A través de la charla con un escritor que lo visita en Canadá, un indio adulto nos relata su infancia, niñez y juventud en el país natal. Hijo de una familia educada y librepensadora que no cree ni en Dios ni en los dioses, él se cría interesándose cada vez más por ellos hasta un momento bisagra en el que la lección paterna coarta su creencia. En el zoológico de su padre hay un tigre de Bengala y un día decide ofrecerle un trozo de carne cruda en la mano. El tigre se va acercando lentamente hasta que el padre irrumpe desesperado en el lugar e interrumpe la relación de planos y contra planos detalle de las miradas que sostienen el pibe y el animal. El chico está convencido de que no le hubiera pasado nada y, para desmentirlo, el padre pone junto a la jaula una cabra viva que el tigre mata de un zarpazo.
No vemos el hecho y allí podría residir un primer aspecto reprensible de la película que consiste en negarse a mostrar la carne desgarrada, la sangre, la materia. Podemos pensar que se niega a mostrar la muerte, pero en el contexto de la virtualidad cinematográfica galopante, a mí me parece que lo que se nos oculta cada vez más es la vida, la materia, el cuerpo, el ímpetu físico, con la carga de incomodidad y dolor que conlleva. El otro aspecto de la escena que me disgustó es que volvemos al tigre una vez que se lleva a la cabra entre sus fauces. ¿Cómo hizo para meterla en esa jaula de barrotes estrechos? Y me permito plantear un detalle como este porque durante esa primera parte en general y durante esa escena en particular la película plantea un verosímil físico realista. Volvemos a un tema planteado por la virtualidad digital: lo hace todo posible incluso cuando el criterio escogido no es el fantástico.
El tema es que entonces el chico deja de creer porque lo que se materializa en la relación del pibe con el animal es el vínculo con lo divino. Sus lecturas van agravándose de Verne a Camus pasando por Dostoievsky, y ya sabemos que cuando el trayecto literario comienza en la aventura científica y se detiene en el existencialismo las cosas se complican, por lo menos para un adolescente, que es lo que termina siendo después de la secuencia de montaje. Peor aún si, mientras está leyendo a un existencialista, se enamora, aunque al muchacho lo salva la campana de un viaje a América del Norte en barco junto a su familia, que ha decidido trabajar en el extranjero, acaso porque la política económica de la India por entonces no era lo suficientemente liberal para esa familia cultivada en el cosmopolitismo (el padre señala que los animales le pertenecen, pero la tierra es propiedad del Estado).

Después de ese prólogo de alrededor de 45 minutos viene la aventura extraordinaria del título, que es algo así como Ocho a la deriva con sólo dos personajes, uno de los cuales es un bicho o más bien un dibujo animado. El contexto visual de esa aventura en medio del océano está dado por la gráfica digital absoluta, el indio que no se calla nunca narrando su historia, la banda sonora musical que lo remarca todo salvo cuando el pibe reflexiona sobre el silencio en vez de permitir que el silencio se imponga por sí mismo y, otra vez, una situación dramática que exigía verosímil físico para compensar su naturaleza asaz fabulosa. Se me dirá que nadie hubiera podido filmar esto y que la película termina teniendo una vuelta de tuerca sobre la fe que gira en falso alrededor de la confianza en el relato y la noción de verdad. Contesto que se podría haber filmado no exactamente lo mismo, pero sí a un tipo con un tigre en un bote tal como en un circo hay animales y domadores. En cuanto a la coda rashomónica en la que se juega menos la existencia de Dios o la esfera de lo sagrado que la noción de libertad, acaba por rubricar ese espíritu conciliador universal del cine de Ang Lee que lo hace tan ameno y querible en ocasiones, tan políticamente correcto en otras.
Lo mejor de la película es la aparición de Gerard Depardieu. La pelea entre el francés descomunal, acaso devenido belga o ruso en estos días debido también a la relación entre un ciudadano rico y un Estado que quiere aumentarle los impuestos, y los padres del muchacho son simultáneamente un gag y la sede de un conflicto psicológico que se extenderá durante el resto de la película por más que Depardieu no aparezca nunca más como actor pero sí transfigurado. La lectura posterior de ese juego de roles, la revisión retrospectiva declamada en los últimos minutos por un protagonista que deja de ser narrador y se arroga el de sabio disfrazado de humilde al modo de algún líder espiritual indio bastante en boga últimamente no revela otra cosa que incapacidad para trabajar durante la película esos subtextos, desconfianza en quienes la miramos, necesidad de explicitar sentidos que acaban por trivializar el sentido y descreimiento en el fuera de campo como lugar discursivo cinematográfico por el que pueda transitar el misterio. 

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