A primera vista, no parece haber ciudades tan disímiles como Buenos Aires y Erevan. Entre la pretendida modernidad de edificios vidriados de una capital de Sudamérica y las cúpulas bajas y la preminencia del color ladrillo de la capital de una ex república soviética, parece existir un abismo infranqueable. Pero las primeras imágenes en el interior de la escuela San Gregorio El Iluminador establecen un primer enlace: una profesora habla a sus alumnos en idioma armenio, vuelve una y otra vez sobre las historias de vida y muerte relacionadas con el Genocidio Armenio.

El 24 de abril de 2015 se cumplió el centenario del inicio simbólico del Genocidio –ese día el ejército turco detuvo y luego asesinó a un grupo de intelectuales armenios en Estambul- que acabó con la vida de alrededor de un millón y medio de armenios en ocho años, a manos del entonces Imperio Otomano. Sinfonía en abril no intenta establecer un recorrido histórico por lo que fue ese Genocidio, sino poner de manifiesto los puntos de contacto entre dos formas de vida y, por sobre todo, dos formas del recuerdo que se revelan, por necesidad, diferentes.

Las imágenes del documental van de una ciudad a la otra con el objetivo de quebrar esa distancia efectiva entre dos mundos. Es, a fin de cuentas, un proceso de acercamiento que se establece a partir de rituales, de presencias y ausencias de la vida cotidiana de los armenios en uno y otro lugar. Esa progresión desemboca en un lazo que en principio parecía impensado: el Memorial que recuerda los muertos del genocidio en Armenia se yuxtapone con el que domina el Parque de la Memoria de la Costanera. Los muertos de un lado y del otro del planeta y de la historia: allí tienen el recuerdo común del horror en una construcción de cemento, en las placas con los nombres, en una llama votiva. Los genocidios se parecen, aunque se ejecuten en escalas distintas: allí está de nuevo, esa profesora que le plantea a sus alumnos la repetición de las prácticas en la actualidad, simplemente recurriendo a las noticias de los diarios.

El genocidio como práctica que se repite. Ese espejo que se resuelve en el número 24 –que para nosotros es marzo y para los armenios es abril-, celebraciones de la memoria, pero sobre todo de la forma en que unos y otros se van imbricando: la baldosa que detalla los nombres de los descendientes de armenios muertos en la última dictadura militar, establece el cierre del lazo que lleva de 1915 a 1976 y a ambos hacia el presente.

Pero donde la película encuentra su razón de ser es en la forma en que el centenario de esa fecha fatídica funciona como punto de partida para las respectivas comunidades. En Armenia, se resuelve en el recuerdo y el tributo, la necesidad de rendir homenaje silencioso, pero multitudinario, a quienes murieron solo por su pertenencia comunitaria. En Buenos Aires, en lo que se hace hincapié es en la afirmación de la identidad, en la construcción minuciosa y cotidiana de una cultura entre los descendientes. Evitar que desaparezca parece ser el eje. Pero también, un principio de mancomunión, un lazo efectivo que los liga más allá de apellidos y antepasados. Basta ver el coro que reúne más de 150 voces, o los muchachos que arman esa danza en la que unos y otros se dan la mano, se sostienen mutuamente, se mueven juntos para entender el sentido de la comunidad.

Esa mancomunión se presenta en Armenia con otras precisiones. Hombres, mujeres, jóvenes, viejos, marchan bajo la lluvia hacia el Memorial a dejar su ofrenda. Marchan unos al lado del otro, protegiéndose mutuamente, acompañándose. En esa caminata que es acompañada por antorchas y flores, el dolor y el recuerdo dejan de ser individuales para ser colectivos. De allí que en esa marcha se concentre lo mejor de Sinfonía en abril: esa forma en que las imágenes consiguen develar de qué manera se detecta el dolor de un pueblo. Las campanadas de las 19.15 –hora símbolo que alude al año donde comenzó el horror- se unen a los rostros de la gente, a esa angustia irreprimible, a esa mujer, también símbolo de todo un pueblo, que mira al cielo como implorando acabar con ese dolor y que de pronto, cierra los ojos, como si ya no hubiera más que ver.

Sinfonía en abril (Argentina, 2017), de Teresa Saporiti y Claudio Remedi, 70′.

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