el cowboy arrollado por un camión.”
Pero uno experimenta, sobre todo, la urgente necesidad de ver películas fundamentales que todavía no ha visto pese a leer desde hace años sobre ellas, como Cielo amarillo y Westward the Women (John Ford supo decir que William Wellman era el mejor de todos ellos; Esbilla dice sobre el segundo de esos títulos que “es el wéstern que Rossellini pudo haber hecho (…); condensa la tradición documental del género y el conocimiento de la corriente más poderosa del cine europeo de posguerra: el neorrealismo.”), así como también Río Conchos y Monte Walsh.
Y como puro descubrimiento, el director Lesley Selander y una de sus películas, War Paint, de la que podemos leer esto:
“Feroz y fulleriana, todos los recursos sobre la pantalla están a disposición de la historia: desde los intérpretes al espacio que estos cruzan de extremo a extremo del encuadre, hasta un sentido narrativo económico en extremo, privativo del cine norteamericano, donde cada detalle cuenta la historia y la hace avanzar: la acción es narración, la psicología es acción. Un momento de síntesis: la patrulla encuentra las tumbas de sus predecesores y en vista de que el agua no va a alcanzarles para todo el viaje, deciden abandonar todo lo no esencial. Los soldados se disponen a dejar los sables pero Billings, inflexible, ruge que aún son soldados de caballería. Poco después Wanima espantará los caballos y al reanudar la marcha los sables se quedan en el suelo: ahora son infantería.”
Las cincuenta películas a las que este libro les dedica un capítulo exclusivo resucitaron mi afán lúdico por las estadísticas. El relevamiento de ellas indica que hay seis dirigidas por John Ford, tres por William Wellman y dos por Anthony Mann, Delmer Daves, Budd Boetticher, Sam Peckinpah y Clint Eastwood (¿de Howard Hawks habrá una sola porque filmaba siempre la misma?), y que diecinueve de los cincuenta westerns básicos de Sánchez Esbilla fueron filmados durante la década del ‘50.
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