La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.
Howard Phillip Lovecraft
Payasos falsos. Tres locos se fugan de un manicomio disfrazados de payasos y acechan en la oportuna noche de Halloween a tres jóvenes hermanos que están solos en un caserón aislado, de esos que yacen bajo las sombras de todo miedo inherente a nuestra cultura. Los dejos de una ópera prima tosca, austera y rústica; la recompensa de convertirse en una película de culto, justicia divina de los cinéfilos avispados. Clownhouse (1989), aquella recordada delicia cuasi leyenda de videoclub barrial, tormento de los coulrofóbicosdesprevenidos, legado del folklore estadounidense ochentoso y carta de presentación de un artesano inteligente, deja en evidencia muchas de las obsesiones y formalidades narrativas que el director desarrolló a lo largo de su filmografía.
Victor Salva es el ejemplo del cinéfilo todoterreno, ejecutor preciso y clasicista camuflado. Con el protagonismo de un Sam Rockwell que apenas tenía 16 años, allá por 1988 Salva se acercó más a Spielberg que a cualquier director de terror para narrar su pequeña y amena reliquia clase B. Y si hacemos memoria, fue el Sr. Steven el que aterrorizó a toda una generación con la escalofriante y maldita Poltergeist, que escribió con suculento regocijo en los tempranos ochenta. Salva no solo adoptó parte de las formalidades narrativas de este último, sino que lo homenajeó a más no poder en varias oportunidades. Pero allí donde el cine de Spielberg alberga la aventura más bien sentimental y nostálgica ocupada en cubrir viejas cicatrices de la infancia, al de Salva lo mueve la sexualidad y se consuma en el terror. Antípodas engañosas, sin embargo, puesto que Spielberg es un tipo oscuro aunque no se haga cargo de esa subyacente oscuridad mientras que Salva sí lo hace.
Spielberg tiene el terror en sus venas –Tiburón, Poltergeist, la secuencia del rapto del niño en Encuentros cercanos del tercer tipo– pero en su cine hay un espíritu de aventura que aligera la carga y convierte al terror en algo más juguetón. Con las herramientas de Spielberg, Salva forja un terror más psicológico pero no por ello menos visual. En Clownhouse nos topamos con un elemento -casi una ley insoslayable- spielbergiano: el motivo del perseguidor y el perseguido. Es en esa terrorífica noche de Halloween que los tres hermanitos son acosados incansablemente por estos tres payasos falsos. Allí Salva arremete con una punzante alusión a la homosexualidad (Salva lo es) y a la pedofilia, y no sabemos con certeza cuáles son los planes de los payasos para con los jóvenes, además de que tres es sinónimo de trío. El más joven de los hermanos dice que parte de su fobia a los payasos es porque “no se sabe que hay detrás de esos rostros pintados”, más que clara alegoría de lo que “aparentamos”, lo que ocultamos, la verdad tras la máscara. El poder del deseo, en su cine, es una realidad concreta. Acá hay tres tipos fugados de un manicomio que se “transforman” en payasos según los miedos (deseos) del joven protagonista. Este complejo tratado psicológico es el mismo que, años después y de manera más pulida, nos atemorizaría en su obra maestra Jeepers Creepers (2001). No es casual que otro elemento spielberguiano sea motor de su cine: las familias rotas o disfuncionales, los padres ausentes y demás elementos que trauman a sus perseguidos personajes.
