Un pueblo hecho canción permite, desde su título, articular dos lecturas diferentes.
La primera puede parecer nimia, casi burocrática, pero a la vez reveladora. Chuquis, un pequeño pueblo de la provincia de La Rioja, decidió ponerle como nombre a las calles, los títulos de canciones escritas por su vecino más ilustre, Ramón Navarro, otrora compositor y cantante de Los Quilla Huasi. Ese hecho, que deviene de una idea del municipio, sin embargo fue refrendada por los pobladores. De esa manera se produce un camino de doble vía: el del reconocimiento popular a un artista y a su obra y, a la vez, la pertenencia de esa obra a la cultura de ese pueblo. Pero este segundo elemento tiene un peso cultural que el documental de Silvia Majul no consigue –o no le interesa- valorar. Y es que a pesar de la existencia de esa voluntad popular alrededor de la obra, el pueblo de Chuquis está ausente. No el pueblo como espacio geográfico, que la cámara insiste en recorrer y mostrar, manteniéndose siempre en movimiento, casi evitando los detalles. El que no está es el pueblo que reconoce al artista: salvo en las escenas de los festejos del cumpleaños de Navarro frente a la iglesia, el pueblo no existe. No tiene voz. No se lo deja expresar qué significa Ramón Navarro para el pueblo, y qué significa que las calles lleven los nombres de sus canciones. Lo que se anula en esa concepción del documental es la noción de pertenencia, esa que el propio Navarro menciona, pero que no vuelve como relato de los pobladores: cómo esas canciones le pertenecen no solamente a la historia de Chuquis, sino al imaginario de sus pobladores.
La segunda lectura es la de la narración del pueblo que establecen las canciones de Navarro. La forma en que los personajes y los recuerdos se articulan para dar lugar a una canción que la excede a sí misma. En ese punto, el documental consigue reconstruir una posible historia de Chuquis a partir del entramado de un puñado de canciones que aluden a su pasado. Especialmente cuando se detiene en “A Don Rosa Toledo” y en “Leopoldo Silencio”, la dimensión del lugar cobra forma, no solamente a partir de los recuerdos de Navarro, sino también por la manera en que las imágenes reflejan esos espacios que la partida de esos personajes han dejado vacíos. Hay allí una profundidad que no se continúa, como si no hubiera existido una decisión de llevar a fondo la idea de describir el pueblo a través de las canciones. A cambio de ello, en la referencia a otras canciones de Navarro –de la “Chayita del vidalero” a “La Ñica”-, se opta por la recurrencia a diferentes grabaciones, a un breve comentario del autor, o alguna referencia de uno de sus compañeros de Los Quilla Huasi. De allí, de esa decisión que toma la directora, la idea del “pueblo hecho canción”, sumamente poderosa, se diluye en la discontinuidad de la búsqueda.
Las dos lecturas posibles redundan en una confusión que no se resuelve. Si es innegable el valor que implica como documento, como un eslabón más en la cartografía de la cultura popular –aún a pesar del desbalance entre las entrevistas al protagonista y las imágenes que recorren su pasado-, por sí solo no implica estar en presencia de un buen documental. Esa necesaria búsqueda de dejar registro de las manifestaciones culturales de un país para que no se pierdan en los recuerdos, se enfrenta a las decisiones que se toman para construir un relato y que son la materia constitutiva de un documental. En ese punto es que Un pueblo hecho canción falla en sus objetivos, en tanto no logra consolidar, desde las imágenes y desde los relatos de los entrevistados, ideas que quedan apenas como frases dichas al pasar. La pertenencia mutua entre pueblos y canciones, sí. Pero también la forma en que el entorno y los recuerdos, en las manos de un hombre, se vuelven canciones, textos y sonidos que hablan de otras personas, de lugares, de tiempos, y que al fin, terminarán trascendiendo a unos y a otros.
Un pueblo hecho canción (Argentina, 2017), de Silvia Majul, 80′.
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