Las películas de Argento tienden a tener restauraciones y reposiciones en salas asiduamente; interés que no solamente se ancla en el renombre del director o en la etiqueta de “clásico” de sus títulos, sino en que la importancia de la restauración se justifica en el afán plástico de sus imágenes, en el goce del asesinato espectacularizado. En el caso de Rojo profundo (Profondo Rosso, Darío Argento, 1975), la reposición en salas permite a los espectadores no avezados en el giallo tener al alcance de la pantalla grande un arquetipo perfecto para ingresar a él.
La parapsicóloga alemana Helga Ullman (Macha Méril) recibe los pensamientos de muerte de una persona en la sala, visión que la convertirá en pretendida víctima y cuya concreción será vista, a su vez, por su vecino Marcus Daly (David Hemmings), que devendrá en detective. La primera parte de esta línea argumental se asemeja al episodio “El asombroso Falsworth” (Peter Hyams, 1985), de Cuentos asombrosos; sin embargo, el trabajo sobre la visión y el conocimiento en la película de Argento se problematiza y se bifurca. El ciclo italiano tiene como tópico entender al voyerismo como peligroso, por lo que la mirada es siempre un elemento a ser castigado. El saber, el conocimiento, el acto mismo de mirar, el ser testigo es ponerse a tiro del filo de la navaja. En ese sentido, el juego que propone Argento es poner al espectador desde el punto de vista del asesino, en el lugar protagónico privilegiado, valiéndose no solamente de una cámara subjetiva durante las escenas de matanza, sino brindándole a éste información privilegiada. Los personajes, las víctimas, estarán atrapadas en la mirada acechante (los planos detalle del asesino poniéndose delineador manifiestan esa obsesión), que hace del homicida y del espectador uno solo.
Ante el acto de ver, el director y guionista propone dos caminos: el olvido y la rememoración. Helga quiere olvidar esas visiones para hacer caso omiso de la información, deleznar la visión para ponerse a salvo, mientas que Marcus pretende enfrentar peligros y temores para, a través del recuerdo, desentrañar la identidad del verdugo. En ese recorrido, la pauta es desconfiar de la mirada, porque ésta está atravesada por la subjetividad. “Crees que estás diciendo la verdad, pero de hecho estás diciendo tu versión de la verdad”, dirá uno de los personajes. Esa profusión hacia la mirada es constitutivo del giallo, y Rojo profundo funciona como paradigma de este ciclo por el acato a tópicos como que la resolución del conflicto se basa en el descubrimiento de un trauma de la niñez. Existe acá la necesidad de recrear las condiciones de ese episodio que funciona como golpe diferido y sale del pasado para cobrar carnadura en el presente de ese paciente “esquizofrénico paranoico” (porque se respeta también el tópico de darle un matiz freudiano, de brindar valor a la psicología de los personajes). De ahí la importancia del dibujo en la pared que reconstruye en campo la primera escena que se intercala con los títulos y queda vedada a la vista del espectador.
La otra cuestión típica se da en el vestuario del asesino, constituido por una gabardina negra, sombrero y guantes de cuero. Atuendo que esconde por completo las características físicas del personaje porque la intención es borrar toda huella posible. Esto funciona como herramienta para trabajar algo recurrente en las películas de Argento, que es la cuestión del género: Rojo profundo trabaja con la ambigüedad sexual, donde la barrera entre lo femenino y lo masculino se difuminan. Los personajes debaten sobre la igualdad de género, la periodista Gianna (Daria Nicolodi) no se ajusta al papel de mujer delicada y frágil sino que lo subvierte: es fuerte, avanza sobre el protagonista, le gana jugando a la pulseada y lo rescata de un edificio en llamas. Por otro lado, Marcus escapa al ideal de masculinidad, rehúye de la periodista, se muestra reticente a caer en los lugares comunes impuestos por el machismo aun cuando intenta profesarlos. Los roles sexuales como constructos sociales se subvierten no solamente al interior de la trama sino desde su planeamiento: el papel del compañero sexual de Carlo (Gabriele Lavia), el amigo pianista de Marcus, es interpretado por una mujer. Esta puesta en crisis del statu quo es propia de la modernidad y los movimientos contraculturales.
La modernidad aparece también en el turismo que pone de manifiesto la película: Helga es alemana, Marcus es inglés (genealógicamente ligado a lo detectivesco) y pasó un tiempo en EE.UU antes de arribar a Italia. Su mirada de detective es una mirada extranjera, desterritorializada, que se contrapondrá a la del asesino y a la de su amigo Carlo. La primera vez que se encuentran, la estatua de la fuente del río Po divide el plano que los confronta. Una división que el diálogo clarificará: se trata de diferentes pianistas, de diferentes clases. El protagonista es un burgués que toca por amor al arte, mientras que su amigo toca para vivir.
Este conflicto es dicho casi al pasar, sin mayor ponderación, y tomará relevancia mucho más adelante en la trama, pero sin grandes ampulosidades narrativas, porque el interés nunca estuvo puesto en los temas ni en la historia en sí, sino en la espectacularización y el disfrute de las escenas de asesinato. Tanto es así que Argento presenta la película con una segunda escena donde el telón del teatro se abre ante los ojos del espectador, haciendo que la narración se muestre como tal. El show da comienzo en esos primeros minutos a cortes de planos rápidos, a planos detalle, a la libertad de una cámara que muchas veces vuela sobre los escenarios mostrándose a sí misma, y mostrando, además, objetos de la infancia del asesino, que son presentados en un fondo negro, sacados de contexto, y cuya función es presentarle al espectador, por fuera de la narración, un elemento que constituye la sed de sangre del asesino, dejándolo en una posición privilegiada de información en relación al protagonista. Esto es así porque el foco de Argento está lejos de generar incertidumbre y misterio.
No representa un gran descubrimiento decir que lo narrativo, aun habiendo sido trabajado con atención en los personajes, en sus caracteres y motivaciones, siendo crisol de varios temas importantes como la mirada, la sexualidad como rol social y demás, no es lo primordial. El núcleo de la película está puesto en lo plástico, en el brillo que unas canicas comparten con un cuchillo, en la imagen del asesino proyectada sobre un metal esmerilado, en la reconstrucción de Nighthawks de Edward Hopper, en el color saturado de una sangre tan escarlata como irreal, en la espectacularización de la violencia, en asesinatos sangrientos, imaginativos, innovadores para llegar a ese rojo profundo del título. Esta decisión autoral es la antesala de lo que será el estallido del sentido –y de los sentidos- en su opus magnum: Suspiria (1977).
Rojo profundo (Profondo Rosso, Italia, 1975). Dirección: Darío Argento. Guion: Darío Argento, Bernardino Zapponi. Fotografía: Luigi Kuveiller. Edición: Franco Fraticelli. Elenco: David Hemmings, Daria Nicolodi, Gabriele Lavia. Duración: 127 minutos.
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