Energía, dame energía, o De la utopía al apocalipsis. En Powder (1995), mini imperfecta obra maestra, épica de ciencia-ficción y representación apocalíptica de la miseria humana, Salva nos revela la clave para encontrar la salvación a nuestro ego aniquilador e intolerante. Powder es un relato ameno, delicado y frágil; su fuerza radica en el engaño. La conmovedora historia del joven albino que nace ajeno y despojado de nuestra carnicera cultura y por ello desarrolla su mente de manera extraordinaria, acercándola al poder de un Dios preexistente de carne y hueso entre la raza humana, es llevada al plano metafísico coherente y justo. La intertextualidad de la película, que en las anteriores parecía más pacata debido a su terrenal forma, acá se expande y ramifica, dando a su discurso una ambición que marcaría un quiebre en su cine. Ese joven inocente, hermoso y desprejuiciado freak, amante de todos los seres del planeta, es la verdadera naturaleza de la humanidad: desnudo neo prototipo del homo, limpio y casto, un mesías disfrazado de adolescente que, en disyuntiva con la sociedad, prefiere doblegarse al poder arrebatador del exilio. Ese dramático y a la vez revelador destino, el mismo de Roy Neary en Encuentros cercanos del tercer tipo de Spielberg, es una declaración a favor del hombre que abandona este mundo por sentirse ajeno a él y renuncia a la moral impuesta por la sociedad. Si bien el personaje de Richard Dreyfuss era un trabajador de clase media común que pasaba desapercibido frente a la población y dejaba atrás su labor de padre de familia, sustento tedioso y ultra conservador dentro de los avatares de nuestra cultura, el personaje de Powder deja de lado su noble misión de intentar abrir los ojos a la humanidad porque siente la inutilidad de esa tarea. Pero en ese exilio al cosmos existe la idea del hombre acercándose a Dios, sea de manera científica (Encuentros…) o metafísica (Powder). En Encuentros…, un ser ordinario se ve envuelto en eventos extraordinarios; en Powder, un ser extraordinario se encuentra en medio de un mundo ordinario. Polaridades invertidas, pero con un mismo afán. Lo que no las convierte en películas sobre la fe u otro alegato sobre la existencia de un creador todopoderoso desde una perspectiva conservadora y reaccionaria.
Hay en Powder una poderosa e incómoda escena, la del protagonista observando al pelilargo que se saca la remera con una mirada que recorre cada movimiento del cuerpo trabajado. Ese cuadro tiñe de una atmosfera sexual a su película y formaliza su argumento sobre la verdadera naturaleza del humano: todos nacemos bisexuales. Salva humaniza a Powder. Lo condena a su pseuda perfección, obligándolo a ser un justo guía de nuestros actos atroces. En Salva el morbo y la oscuridad aparecen de manera sutil, hay violencia latente pero no desbocada. A veces ese rasgo de violencia se acerca más a la crueldad y enfatiza al hombre en estado de involución, antropófago carente de lógica y humildad. Powder es, tal vez, un intento de utopía pero a partir de la certeza de que, como todas las ilusiones terminan en desilusión, nada puede cambiar este mundo. Sólo queda ver la última toma, encuadre en plano general del cielo tormentoso y los cuatro personajes desconcertados mirando hacia la nada misma cuando Powder se eleva en una masa de rayos y energía. Esa toma, revelación del ser humano como animal que nace y muere solo, nos dice que no hay salvación.
Camino directo a los horrores del inconsciente. Una carretera que se pierde en los confines de los áridos parajes del American Gothic, McGuffin disfrazado de destino fatal e ineludible, es el eje de la desalentadora Jeepers Creepers, macabro disparate de un entomólogo desamparado de las grandes ligas del género. Extravagante e impostora metapelícula, obsesiva fábula rural que festeja las bondades del terror setentero y ochentero, road movie ascendente a los infiernos de los miedos y deseos subconscientes. Como en su primer opus, Clownhouse, Salva utiliza al mal personificado para hablar de todo aquello que lo obsesiona. Pero si en Clownhouse se servía de las teorías freudianas para disfrazar literalmente al terror bajo el vestuario y el maquillaje de payasos sicópatas asesinos, y resaltar los impulsos inconscientes tras la sexualidad, en ésta arremete de lleno con Jung: “Cuando hagamos consciente lo inconsciente, vamos a dejar de creer en el destino”. Esa frase seca, concisa y terrenal, expresada por el psicoanalista suizo, podría resumir parte del discurso que se cuela a lo largo de esta pequeña y subestimada obra maestra. Jeepers Creepers ilustra parte de la América salvaje en un rango más bizarro, menos realista, pero no por eso menos hostil y elocuente, que La masacre de Texas de Tobe Hooper, y hospeda en su sangre la intertextualidad mórbida que identifica a su director, cargada de una simbología para nada forzada que sigue girando alrededor de la sexualidad reprimida (también es, en parte, una película religiosa, pero no reaccionaria como La profecía de Richard Donner).
