1. Uso y abuso. En los últimos tiempos hay una tendencia, en algunas producciones argentinas, al uso –y hasta el abuso- de una narrativa que tiene como eje la ruptura de la linealidad temporal, generalmente alternando secuencias que transcurren en diferentes tiempos –lo que se ve tanto en La ira de Dios como en las series Santa Evita y María Marta-. No se trata de afirmar que las películas que apuestan por una narrativa lineal sean más logradas; allí están para probarlo los huecos narrativos que exhiben películas que provienen del corazón del cine industrial –como Granizo y 30 noches con mi ex – tanto como producciones algo más independientes –El monte-. En Que todo se detenga el mecanismo es diferente: narra los tres días de un fin de semana comenzando por el domingo para terminar en el viernes. La cuestión sigue siendo, más que la estrategia elegida, si ésta responde a lo que se quiere contar. En general, parece obedecer más a una limitación o una imposibilidad que a una decisión tomada en función de la historia. En el mejor de los casos, se trata de la imposibilidad de sostener la atención en el relato en un orden cronológico. En el peor, la dificultad de comprender que cada historia exige una forma de narración y que la imposición de un modelo que se fuerza para que encaje, no conduce a los mejores resultados. En Que todo se detenga la lógica que podría sostener la inversión temporal sería la observación de los hechos que llevaron a una determinada situación que se nos presenta en el inicio. Pero si se observa con detenimiento, lo que ocurre el día domingo carece de relación con lo ocurrido en los días anteriores (las escenas en las que Germán –Gerardo Otero- se relaciona con Romano –Luis Ziembrowski-, su vecino de edificio), o se plantea como un suceso que se produce fuera del campo visual (la muerte de la madre de Germán) o se presenta como un hecho tan leve que no alcanza para sostener la idea de ese retorno (la escena del bar en la que observa a la mujer que suponemos en ese momento que es su ex pareja). Entonces, lo que se construye es un dispositivo en el que los sucesivos encuentros con distintos personajes a lo largo del fin de semana son parte de una dispersión que no explica la necesidad de esa inversión temporal. Si la idea es que el retroceso debe servir para comprender lo que ha ocurrido, el problema se plantea cuando se observa que éste no tiene la entidad suficiente. Y que, quizás, una narración lineal hubiera dejado en evidencia que lo que la historia tenía para ofrecer al final de ese fin de semana era más bien poco.

2. Apariencias. El eje sobre el que se articula la película pretende ser la relación de Germán con Clara (María Canale). En el comienzo, Germán se plantea a sí mismo como un hombre “que razona y obra sin amor”. Al recuerdo del momento en que le regaló a Clara un anillo de compromiso, le sigue la confesión de una ruptura como consecuencia de que todo se había reducido a sus propios egos. Clara vuelve una y otra vez en el relato, lo que le sirve para exponer el carácter de Germán: vigila el edificio donde vive, la llama a la madrugada para citarla al día siguiente, llega tarde a la cita en el bar y no se atreve a enfrentarla. La utilización constante de la voz en off, que refuerza la primera persona que impone el relato, tiende a desarmar cualquier oportunidad de construir el lugar que ocupa Germán para concentrarse en su visión sobre el otro. Si Germán queda apenas definido por las pocas palabras que dice Clara en la charla telefónica, ella queda definida por el engaño a Germán cuando aún eran pareja. El conflicto no del todo explicitado que llevó a la separación permite que la imagen que la película proyecta sobre Germán sea la de una autopercepción victimizada y acrítica. Una existencia justificada en sus actos una y otra vez: la cocaína que consume el fin de semana es una “mini recaída tras once meses”; lo que es como persona viene de que “esto es lo que mi época hizo de mí”. Padres, tíos, hermana, ex novia, amigos, conocidos circunstanciales: parecen parte de una confabulación que moldeó a Germán como un personaje resentido sin que, parece, él haya tenido algún tipo de intervención en su vida.

3. Vehículos. Tanto los cruces con los demás personajes como las derivas por la ciudad (el auto no es solo vehículo de registro, sino lo que propicia como disparador), parecen apenas excusas para que Germán Baraja, desde la voz en off, ponga en primer plano sus pensamientos sin mediaciones ni instancias en las que pueda encontrar alguien que los discuta. Y es que el mundo a su alrededor parece cuestionarlo constantemente: Francisco (Claudio Tolcachir), porque le perdió el celular que le prestó; la chica con la que se acuesta en la fiesta, porque le acabó adentro; Clara, porque le pone enfrente la verdad de la ruptura (“Te recuerdo que me dejaste porque no querías tener hijos”); Romano, porque detecta que consume cocaína y además de la mala; su hermana, porque es incapaz de visitar a su madre antes que muera. Es cuando está solo, o cuando se permite distraerse de su interlocutor, que aparecen los pensamientos de Germán en los que todo lo que se ve se vuelve materia cuestionable. El problema es que lo que empieza como una observación individual, va transformándose en alusiones colectivas que le permiten al personaje apartarse del centro y observar el mundo desde un costado. Cuando entra en la casa de Romano y observa las cabezas de animales en las paredes, piensa/dice que “los asesinos en serie comienzan con animales”. Cuando observa al policía que vigila la esquina de la casa de su hermana, la referencia es a que “una fuerza que se basa en hacerse odiar y que no genera dinero, no merece mi respeto”. Poco más adelante, esos pensamientos parecen derivar hacia una suerte de filo anarquismo nihilista, cuando plantea que “las calles las tienen que ganar las minorías” para luego, desde una especie de arenga, incitar a que los negros hagan su revolución y los maten a ellos y a sus hijos. Pero más pronto que tarde, ese planteo se situará, antes que en un plano cercano a lo revolucionario, en el caos de pensamiento que domina las últimas décadas del país.

