Andrei Tarkovski, su dedicación total al cine a pesar de que quería ser escritor, literato, poeta.

Andrei Tarkovski, su dedicación total al cine porque -en sus propias palabras- si se dedicaba a la literatura, a la escritura, a la poesía, iba a vivir siempre bajo la sombra de su padre, Arseni, uno de los más grandes poetas rusos del siglo XX.

Arseni Tarkovski, el padre de la criatura, el gran poeta, llenando con sus versos la boca de los personajes que creó y filmó su hijo en El espejo (1975) y en Stalker (1979).

Ingmar Bergman, uno de los grandes cineastas (más que directores) de todas las épocas, en Cannes, diciendo en una especie de carta abierta de que Andrei Tarkovski era, simplemente, el mejor entre ellos.

Werner Herzog, en 1974, caminando, peregrinando por Europa para salvar a Lotte Eisner, sin filmadoras ni cámaras de foto encima; apenas con papel y lápiz; escribiendo, cronicando todo su periplo. Publicando, luego, Del caminar sobre el hielo.

Werner Herzog, su Fitzcarraldo (1982), su detrás de escena, su oscura romantización y conjuro turbio del rodaje, de la filmación, de la gesta amazónica donde un barco pasa una montaña para cumplir sueños, para exorcizar demonios.

Werner Herzog, escribiendo en secreto un diario de filmación de esa película, abigarrando letras, oraciones, momentos (según él) en cuadernos decrépitos que luego de muchísimo tiempo de escritos, ya en el siglo XXI, se publican con el nombre de Conquista de lo inútil.

El crepúsculo del mundo (2023), su primera novela. Su primera decisión estética formal: ni casi diario, ni crónica. Novela. Una novela. Una primera novela. Una donde interviene él mismo como personaje en el principio sabiendo los convites de la “autoficción” que tiene este género. Una donde narra la célebre historia del caricaturesco Hiroo Onoda.

Hiroo Onoda, persona real, oficial japonés, miembro de las fuerzas especiales del ejército nipón durante la Segunda Guerra Mundial, experto en sabotaje y lucha psicológica, casi 40 años perdido (abandonado) en la selva filipina creyendo que la guerra no había terminado y él la debía seguir luchando.

Hiroo Onoda, guerrero japonés, peleando aguerridamente una guerra que ya había perdido al poco tiempo de comenzarla.

Hiroo Onoda, hombre de honor, viviendo en un limbo del limbo; en una gesta más personal que colectiva; más existencial que militar o política.

Hiroo Onoda, héroe apócrifo, bufón involuntario… una metáfora bizarra, forzada, inverosímil aunque real, muy real.

Hiroo Onoda, un marginal, un olvidado, un abandonado, un “estoico” de la guerra efímera, de la guerra caducada.

Hiroo Onoda, un personaje (más que una persona) que el propio Herzog, en el comienzo de su novela, prefiere conocer antes que al mismo Emperador de Japón.

Hiroo Onoda, un último samurai, casi un ronin, resguardando a su katana del óxido de la selva filipina -según el relato de Herzog- con aceite de coco casero.

Hiroo Onoda, el hombre, el hijo, el hermano que no quería asumir que la guerra había terminado para no tener que enfrentar al único enemigo que tuvo -patéticamente- durante casi 40 años en la selva filipina: él mismo.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor que caminó, salvó, escribió.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor que produjo, filmó y escribió.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor que viajó, entrevistó y escribió.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor, el documentalista que supera casi en todo orden al director de ficción.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor, el documentalista que escribe para documentar.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor, el documentalista que encuentra en el registro de su escritura (diarios, crónicas, novela ahora) otra forma más de documentar.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor, el documentalista al que le cuesta -y mucho, por momentos- poetizar (a diferencia de Andrei Tarkovski y su cine) de forma directa.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor, el documentalista que, consciente, quizás, de estas limitaciones, se decide a poetizar con símbolos.

Werner Herzog. El cineasta, el escritor, el documentalista que en ésta, su primera novela, El crepúsculo del mundo, volvió una metáfora a Hiroo Onoda. Una que vuelve a repetir los simbolismos de su cine. Los simbolismos que hablan sobre la épica inútil y el barroco existencial altruista, perverso, pero grandioso en su vitalismo final.

Poético. Necesario. Siempre.

El crepúsculo del mundo, ni más ni menos, entonces, la primera novela de Werner Herzog. Quizás, también, su última.

El crepúsculo del mundo, el texto que dice casi al principio y en su final:

“-Esto es un infierno verde –dice Akatsu con resignación.

-No -responde Onoda-. Sólo es un bosque.”

“Onoda al revés es Dono. El corazón de los colibríes late mil doscientas veces por minuto. Los indios silenciosos de Mato Grosso do Sul creen que los colibríes viven dos vidas simultáneas. Onoda solo se siente seguro entre el ganado, en Mato Grosso. Su corazón late con sus corazones, su aliento respira con ellos. Entonces, sabe que el lugar donde se encuentra es el lugar donde estás. La noche ha terminado y los bancos de peces, no saben nada.”El crepúsculo del mundo, una primera (gran) novela; un principio que al mismo tiempo, es también un (gran) final para -como le dijo Bergman a Tarkovski- el mejor entre nosotros. Sin dudas eso.Y sin guerras perdidas de antemano.

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