Edificada sobre tres influencias imprescindibles del género, dos de forma directa: Duel (1971) de Spielberg, con la que su forma narrativa comparte la idea del mal ineludible como motor principal (el camión devenido monstruo y prototipo del escualo endemoniado de Tiburón), y La noche de los muertos vivos, la incorruptible obra maestra sociopolítica de George Romero. La tercera y última, pero no menos importante, es La cosa de John Carpenter, con su abstracta bestia alienígena como representación del mal, sin génesis argumental explícita, que servía como excusa para las más desquiciadas interpretaciones. Aquí también se replica el nihilismo de aquella, aunque en menor medida y utilizando un monstruito que de tan fiero e indescriptible se vuelve simpático y macanudo. Jeepers Creepers (título que no tiene traducción literal, pero que significa algo así como un sobresalto, un golpe de efecto) hace valer las cualidades del artesano virtuoso.
La anacrónica puesta en escena de la historia de dos hermanos viajando por una desolada carretera, cuna de mitos urbanos aberrantes en esa fatalista América salvaje, y acechados por un endemoniado camión que no se detendrá hasta hacerlos mierda por el solo hecho de que quien va al volante no es humano sino, en definitiva, una representación de los deseos y miedos subconscientes de sus protagonistas. En Jeepers Creepers hay un acercamiento carpenteriano al tema del mal que acecha a la vuelta de la esquina, al otro lado de la puerta, como elemento subversivo de las instituciones (la iglesia, la policía, la educación en su demoledora secuela). Pero Salva parece querer ir más allá: genera los picos de tensión más altos cuando es de día, eliminando la lógica de la humanidad a salvo con ese gigante incandescente que es el sol, alberga a la criatura en una iglesia, oscureciendo la santidad y la idea de salvación divina para todos aquellos que llevan crucifijo o rezan; y se vale inteligentemente de la simbología sexual, ya sea mediante una rosa negra tatuada en rededor del ombligo de Darryl Jenner, el hermanito en apariencia jocoso, despreocupado y egoísta, en las charlas aparentemente triviales que entabla con su hermana Trish, o en el modo de manejar que cada uno tiene.
Salva arremete contra sus misteriosos personajes (siempre envuelve en un halo de misterio todo lo que toca) y los dirige hacia sus inevitables destinos. Hay en las persecuciones una lógica sexual y psicológica: el camión solamente los acosa y “azota” cuando Darry está al volante, embistiéndolos solo por detrás y nunca por delante o los costados. Trish, que se muestra segura, jamás es embestida y entabla un duelo que afirma a la mujer como el sexo fuerte. En esta saga inconclusa la mujer sufre, sí, pero es relegada a un segundo plano (no hay muertes de mujeres concretas) y sólo los hombres padecen los tormentos fatales del monstruo. Jeepers Creepers es también una película sobre apariencias: la mujer correcta, que representa ese insoslayable código moral en el cine de terror, es en realidad una enorme e incontenida egoísta (la teoría del espejo, interesante y bien llevada) cuyo deseo es sacarse de encima a su hermano; Darry, que oculta su homosexualidad reprimida; el Creeper (tal es el nombre del ser que los persigue) que “luce como un hombre”; uno de los policías parece un stripper disfrazado; la vidente Jezelle, que se hace cargo de lo que la sociedad piensa de ella aclarando que “solo es una mujer loca”.
Si en Jeepers Creepers había elementos clásicos a pesar de varios disparates que jamás resultaban ridículos ni inconsistente, en su enorme secuela filma directamente un hermoso western de terror. Hablando con Marcos Vieytes nos dimos cuenta de que existe uno que tiene varios puntos en común con Jeepers Creepers 2 (2003): Terror in a Texas Town, aquella extraña película de 1958 dirigida por Joseph H. Lewis, en la que un hombre busca vengar el asesinato de su padre valiéndose de un viejo arpón que utilizaban para cazar ballenas. El asesino, un cowboy despiadado y cínico que viste siempre de negro al que le falta la mano derecha, es la mismísima muerte, el terror personificado, casi una entidad inhumana. Jeepers Creepers 2 deja a un lado las obsesiones que Salva exteriorizó a lo largo de su filmografía, haciendo así su película más amena. Sin abandonar jamás a su mentor Spielberg, crea su película más carpenteriana, barnizando todos los elementos de aquella primera parte y elevándolos a un plano superior dentro del género: hacer de su cine un western, ese género guía, génesis del cine, raíz del modelo clasicista.
