El comienzo de Vigilia en agosto resuelve en dos breves secuencias buena parte del sentido de su historia. La primera puede parecer inocua, y hasta en cierto sentido una mera ilustración. Una serie de planos muestran la mañana en un pueblo que no se especifica. Pero esa contextualización marcada por la presencia de silos, por los límites del pueblo y la cercanía de la zona rural, excede su función como marco espacial. En esos planos se formula una doble apuesta por el ver y por la normalidad. Por lo primero, la delimitación de ese espacio, aún cuando pueda pensarse que las casas constituyen una suerte de escondite para las acciones, en ese espacio matinal, se revela como mirada limpia y precisa de una generalidad que, a lo sumo, debe complementarse con los detalles. Por lo segundo, la atmósfera de pueblo se construye ya desde esa mirada desde lo alto: la normalidad está señalada en el plano sonoro como elemento inquebrantable.

La segunda secuencia transcurre en el hogar sacerdotal donde un grupo de parejas asiste al curso prenupcial. Entre ellas, la que forman Magda (Rita Pauls) y El Gringo (Maximiliano Bini). En esa segunda secuencia, lo que se produce es un primer indicio de la ruptura de los dos elementos que se habían consolidado en los primeros planos de la película. Un ruido repentino, como si algo chocara contra los vidrios de la ventana, irrumpe en el discurso ceremonioso e institucional del sacerdote. La opacidad de los vidrios impide determinar con claridad qué es lo que hay del otro lado, aunque puede intuirse que se trata del juego de dos adolescentes, por el sonido de las risas que alcanzan a filtrarse. Una segunda instancia sacude esa normalidad. El discurso del sacerdote deriva del amor y el sacramento matrimonial a la referencia a los peligros que circundan. La frase que dice no puede ser más ominosa y significativa: “La habilidad del diablo es no ser reconocido”, asegura instalando en esa instancia un elemento que desestabiliza las formas.

De allí que el recorrido de Vigilia en agosto parezca seguir encauzado en el relato de pueblo, incluso en esos elementos que se dicen a media lengua, con sobreentendidos u ocultamientos –la referencia de Marita a los “problemas en la casa”-, pero lo que sobreviene es un enrarecimiento que se potencia a partir de las decisiones de la puesta en escena. Una secuencia apenas posterior a las mencionadas se afirma en la ruptura de lo que se ve, en un desplazamiento en el que entran en juego la mirada del espectador y la de Magda. Magda entra en uno de los galpones del lugar donde trabaja el Gringo, con paso algo dubitativo, buscándolo. La cámara, enfocando su avance de frente, permite al espectador ver lo que ella no puede: que el Gringo pasa por detrás suyo, cruzando de un lado al otro de la imagen. Ese planteo alrededor de lo que se ve y lo que no se ve, permite el trabajo sobre dos elementos. El primero, de características narrativas, aparece como justificación del comportamiento de Magda a partir de ese momento: como si esas acumulaciones de momentos en los que lo visto y lo intuido se entremezclan, estuvieran generando una imagen de su novio que hasta entonces era desconocida. A partir de ese momento, lo sonoro –lo que ella escucha, por ejemplo, en la pelea, después de su salida de la casa de una amiga- y lo que se logra entrever –el diálogo con el médico en el hospital- empiezan a poner distancias con la imagen de ese novio que parecía inmaculado. Las distancias comienzan no solamente a sugerirse, sino que se manifiestan de manera explícita en la escena en la que Magda y sus amigas y Gringo y los suyos comparten una comida en la nueva casa a estrenar.

Lo notable es que esa desviación de la mirada de Magda respecto del Gringo no encuentra correlato en el resto del pueblo. Ni en Ofelia, la madre del joven que perdió un brazo, ni en las mujeres que rodean a Magda en esa semana previa al casamiento, Gringo deja de ser quien fue (“Es buen chico el Gringo”; “Pobre Gringo”). Pero ese desplazamiento de Magda está claramente puesto en pantalla en la escena de la explosión. Allí todos salen de la casa en la que están almorzando hacia la calle. En ese plano, las mujeres de la familia, que son las que hablan, están delante, y los hombres, en silencio, unos pasos detrás. Magda, en cambio, rompe con esas líneas imaginarias y está situada en el medio de ambos, como en un espacio que más que indefinición refleja una incomodidad y más que no pertenecer revela una posición desde la cual las cosas se ven de otra manera.

En ese juego de las miradas es que la película de Luis María Mercado hace un uso excepcional del fuera de campo visual. Ese recurso utilizado en la escena mencionada en el galpón desde la perspectiva de Magda, se replica una y otra vez con la perspectiva que ofrece al espectador. En la escena de la explosión, esa construcción es notable. Lejos de preferir la espectacularidad del hecho anómalo –algo que se repite en lo que ocurre con el accidente de Omar- se concentra en las formas de reacción de los personajes y la implicancia que tiene sobre el eje central de su película, el personaje de Magda. Hay, en ambas situaciones, una conciencia de que lo esencial del hecho ha sido contado desde la banda sonora –el ruido de la explosión, el grito en el galpón-, y que alcanza con que la mirada quede depositada en ambos casos, con mayor o menor cercanía, en los personajes que observan. Aún más interesante es que esa decisión le permite establecer una incertidumbre sobre qué ocurrió en las dos situaciones –los detalles de los sucesos se revelan siempre en escenas posteriores-, involucrando en ellas a la mirada del espectador.

