Ya con la inclusión en los primeros minutos de la voz en off de una supuesta victima de los atentados del 11 de septiembre de 2001 sobre fondo negro, es fácil intuir que la mirada de la realizadora no se permitirá considerar la hipótesis tan difundida que implica al propio gobierno norteamericano en la logística del hecho (a fin de generar el favor de la opinión publica en una nueva andanada belicista), tal como sucedió en el caso del hundimiento del Lusitania cuyos pasajeros fueron usados como cebo viviente (palabras de Winston Churchill) o en Pearl Harbor. La directora compra y difunde la versión más patriotera de su gobierno, que arrasó dos países (Irak y Afganistán), generando una masacre de proporciones bíblicas, cuando la mayor parte de los secuestradores aéreos eran nativos de Arabia Saudita, aliada de EE.UU.

El film justifica plenamente la tortura mediante el monólogo del torturador que nos pone en situación. Este asegura que el haberse ocupado de cien presos lo ha desgastado, pero jamás considera las consecuencias de su inhumana labor en los detenidos, como tampoco el hecho tan difundido de que para engrosar las nóminas de Guantánamo se recurrió a pastores, civiles comunes y enfermos psiquiátricos. La mejor prueba de ello es que durante ocho años jamás se acercaron ni lejanamente a su objetivo. Los cientos de miles de inocentes que pagaron con su vida la incursión netamente mafiosa y gatillera de EE.UU en busca de recursos naturales pervirtiendo de cuajo el derecho internacional, no importan ni para los personajes ni para la directora. Según su mirada no califican ni para ocupar siquiera una mitad de fotograma en su película. Sólo se pone sobre el tapete los propios incertidumbre, orgullo y dolor.

En un momento el torturador consigue entretener con un helado a un mono que súbitamente se apodera de el. Cuando un torturado hace lo propio con una botella de gaseosa o cuando un soldado distrae con una barra luminosa a una joven árabe, la película establece una cruel analogía cuyo mensaje es que los tres responden a una misma naturaleza básica. Más aun, antes de volver a su país, ese cruel personaje manifiesta que las muertes que lamenta son sólo las de esos pequeños monos. A la directora le importa, y mucho, la carrera meteórica de su joven alter ego en un universo machista, pero no dedica ni siquiera un párrafo a las mujeres desarmadas que son masacradas por la espalda y por sus soldados en el asedio final.

La función prima facie que guía la construcción de films de esta naturaleza y de este origen es la de legitimar lo horrendo. Carecen de la más minúscula mirada artística y proponen naturalizar futuras intervenciones armadas.
José Campusano es director de los largometrajes Vil romance, Legión: tribus urbanas motorizadas, Vikingo y Fango.

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