William Gates y Arthur Agee acaban de terminar la escuela primaria. Son negros, viven en barrios pobres de Chicago, juegan bien al básquet y comparten un sueño: seguir los pasos del gran Isiah Thomas. No se trata de cualquier sueño sino de uno que también persiguen muchos otros chicos de la zona. La NBA no promete sólo fama y dinero sino una posibilidad -una de las pocas- de escapar de una realidad espantosa. Un cazatalentos los ve jugar y decide llevarlos al St. Joseph High School, una prestigiosa secundaria privada de otro barrio, mayoritariamente blanco. Su suerte dependerá, en gran medida, de su desempeño en la cancha con la camiseta de los Chargers, como se denomina el equipo del colegio.
Hoop Dreams, que a 20 años de su estreno se exhibió dentro de la sección Sportivo Bafici, había sido concebido originalmente como un documental de 30 minutos para la televisión pública. Pero el director Steve James y los productores Peter Gilbert y Frederick Marx terminaron siguiendo a William y Arthur durante cinco años -toda su carrera en la escuela secundaria- y lograron más de 250 horas de imágenes que luego, en la sala de montaje, se transformaron en casi tres horas de una profundidad pocas veces alcanzada por el cine documental. A partir del devenir de los dos chicos, de esas dos vidas que se entrecruzan azarosamente y no tanto, construyeron una pintura extraordinaria sobre los restos de una promesa de bienestar que se hizo añicos.
Isiah Thomas, que en esos años estaba en su mejor momento con los Bad Boys de Detroit, es una presencia casi ominosa que sobrevuela todo el film. Su foto estática en la vitrina del colegio, con la camiseta número 11 de los Chargers, recuerda constantemente ese objetivo tan deseado como difícil de alcanzar. Todos hablan de él, lo recuerdan, lo comparan… «He visto al que quizás sea el próximo Isiah Thomas», dice un periodista por televisión, mientras fuma un habano, en referencia a William. Como el base de los Pistons había hecho en los setenta, William y Arthur recorren cada día una hora y media en tren para llegar al colegio. Hacen el mismo esfuerzo en búsqueda del mismo objetivo. El omnipresente Thomas, que funciona como un involuntario -o quizá no tanto- anzuelo del american dream, es la discreta anomalía que les hace creer a todos que pueden llegar, que pueden ser como él.
Los pibes como mercancía. William está entre los mejores jugadores juveniles del país y lo invitan a mostrar sus habilidades junto a otros cien estudiantes en el Nike All-American Camp. “Mi madre, Dios la bendiga, está ya en el cielo. Ella siempre decía: ‘Esto es América. Podés hacer algo de provecho con tu vida’”, arenga como un predicador el periodista Dick Vitale. “Nos preguntamos: ¿en caso de guerra, querría a ese jugador conmigo?», dice en tono militarista un reclutador, uno de los tantos que fue a la caza de la próxima estrella. Spike Lee1 intenta prevenirlos. “Tenés que darte cuenta de que no le importás a nadie”, les advierte. “La única razón por la que están acá es que pueden hacer ganar a su equipo. Y si su equipo gana, ellos ganan mucho dinero. Todo gira alrededor del dinero”.
Cuando Arthur cumple 18 años su madre celebra que esté vivo. “Otros chicos no pudieron llegar a su edad. Es para estar orgullosa”, dice, una frase puede sonar tremendista. Aunque no lo explicita, la película deja sutilmente en claro que la frontera entre la vida y la muerte se puede desvanecer en cualquier esquina de esos suburbios pobres de Chicago. Y hechos posteriores al estreno confirmaron que la madre no exageraba: en 1994 fue asesinado DeAntonio, medio hermano Arthur, y lo mismo le ocurrió a su padre en 2004; a Curtis, hermano mayor de William, lo mataron a balazos en 2001.
Se sugiere también cierta crueldad intrínseca al modo en que el básquet se practica en Estados Unidos. Es, como el fútbol, un deporte colectivo, pero su lógica interna (cinco contra cinco, posesiones breves que generan un ida y vuelta constante) hace que las individualidades tengan mayor relevancia. Los estadounidenses exacerban esta particularidad al paroxismo (la apelación permanente al uno contra uno, la prohibición que regía entonces sobre la marca en zona), lo que llevó a algunos a calificar de perdedor a un gran pivot como Patrick Ewing, sobre todo luego de que errara una bandeja en los últimos segundos del partido decisivo contra Indiana por las semifinales de la Conferencia Este de 1995. En su último año en el secundario, en un cruce de segunda ronda de los playoff, William falla una bandeja cerca del final y pierde su última chance de llegar al campeonato estatal. Había empezado el partido en el banco como castigo por llegar tarde. “Quizá deba aprender algo de todo esto”, dice su severo entrenador luego de la derrota. Un par de años antes, el coach se había abierto de gambas cuando William intentaba regresar luego de una compleja lesión en la rodilla: le había preguntado si quería volver a jugar ese año o tomaba la decisión “más fácil” y esperaba hasta el siguiente.
Hoop Dreams no es estrictamente cinéma-vérité. Cada tanto, después de alguna elipsis, aparece una voz en off que actualiza información sobra la situación de los chicos y sus familias, al igual que discretas leyendas ubican geográficamente la acción o presentan a los personajes que aparecen frente a cámara. Pero comparte con aquel subgénero documental la forma sutil en la que opina, desde el montaje, sin explicitar la mirada a través de la palabra. Arthur no parece tan bueno en la cancha como prometía y, cuando su padre se pierde en la droga y abandona la casa, la familia ya no puede pagar la cuota. Lo echan y tiene que volver al colegio del barrio, pero para que lo acepten debe presentar las equivalencias. Sus padres van a la St. Joseph High School a tratar de regularizar la situación; se reúnen con el director de finanzas del colegio para ver cómo pueden pagar los casi 2 mil dólares que adeudan. Cuando entran a la oficina, la cámara se queda con un plano de la puerta, que tiene pegadas calcomanías de Visa y MasterCard. Corte y plano detalle de una mano haciendo cuentas en una calculadora. Todo gira alrededor del dinero.
Sin manipular ni esconder nada, Hoop Dreams es un documental que respira autenticidad en cada uno de sus planos. Pero logra un ritmo narrativo y un suspenso que envidiarían unas cuantas ficciones deportivas. Como escribió Andrés Di Tella en el número 35 de El Amante (enero de 1995), “lo prodigioso de Hoop Dreams, al final, es que nos entrega un retrato social preciso y estremecedor de la vida negra de los guetos y, a la vez, una visión épica del sueño americano en su estado más desesperante y puro”.
[1] Es evidente la influencia que Hoop Dreams tuvo en El juego sagrado (He Got Game, 1998), aunque la película de Spike Lee es mucho más que la ficcionalización del documental. Por ejemplo, el momento en que padre e hijo ponen en juego su relación en un uno contra uno es casi idéntico en ambos films. Además, William y Arthur aparecen brevemente, fuera de créditos, en el comienzo de la película de Lee.
Hoop Dreams (EUA, 1994), de Steve James, c/William Gates, Arthur Agee, Emma Gates, 170′.
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