Lo que surge de ese planteo de ruptura inicial es que el cambio en la perspectiva de Magda implica un desplazamiento. La chica que antes no veía determinadas cosas, ahora parece sentir un deseo por ver algo más que los demás. Por eso se detiene en la conversación entre Gringo y el médico a través de la puerta entreabierta del consultorio, o en el momento en el que en esa puerta que se abre y se cierra en el hospital ve las curaciones en la cara que le hacen a Marita después de la explosión (y tampoco es casual que sea Magda quien, aunque más no sea de noche y entre sombras, quiera ver la casa después de la explosión). Aunque el deseo se manifiesta aún más en ese momento en que con su madre van a la tienda. Hay un deseo que es derivado de una tensión sexual evidente cuando aparece Pablo (Michel Noher), el hermano de su amiga (a quien, justamente, “ve” desnudo en el baño, lo que genera que baje la vista para no verlo), pero hay otro, más fuerte incluso, cuando Magda observa que en otro mostrador la vendedora dialoga en voz baja con dos clientas. Lo que se ve necesita de la escucha: es esa disociación que parece repetirse a lo largo de la película, lo que impide el conocimiento desde la perspectiva del personaje.

Ese elemento de disociación se profundiza en el tramo final, cuando se potencia, más que la oposición entre lo visto/no visto (cuya última referencia parece ser el momento en que Magda va al hospital: el médico la ausculta, como una forma de que a partir de la escucha, pueda “ver” lo que le está ocurriendo) la recurrencia a la anormalidad, esa que anuncia Elba (María Fiorentino), cuando dice “Es agosto, el viento norte, las pestes”. De allí que no resulte extraño que el deseo de ver de Magda implique una enfermedad: “Ni envidia ni empacho, estás ojeada” dice una de las mujeres. Enfermedad que se vivencia como castigo, en tanto en la creencia popular el mal de ojo es provocado por otra gente que observa a quien finalmente enferma. Pero el mal de ojo y su cura aún permanecen dentro de una órbita de cierta normalidad. Lo que empieza a enrarecerse es la percepción del entorno, de esa Magda que no sale de la cama (y cuando lo hace es para ver y hacer coincidir por una vez su mirada con la del espectador, y para llevar el deseo a un plano tan real como lo visto). La repetición de frases que circulan por el relato (“¿Necesitás algo? ¿Querés plata?” le dice el Gringo; “No hay que pensar, son cosas que pasan”, repite Elba) como referentes vacíos, encuentran dimensión en esa perspectiva diferente entre las prioridades del futuro marido y las resignaciones de la madre. El maniquí con el vestido de novia en el cuarto asume contornos fantasmagóricos cuando Magda despierta por la noche. Pero, por sobre todo, es el sonido, esas conversaciones en voz baja, esos susurros que pronuncian palabras indescifrables (como si escondieran nuevamente un relato a los ojos/oídos de Magda) los que terminan por enrarecer el espacio y su relación con el personaje. Es en ese tramo que Vigilia en agosto ya se ha desplazado, de manera irrefrenable, de su ubicación en un territorio impreciso que no pertenece ni a la comedia ni al drama, a un espacio más cercano al cine de terror. Las escenas posteriores a aquellas en las que Magda ve al Gringo bailando y coqueteando con otras mujeres, refieren a los climas de películas como El exorcista o quizás con mayor precisión a El bebé de Rosemary, imponiendo la presencia vigilante de familia y amigos sobre esa habitación en la que Magda se revuelve, no se queda quieta mientras el médico intenta calmarla.

El final restaura la normalidad con escenas simétricamente opuestas a las del comienzo, funcionando como una suerte de paréntesis que contiene, para que no se desborde, la anormalidad, lo que no se ve ni se escucha. En ese punto se advierte una diferencia crucial con la forma en que algunas películas más industriales han registrado situaciones similares. Pienso en el episodio del casamiento de Relatos salvajes, por ejemplo. Porque allí donde Szifrón hace implosionar la estructura dentro del marco de la fiesta, como una forma ruidosa de poner en cuestionamiento las acciones de los personajes, Mercado se concentra en lo que los lleva hasta allí, no se deja deslumbrar –la evita de todas las maneras posibles- por la espectacularidad ni por las soluciones fáciles para el espíritu domesticado del espectador promedio. La estructura no implosiona sino que se pone en cuestión en todo el desarrollo previo. Y ello le permite que la doble escena final –la fiesta tomada en planos cercanos, sin otro sonido que la música, carente de palabras; la reiteración de los planos del pueblo en espejo con los del inicio, pero ahora de noche-, sin necesidad de subrayados, se vuelva inquietante, portadora de una multiplicidad de significados por contraste o afirmación con lo narrado. Son esos dos momentos los que recalcan que aquella anormalidad que se desata en la vigilia no ha terminado en el momento en que Magda, despierta, sentada en una silla, observa a su madre durmiendo en su cama y a Gringo dormido en el sillón. En todo caso, asordinada, oculta en los pliegues de la oscuridad de la noche, la anormalidad persiste. O tal vez, con mayor razón, nos esté diciendo que incluso en aquellas escenas iniciales ya estaba presente ese diablo que se camufla para no ser reconocido.

Calificación: 8/10

Vigilia en Agosto (Argentina, 2019). Guion y dirección: Luis María Mercado. Fotografía: Santiago Seminara. Productora ejecutiva: Lorena Quevedo. Lenco: Rita Pauls, María Fiorentino, Maximiliano Bini, Eva Bianco, Michel Noher. Duración: 77 minutos.

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