Lo primero que se me vino a la cabeza al comenzar a ver Candelaria (la historia se desarrolla en Cuba durante el bloqueo comercial que debilitó su economía hasta el extremo) fue una frase que me dijo hace un tiempo el novio de mi madre, resentido durante el cenit de una disputa política: “Vos te quejás de la derecha pero te vestís con la derecha, comes con la derecha”. Su respuesta daba por sentado que cualquier postura que discrepe con la lógica del consumo debe prescindir para sostenerse tanto de los conocimientos tecnológicos y de las comodidades y ventajas que ofrece el mundo industrializado, como de las mejoras ofrecidas por algunas grandes ideas de sus pares biológicos.
Para algunos Cuba es pobre porque quiere, y lo que dicen algunos lo repiten otros, y así se crea una gran confusión. El asunto es que cuesta pensar en una nación socialista sin privaciones, incluso en la mente de quienes lucharon por esta ideología desde mucho antes de la caída del muro, cuando las cosas estaban, por lo menos en apariencia, empatadas. Personas como mi tía Chola, de espíritu comunista y generoso, que a sus 86 años aún me dice “así es la vida, es triste y jodida”.
Los acontecimientos que vive Candelaria son profundos, incluso una cena cobra el carácter sagrado de un romance de ensueño, potenciado por el ámbito humilde en donde ella vive con su marido, Víctor Hugo. Ambos duermen bajo una lámpara amenazante que en cualquier momento se desprende del techo y los aplasta; se mueven a la luz de las velas, intentando no pisar los charcos que producen las goteras del techo. Esta es su vida, y la dignidad que ellos promueven nos increpa y pone en evidencia nuestra complejidad a la hora de privilegiar nuestros intereses.
De pronto, aparece una alternativa, una opción a las dificultades económicas que atraviesa la pareja: durante su horario laboral como empleada de limpieza de un hotel de turistas. ella encuentra nada más y nada menos que una cámara de video. Este objeto, representativo de una era en la que los medios de registro se producen desde el ámbito domestico, privado, llega a manos de Víctor Hugo, quien la utiliza con cierta picardía para registrar un momento de intimidad de su esposa. Cuando le roben la cámara y el material caiga en manos de un contrabandista, las imágenes de sus encuentros sexuales, antes íntimas, ahora se venden a consumidores de pornografía y se abre así una impensada posibilidad de comercio.
De vecinos humildes, Víctor Hugo y Candelaria pasan a ser estrellas porno del under. Sin embargo, desisten rápidamente y es aquí donde surge lo más interesante: opuesta a este bienestar económico, se gesta la necesidad de Candelaria de no temer a las condiciones marginales, de mirar de frente al mundo, de aceptar su desgracia sin miedo, sin desesperación. Este pensamiento se construye necesariamente como opuesto a las oportunidades comerciales y es aquí donde se sostiene la belleza de sus convicciones.
Candelaria juega con los convencionalismos, pero sin quebrar sus convicciones ideológicas, en ese terreno del pensamiento donde todavía manda el amor y la autopreservación.
La película produce un giro al final, de esos que nadie está esperando y que, en definitiva, a nadie le interesa. Ya no importa quién de los dos está enfermo, lo importante es que la unión entre estos dos personajes destruye la idea de individuos y se aferra a la unidad, quedando a salvo del mundo que los corrompe para poder sobrevivir.
Candelaria se termina con la belleza de un rostro cubano, envejecido por el transcurso de la vida pero endulzado por el esfuerzo y las lágrimas, y que aún desgastado hasta los cimientos, aún a punto de ceder, consciente de que la muerte ronda en todo momento, continua sonriendo, sin doblegarse, mirando a la tristeza sin sucumbir ante ella.
Candelaria (Cuba, 2017). Dirección: Jhonny Hendrix Hinestroza. Guion: Jhonny Hendrix Hinestroza, Carlos Machado Quintela, Maria Camila Arias. Fotografía: Soledad Rodríguez. Edición: Jhonny Hendrix Hinestroz, Mauricio Leiva-Cock, Anita Remon. Elenco: Philipp Hochmair, Verónica Lynn, Manuel Viveros, Alden Knigth. Duración: 87 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: