Hay dos caminos posibles de lectura que establece una película como Yvonne. El primero es el que surge con más evidencia para quien conoce a –o tiene al menos una idea de quién fue- Yvonne Pierron. Es la “tercera monja” francesa, la que logró escapar del infierno de la dictadura argentina, eso que no lograron sus compañeras Leonie Duquet y Alice Domon, secuestradas en la Iglesia de la Santa Cruz y desaparecidas desde ese momento. Su participación junto a los incipientes movimientos que reclamaban por las violaciones a los derechos humanos de la dictadura, venía de otro lugar diferente al de sus compañeras. Su llegada a Buenos Aires fue para reclamar por la suerte de los hijos de la familia Olivo, miembros de las Ligas Agrarias de la provincia de Corrientes, uno de ellos desaparecido y el otro detenido. Pero esa misma lateralidad en relación con las dos monjas secuestradas –que participaban de las reuniones de los familiares de desaparecidos en la Iglesia de la que se las llevaron- fue la que, en cierta medida, le permitió salvarse: la advertencia de la embajada de Francia, su salida clandestina al Uruguay y desde allí el regreso a su país de origen hicieron el resto. De allí que en ese punto, el relato de la relación de Pierron con sus colegas sea tratada como un episodio (y de hecho, lo que ocurre en la Iglesia de la Santa Cruz es contado de forma sintética): si bien el relato está articulado sobre la base de su declaración en el juicio Esma en el año 2010, su trabajo en la etapa de la dictadura no constituye el centro narrativo. Por el contrario, ese carácter episódico habilita una lectura que la corre del habitual documental sobre los derechos humanos en la dictadura. En todo caso, y desde esa perspectiva, Yvonne debe verse como parte de una construcción más amplia, como un capítulo de la narrativa sobre los hechos de la Santa Cruz y sus protagonistas y que debe incluir, entre otros, documentales como La Santa Cruz (María Cabrejas y Fernando Nogueira, 2009), Yo, sor Alice (Alberto Marquardt, 2001), Historias de aparecidos (Pablo Torello, 2005) y hasta El mensajero (Jayson McNamara, 2017).
Pero la concepción de Yvonne no es la de ser apenas una pieza en un rompecabezas documental que la excede. De allí que el segundo camino de lectura que asoma se despega de lo estrictamente relacionado con los hechos de esos años para centrarse en la figura del personaje central. En la decisión de ampliar el recorrido sobre la historia de Yvonne, hay una constatación de que su vida es mucho más que su actuación en la dictadura. Que, en todo caso, de lo que se trata es de reconstruir una línea de pensamiento y acción inobjetable en cuanto a la coherencia mantenida a lo largo de los años. Tampoco esos años constituyen el final del recorrido del personaje, por lo cual se elude la construcción justificativa que desemboca en ese momento histórico. Lo que interesa es seguir los pasos de la mujer que vivió cuatro años en los sótanos de la casa de sus padres durante la Segunda Guerra Mundial, que atravesó la dictadura argentina –una repetición que la emparenta con Sara Rus, la Madre de Plaza de Mayo que mereció el documental La memoria y después– y que volvió al país con la democracia. En todo caso, esos años son apenas un eslabón en la travesía histórica del mundo desde los 40 hasta nuestros días.
Lo que hace Yvonne es revelar lo menos conocido, esa trayectoria del personaje solo conocida por su círculo más cercano. Su llegada a la Argentina en el año 56, su trabajo como enfermera en el Hospital Militar de Curuzú Cuatiá, la relación con los mapuches en el sur, el regreso a Corrientes para participar de la formación de las Ligas Agrarias que generaron la primera huelga de los trabajadores del tabaco, la ayuda y la participación en los actos organizados por los familiares de desaparecidos en el exilio francés, el viaje a Nicaragua para ser parte del proceso de la reforma agraria encarada por el gobierno sandinista que triunfó en la revolución de 1979, el regreso a Misiones donde construye el primer albergue estudiantil en Pueblo Illia para los niños que vivían alejados de la escuela. Todo posible heroísmo –esa construcción estandarizada- de la resistencia se desdibuja por la puesta en actos del personaje. La vemos en las fotos del pasado correntino con los obreros, en las filmaciones nicaragüenses con los trabajadores de la tierra, en el juicio donde declara su historia y vuelve a ver, emocionada, la foto de sus amigas Leonie y Alice bajo la bandera de Montoneros (“Se nota que habían sido torturadas” dice al verla), y en el presente de la película, volviendo a esos pueblos en los que pasó su vida y dejó su huella. Y a pesar de los evidentes cambios físicos de la juventud a los años de vejez, Yvonne es la misma: esa “abuela sabia” a la que recurrían los miembros de la comunidad guaraní cada vez que lo necesitaban.
Hay un momento particularmente emotivo en Yvonne. Ella saca de una bolsa, ante la cámara, un pequeño hueso. Es de Leonie Duquet, de sus restos finalmente identificados. Es lo único que queda de ella, dice, antes de plantear que de Alice Domon, ni siquiera ha quedado eso. Más que el carácter de sobreviviente que plantea sobre sí misma, es más importante su lugar como testigo de la historia. Desde ese lugar es que el documental adquiere un valor que trasciende incluso al personaje. Yvonne Pierron murió hace un par de años. Yvonne, el documental, es como ese huesito que ella guardaba de su compañera: la huella de su paso por la tierra que ahora queda para que la guarde cada uno de los espectadores.
Calificación: 6/10
Yvonne (Argentina, 2019). Guion y dirección: Marina Rubino. Montaje: Federico Casoni. Duración 67 minutos.
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