Jeepers Creepers 2 narra una historia de venganza perpetrada por un padre, líder dentro de una familia disfuncional (nunca aparece la madre de sus hijos) que ve como la criatura misteriosa se eleva a los cielos de la muerte segura con su hijo menor a cuestas. Si en Terror in a Texas Town un hijo desesperado se calza aquel extraño elemento para terminar con quien tomó la vida de su padre, en Jeepers Creepers 2 un padre cegado de odio e incertidumbre, elementos que abundan en el cine de Salva, no se detiene hasta literalmente hacer mierda al “murciélago del infierno”. Aquel western cruel, medio dark, algo sofisticado, se servía de elementos del terror para su cometido (¡un arpón para ajusticiar al despiadado malo de turno!), mientras Jeepers Creepers 2 se vale del western para formalizar una unión con el terror más clásico. Terror in a Texas Town enfatizaba el sentimiento de miedo que pueden tener los pobladores. Esa idea de magnificar el miedo, volviéndolo objetivo, atravesando los límites del existencialismo por el solo hecho de saber que un ser humano puede dejar de temer, también invierte las polaridades: en el western todos los que osaban enfrentar al asesino, al miedo mismo, mordían el polvo; en Jeepers Creepers 2 los que sienten temor mueren, aun acompañados de deseos inconscientes.
Construida sobre el discurso habitual del director en el que abundan las referencias homoeróticas al sufrimiento, pero menos turbia que su antecesora, con sus genes spielberguianos (familias rotas, perseguidor y perseguido, abundante acción) y carpenterianos (el mal invencible, el encierro) Jeepers Creepers 2 cuenta, además, con uno de los mejores finales abiertos, épicos, sugerentes de la historia del cine de terror: un hermoso homenaje al western de personajes recios que esperan la resistencia última. Ese final, que llama a la hipnosis del curioso, que cierra como puerta sin llave, sólo arrimada al marco, enfatiza parte del todo en su cine: la incertidumbre.
Homenaje disfrazado. En Rosewood Lane (2011) hay una enorme, pero para nada directa, alusión a Tiburón, aquella dentada obra maestra sobre un policía de pueblo que se enfrenta al escualo que hace estragos en la playa. El policía, interpretado por Roy Scheider, debía dejar sus miedos y traumas para enfrentarse a algo peor: sus miedos y traumas concebidos como una máquina de matar. La historia de una mujer que vuelve a la casa de su padre, fallecido días atrás en extrañas circunstancias, decidida a rehacer su vida allí en medio de un amorío inestable, encastra con varios elementos de la película de Spielberg. Acechando continuamente, montado en su eterna bicicross, vigilando con esos ojos negros que parecen los de la muerte misma, y desapareciendo entre sombras, Derek Barber se cruza en el camino de su sufrida vecina. Rostro pétreo, midriasis escalofriante y espasmódicos movimientos, Derek Barber es, en esencia, una máquina de matar en potencia, un debutante misantrópico, psicótico, que se pasea cual leyenda urbana entre los pobladores de un apacible barrio familiar, encarnación ultra pasada de la raya de todos los miedos y traumas que la protagonista, una Rose McGowan elegante pero no por ello menos ruda, debe afrontar para cerrar y cicatrizar viejas, y no tan viejas, heridas.