4. Los Otros. La escena que le da entidad a toda la película, la que termina de definir el perfil que asumirá el personaje de Germán, es su encuentro con Tarzán (Alan Sabbagh), pareja actual de su ex y quien termina siendo el único que no ejerce ningún cuestionamiento. Tras la fachada de esa historia –la escena empieza con el encuentro de los dos cuando Tarzán pasea a su perro Pocho (ni el apodo del amigo ni el nombre del perro son inocentes) y Germán espía a Clara-, lo que importa es que la escena servirá, en primer lugar, para percibir la forma en que Germán observa su entorno. La escena en el bar de sushi empieza apropiadamente con Germán solo esperando a Tarzán, lo que le permite el tiempo para la observación cínica de quienes están en las otras mesas. El procedimiento es, curiosamente, similar al que Gastón Duprat le imponía a Arturo Silva, el marchand de Mi obra maestra: allí definía a los transeúntes –incluso con el detalle de que la escena también transcurre en las inmediaciones de Plaza San Martín- según los prejuicios basados en las formas de vestir o de moverse. Así es que en otra mesa, Germán descubre que “Ahí tenemos un hípster, sobreviviente de los años cuarenta, subcultura de pendejos bohemios que se hacen los inteligentes”. En otra mesa, en tanto, encontrará otra víctima de sus ideas: “Ahí lo tenés, se hace el hombre ocupado y quiere parecer conforme con su edad. Seguro tiene una foto bronceado en la mesa de luz. (…) Pero no es un idiota que se comió el cuento del progreso y se quiere levantar a esa mina de cuarta que también quiere pertenecer”. Las dos escenas contrastan el discurso con las imágenes en las que vemos el objeto de su observación en cámara lenta, como si se necesitara recalcar los detalles gestuales que abonarían esas aseveraciones, aunque no las haya más que en el prejuicio del enunciador. Ese procedimiento se reforzará en el tramo final, cuando el discurso de Germán de la noche del viernes, se vuelva más profuso, como si necesitara enroscarse después de la autojustificación como producto de una familia en la que la madre engañaba al padre con el hermano de éste (y que se sugiera que además ejerció algún tipo de abuso sobre el Germán niño). El problema es que al texto no le interesa tratarlo como secuela, sino que fuerza esa interpretación para que el personaje destile su odio por el mundo. En ese tramo final, Germán sostiene: “Intenté hacer alto en todas las plazas posibles con la junta de imbéciles y zombies que sobreviven a todas las épocas”. Y luego se refiere “a los que piensan dejar atrás la grasa de las capitales y montaron su casita para vivir de la agricultura orgánica para mirar morir los días con su novia proto-hippie”. El discurso se monta primero sobre las imágenes de un grupo de jóvenes tomando cerveza en una plaza, luego sobre otros jóvenes alrededor de un fogón y finalmente sobre las imágenes de una familia feliz en una casa alejada de las ciudades, como si quisiera denunciar la existencia de un mundo forjado en las apariencias, preso de una falsedad disfrazada de felicidad, estableciendo una relación directa de reforzamiento entre el discurso y la imagen. Pero hay algo que no cierra en ese discurso, y es la actitud del personaje, más ligada al resentimiento social que a la mirada crítica sobre el entorno. Y que podría resumirse en el planteo que el propio Germán realiza en un momento, cuando se pregunta, de manera algo retórica, “¿cómo, siendo superior a la media, no se puede evitar sentirse un fracaso?”. El lugar de Germán es, entonces, el que se autoasigna: un hombre superior a “la media” pero que se siente fracasado por lo que lo rodea y que es lo que le impide relacionarse con el mundo.

