A y B son las dos partes de un mismo relato, el de una amistad de esas que sólo se construyen en la adolescencia cuando todo es drama y compromiso eterno, cuando los sentimientos son tan intensos como desgarradores, cuando todo tiende a lo absoluto, a lo definitivo, a la suspensión de ese tiempo que concluye y transforma. A y B son también las iniciales de las dos protagonistas de esa amistad: Araceli y Belén viven en un pueblo de Entre Ríos y son amigas desde los 15 años. Se conocieron por casualidad, cuentan en las primeras imágenes casi a modo de prólogo, en un cumpleaños en el que el aburrimiento fue su mejor aliado. Son parecidas y diferentes; se escuchan, se complementan, a veces se pelean, otras se celan. Pero todo desencuentro se resuelve en un par de charlas, cerveza y papitas de por medio, algunas risas y prolongados silencios. La película comienza cuando, una vez terminada la secundaria, aparece en sus vidas el dilema del futuro. Los directores Iván Fund y Andreas Koefoed siguen con su cámara el recorrido de ese camino lleno de obstáculos e interrupciones hacia algo que ellas quieren alcanzar y aún no han definido, hacia un horizonte que se dibuja a lo lejos, elusivo e indescifrable, pero a la vez necesario e inminente.
A partir de un proyecto de coproducción nacido del Festival Internacional Documental de Copenhague en Dinamarca, Fund (La risa, Hoy no tuve miedo, Me perdí hace una semana –estrenada al igual que AB hace una semana-) se asocia con el danés Koefoed en este proyecto de exploración que mezcla el documental con el drama –algo que ya había hecho con Santiago Loza en Los labios, allí utilizando a tres actrices como portadoras del delgado hilo ficcional que conducía la travesía por ese espacio real descubierto y revelado por la cámara-, y utiliza como excusa el reparto de unos cachorritos recién nacidos para contar una historia de búsqueda, de descubrimiento, que despega y se estanca casi al mismo tiempo que los anhelos de sus protagonistas.
Los momentos más reveladores aparecen casi de improviso, como cuando visitan a los vecinos para regalar las crías de la perra Greta y algunos se sorprenden o se emocionan con la fragilidad de los animales, desnudan su ternura, sus propias carencias, miran de reojo la cámara, y trasuntan cierta verdad que traspasa cualquier artificio cinematográfico. Cuando la película se torna más poética, más críptica, sobre todo en esos recorridos silenciosos por paisajes áridos y polvorientos, o cuando recrea ecos de cierto misticismo intangible, como en la escena de la imagen del Cristo gigante recostado en la plaza, la película pierde algo de esa fuerza construida, se diluye en esas ambiciones que no alcanzan a desplegarse en las imágenes.
Araceli es la más enigmática de las dos amigas, la que se nos oculta, la que viaja y calla, la que busca una respuesta en la fe, la que indaga en sus propios miedos cuando charla con una monja, la que no sabe si irse o quedarse, la que no habla demasiado con los vecinos y se emociona con lágrimas tenues y contenidas. Belén es más resuelta y decidida, quiere irse a vivir a Buenos Aires, ya está buscando departamento, quiere que su novio la acompañe pero no parece tener mucha paciencia para esperar; es la que mira de frente, la que inicia las conversaciones, la que pregunta si la van a extrañar, la que quiere saber, quiere ver claro. “A”, la primera parte de la película, es más prolongada y de una estructura narrativa más clásica, sigue los destinos de los perritos, muestra la vida de los vecinos, las rutinas de ellas cuando la otra no está; “B”, la segunda parte, es abrupta e interrumpida, casi como una coda, surge del intento de dar carnadura al encuentro entre ambas utilizando repetidos planos de abrazos, y elige una voz en off femenina, de ninguna de las dos protagonistas, para leer un poema escrito por Santiago Loza, uno de los coguionista de la película. Ese texto, casi como una carta de despedida o una declaración de amor, queda flotando sobre las últimas imágenes, buscando condensar un sentido que merece quedar abierto, que necesita respirar sobre esa realidad capturada en fragmentos que escapan a toda exigencia declarativa.
La evocación del amor como un acto de fe, de arrojo hacia un vacío de misterio e incertidumbre, es parte de ese desconcierto que se apodera de los últimos minutos de la película, en los que más allá de las palabras quedan las tensiones intuidas, en los que el abandono de una etapa de la vida se confunde con la ansiedad frente a la que sigue. AB se despega de algunas de las películas anteriores de Fund para respirar un aire singular, distintivo, que intenta definir su personalidad y lo consigue por momentos, se pierde en otros, pero logra transmitir ese espíritu de indagación íntima, casi metafísica, que conecta las vidas de Araceli y Belén, las acerca y las desprende del espacio que habitan, y finalmente las deja en suspenso, como a la espera de un destino que aún no se revela pero que aguarda latente al final del camino.
AB (Argentina/Dinamarca, 2013), de Iván Fund y Andreas Koefoed, c/Araceli Castellanos Gotte, Belén Werbach, 67’.
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