Esa carga psicológica que caracteriza la praxis de Salva confecciona un esquema significativo dentro de su discurso, sin volverlo por ello aparatoso. Así como Darren Aronofsky creó su “propia” Carrie con El cisne negro, Salva tergiversa varios términos cinematográficos, pero en su génesis conecta directa e ineludiblemente con el clásico de 1975. La comparación entre el pez devorador de hombres y el joven escurridizo de Rosewood Lane se ve a simple vista en ese par de ojos negros sin vida, referencia argumental en ambas, pero también por el tipo de exposición de sus criaturas que hacen ambos directores. En su épica de terror acuático Spielberg sólo se valió de una aleta dorsal apenas arrimada por sobre el nivel del mar, en tanto que Salva utiliza el mismo recurso práctico con la bicicleta del vecino chiflado (más las ruedas adornadas de rayos plateados). El barrio donde se escabulle Derek, casi una extensión de su cuerpo, es una representación del enorme océano donde aquel pez se oculta y enfrenta a su rival; el policía en Tiburón, al igual que la psicóloga en Rosewood Lane, desconoce el territorio donde se libra la batalla con el mal. Y ni hablar del final casi irrespetuoso hacia el espectador, en el que hay un elemento divinamente rebelde, irresponsable pero no por ello inválido: la desaparición de un personaje sin que se aclare su fortuna, algo que Salva nunca se permitió ya que prefiere cerrar cada puerta, rasgo del obsesivo que alimenta.
Un viejo y tenebroso caserón que se muda por sí solo persiguiendo sigilosamente a través de un paraje pantanoso, perdido y profano a su futuro dueño, un joven medio freak que con solo tocar a las personas puede ver como habrán de morir, y una horda de hacheros que no mueren y se activan al abrir una misteriosa y reveladora puerta. En su último opus endemoniado e impío Salva regresa manejando los hilos de manera irreverente para quienes esperen lo esperable. Dark House (2014) invita al regocijo de la clase B sinuosa y envenenada. Los planteos que hace acerca de lo maligno, lo oculto y las apariencias son similares a los de Jeepers Creepers. En aquella, las apariencias sólo eran parte de una trama intertextual, en Dark House son funcionales a la historia. En ese camino se asemeja a la enorme El tren de la carne de medianoche de Ryuhei Kitamura, en donde las malditas vueltas de tuerca retuercen el argumento hasta el paroxismo, se elevan hasta la épica más grandilocuente del terror, y encastran necesariamente dentro del delirante rompecabezas propuesto.
Ese delirio que viene arrastrando Salva desde Jeepers Creepers celebra las bondades del género sin caer en las groseras y pueriles gansadas de la saga El juego del miedo, esa fritanga pseudoporno en plan tortura moralista y videoclipera. Dark House es todo lo contrario, se limita a utilizar los recursos cinematográficos menos pretenciosos. Salva respeta la noción de puesta en escena, encuadra bien, compone el plano, se vale de empalmes clásicos, el relato fluye sobre un guión afianzado en categorías simbólicas firmes. Como en Los extraños, la excelente y terrorífica película de Bryan Bertino en donde la manipulación de los espacios (decorados, iluminación, sonido) hace de ella una experiencia notable, con pocos recursos Salva supera en Dark House los manierismos que tanto perjudicaron a Clownhouse. Como era de esperarse, hay un acercamiento diverso a la sexualidad, con el homoerotismo usual en su filmografía y la sugerencia de un posible trío entre el protagonista, su mujer y su mejor amigo. Ese contexto, significativo y emancipado del utilizado en la mayoría de las películas de género, restituye el distanciamiento que tuvo Rosewood Lane respecto al tema. Además, la tendencia a concentrar sus historias en un mismo estado (poho), y en ambientes rurales, lo acercan a las mismas manías literales de Stephen King y, obviamente, Howard Phillip Lovecraft, autor que parece estar más que presente en sus relatos. Dark House, como la mayoría de sus películas, es un manojo de referencias monstruosas: Spielberg, Carpenter, Freud, Jung, Lovecraft se saludan allí dentro, y yo quisiera estar ahí.
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Magnífico análisis. Me topé con él buscando información sobre el director y debo decir que hallé cuanto buscaba y más, mucho más. Muchas gracias por compartir su trabajo. Saludos!
Bueno, me imagino que vos miras a Victor salva como alguien que no sabe hacer un film. Yo no apruebo lo que el hizo solo hablo de sus films y creo que es un gran director. Beso
Es um pesimo Director y una Basura pederasta como persona.
Como puedes admirar a un director que violo y destrozo la vida de una pobre criatura y encima en sus peliculas alude orgulloso al tema¿te sientes identificado con ese engendro violador?