5. La política. Esa escena también pone en el centro del relato la mirada sobre la política, con la pretensión de hacerlo desde adentro, y no como un comentario de un observador distanciado. En ese momento, la relación entre Tarzán y Germán revela su origen en la militancia política. Y, más específicamente, en la militancia en el peronismo kirchnerista. Tarzán fue un funcionario en el Ministerio de Planificación (al menos eso sugiere al mencionar que no trabaja más allí desde que “se armó el quilombo” sin que explicite a qué se refiere) que fue rescatado por un legislador del partido. Germán fue un militante que aún tiene en su departamento un diploma de reconocimiento del Partido, firmado por Néstor Kirchner y por el intendente de Florencio Varela –lo que se recalca al ponerse en primer plano-. Pero Germán, admite, se cansó de la militancia, sin que sepamos cuándo y por qué ocurrió eso, al punto de despreciar aquel reconocimiento (“Voy a tirar el diploma, no me gratifica colgarlo”, le dice a su amigo Francisco). Entonces, lo que instala esa escena es una mirada que no critica a la política, sino que la desprecia en todo sentido. “La política es apasionante a cierta edad, cuando uno cree” dice Germán, como si en ello resumiera el tránsito de una juventud maravillada y no maravillosa a una adultez pesada y descreída en la que se abjura de los pecados de juventud. Y es entonces que el diálogo con su amigo establece una serie de definiciones que, desde el ejemplo, funcionan como generalización del descrédito de la política. Sobre su amigo dirá que “es ley, la gente que no tiene talento se dedica a la política”. Y sobre los movimientos de la política argentina, el diálogo que mantienen es indicativo de esa visión:

“Tarzán: -Solo sirve para hacer caja (en referencia al legislador que lo rescató).

Germán: -¿Peronista?

Tarzán: -Me extraña, Baraja, en este país somos todos peronistas. (…) Asumió su banca con el macrismo, después se pasó a nuestro bando.

Germán: -Un vivo.

Tarzán: -Un boludo. Él y su jefe podrían haber instalado una democracia neoliberal por 25 años y no les dio ni para un mandato.”

La abjuración de Germán respecto de su militancia entonces se completa con una visión en la que aquella militancia se transformó en otra cosa. La política es un conglomerado de burócratas sin talento que se acomodan en cualquier espacio que los contenga, legisladores elegidos por un partido que se pasan a otro (usar la terminología de “bando” no es casual para completar la denostación) y, por sobre todo, la reducción de lo político a lo partidario, una explicación funcional a la hora de colocar en el otro la totalidad de las responsabilidades y que no deja de ser una de las formas que las derechas vernáculas –más o menos articuladas- han encontrado para fomentar la anti-política como única forma política aceptable. Algo de eso hay cuando el personaje remata su visión señalando que “el peronismo ya no existe más; alegóricamente es como la verga que no nos podemos sacar del culo”, señalando nuevamente cuál es el problema en la visión que Germán tiene del país.

Sobre el final, en esa arenga desesperante en la que entra –y que termina pareciéndose demasiado a las parodias de Peter Capusotto-, parece encontrar un claro por donde colar una idea que pretende equilibrar el cuestionamiento previo. Porque después de recordar que no pudo congeniar ni con la antropóloga ni con “la militante social política que se autodefine como comprometida con la causa del pueblo” (a la vez que la muestra como una especie casi infantil de coleccionista de tips que definirían su posición política), pretende arremeter contra los otros. Contra “los mismos mierdas que siguen al pie de la letra lo que un comunicador pedorro que era de izquierda y ahora es de derecha y con su algoritmo mediático agita a los chicos despolitizados para que se pronuncien contra el totalitarismo cuasi comunista de Estado para que los proyectos transformadores no puedan ni deban ganar”. Y también porque “detrás de cualquier pared hay miles de energúmenos esperanzados en que vuelvan los genocidas a comandar este error de la gramática pronunciado Argentina”. Pero en ese examen de lo que hay alrededor, lo que falta es la mirada sobre sí mismo. Germán está construido como un personaje que cuestiona sin involucrarse, que desprecia como si no fuera parte. En un punto, me hace recordar a otro personaje desagradable, el protagonista de Fuckland, esa pretendida ironía seudo documental por la cual se intentaba recuperar las Islas Malvinas embarazando a todas las kelpers. Aquí ni siquiera hay esa pretensión de distanciamiento irónico. Todo es serio y pesado, una mirada con intención de diagnóstico que repite los tics de un discurso antipolítico, que esconde su carácter puramente político, en tanto visión sobre la sociedad en la que el individuo se mueve. Ese carácter, el del personaje desagradable y su visión antipolítica, corren el riesgo, en su establecimiento desde la primera persona del singular, de contagiarse a la película. Y con el peligro que implica ese velo que corre sobre el final. Porque no es, como dice el personaje, que “piensa mucho”. Lo que hemos visto no es nada más que la destilación de su odio absoluto sobre todo lo que lo rodea. Y eso no solo no es pensar: confundir el odio con el pensamiento no es solo un signo de estos tiempos, sino que se vuelve, como idea, demasiado peligrosa.

Que todo se detenga (Argentina, 2021). Dirección: Juan Baldana. Guion: Juan Baldana (basado en la novela de Gonzalo Unamuno). Dirección de Fotografía y cámara: Fernando Lorenzale.   ADF. Cámara 2. Santiago López Basualdo. Montaje:  Pablo Di Bitonto. Asistente de Montaje: Ivan Baldana. Corrección de color y Trucas: Leo Aramburu. Dirección de Sonido: Pablo Irrazabal. Sonido directo:   Sergio Cabrera. Música Original: Sergio Vainikoff. Elenco: Gerardo Otero, Luis Ziembrowski, Claudio Tolcachir, María Canel, Alan Sabbagh, Natalia Dalena, Martina Garello, Lucas Martínez. Duración: 82 minutos.

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