10711756_10203719820028889_971176985_nPresentación de Hacerse la crítica en El Cairo

  1. Tocar el espejismo, por Marcos Vieytes.
  2. La tinta y la sangre, por Emiliano Oviedo.
  3. Con alma y todo, por Ignacio Izaguirre.
  4. Gente conocida (de la pampa sojera a la pampa bárbara), por Andrés del Pino.
  5. El Cairo siempre estuvo cerca, por Eduardo Rojas.

Tocar el espejismo, por Marcos Vieytes. Cuando entré por primera vez al auditorio de la sala a oscuras pensé en la cámara de Darío Argento apartando cortinas y accediendo en movimiento subjetivo a los decorados de sus mejores películas, ritos de pasajes a estancias fabulosas. Todo era mullido y rojo allí dentro, infierno suntuoso y anacrónico. La mirada no pudo hacer otra cosa que marchar por los pasillos que se abrían entre las butacas de pana hasta desembocar en un oasis de palmeras, relieve que hace setenta años debió haber funcionado como una prolongación espacial de los exóticos decorados de Pepe le Moko o Tres lanceros bengalíes y un sinfín de películas de aventuras colonialistas, y ahora son un talismán temporal, portales que, aislados en plano detalle, nos depositan en la pesadilla lyncheana del cine devenido espectáculo malsano.

Una sala de cine restaurada  como esta, y vacía justo antes de una función de Francia, de Adrián Caetano, es una mezcla irresistible de tren fantasma, puticlub y templo, espacios transitados por el deseo con temor y temblor, tan imaginados como para vivir en una versión vicaria de ellos antes que en la realidad. En las dos esquinas superiores de la pantalla, allá en lo más alto de un recinto que a los chicos les debía parecer enorme (la infancia es una cosa que siempre sucede en una película), un par de figuras humanas que yo creí grecorromanas y resultaron ser egipcias presidieron nuestra estadía sin descolgarse nunca del techo, ese Olimpo o Ciudad de los muertos vivos del cine que ni los bastardos sin gloria de Tarantino se atreverían a incendiar.

Pero volvamos al ras del piso, que en este caso son dos porque las 406 butacas se reparten entre la planta baja y el glorioso pullman de crujiente parquet bajo la suela del zapato. Al pie de la pantalla, siete banquetas altas como las que usaban Morelli y Berutti en Función privada nos recibieron con menos adjetivos y nada de alcohol, al menos durante la presentación de HLC: Pampa bárbara en la que Oviedo, Rojas, Del Pino (que dejó de ser el gran freestyleman virtual que es para surfear las olas de la oratoria publica y radial de cuerpo presente sin despeinarse), Izaguirre, yo, Silva y Gómez nos dimos a conocer a una platea que miraba desde la penumbra, tan atenta a los monólogos cómicos de Ignacio como a la exploración transmedia de Emiliano, la arqueología espontánea de la relación virtual con el cine emprendida por Eduardo valiéndose del cine de Armando Bó e Isabel Sarli, el reconocimiento por parte de Andrés de las tecnologías que hicieron posible una página de crítica de cine como esta, el federalismo concretado gracias a esta actividad sobre el que se afirmó Hernán, así como la importancia del cuerpo a la hora de ver películas y escribir de ellas sobre la que se explayó Nuria.

1236827_508053699338895_6491512867578892759_nLa recepción rosarina a Hacerse la crítica no pudo ser mejor. Las gestiones de Emiliano Oviedo nos procuraron viaje, estadía, actividades y difusión, que incluyeron la participación de todos en el programa de radio Linterna mágica de Leandro Arteaga, de quien nos llevamos su libro La pantalla dibujada: Animación desde Santa Fe. Además, nuestro primer volumen en papel ya está a la venta en Rosario y, de yapa, conocimos al mítico crítico de cine y docente Emilio Bellon en el mismísimo bar El Cairo que, según dicen los que saben, ya no es lo que era (la iluminación en contrapicado de la estatua de Fontanarrosa acodado a un buzón, en el camino que lleva a los baños, es más bien espeluznante y me hace pensar que hay formas de la inmortalidad que son más duras que la muerte). La sala de cine El Cairo, sin embargo, no solo sigue viva y restaurada, sino también consciente de su historia. No sólo fuimos objeto de la hospitalaria atención de Ariel Vicente y Fernanda, sino que además nos llevamos un recuerdo que en realidad es una reliquia, un trozo de la pantalla original del cine enmarcado en una tarjeta postal troquelada que al abrirse despliega una reproducción a escala de la sala.

La tinta y la sangre, por Emiliano Oviedo. Fue oxígeno. Encontrarme con ellos, con Marcos, Eduardo, Hernán, Andrés, Nuria e Ignacio fue oxigenante. Oxígeno para la sangre y la tinta. La tinta y la sangre se parecen, son la misma cosa, escribió Silvina Ocampo. Por ellos, gracias a todos ellos, entendí que no es en vano lo que hacemos, porque no lo hacemos solos, somos un grupo. Y cualquier misión, cualquiera, si la lleva adelante un grupo, es una misión que ocupa un lugar en la realidad. Es demasiado fácil perderse en la virtualidad. Escribir, ver, descargar esto, aquello, y aquello otro y aquello más. Por eso existe la sala de cine, un espacio físico que vincula el imaginario y el ensueño con las molestias corporales de la realidad. Tomarse la molestia de comparecer en la sala.

Nos reencontramos con algunos y nos conocimos cara a cara por primera vez con otros. La excusa (válida excusa) fue la presentación de un libro, un libro sobre cine, un libro escrito y manufacturado por personas que adoran el cine. A todos los integrantes de HLC nos gusta leer, y mucho, Marcos me trajo cuatro libros de regalo. Y nos gusta ver películas y escribir sobre ellas, y los integrantes que la tienen más clara rápidamente nos hicieron comprender de qué va escribir sobre cine y cuál es la autonomía del texto crítico. Porque el cine y el libro se pelean, se pelean desde que nació el más joven de la disputa. El libro, que ocupa un lugar de privilegio en la cultura, lleva los galardones y los honores de la alta cultura. La lectura se recomienda, se fomenta y se lamenta si decae. Por eso, el ejercicio de leer nunca conlleva la sensación de perder el tiempo, el acto de lectura no implica esa pérdida, cuando un estudiante lee está invirtiendo en su futuro. En cambio, muchos estudiantes se escapaban de la escuela para colarse en el cine. El cine nunca tuvo un lugar de privilegio, porque apenas lo tuvo llegaron los heraldos que anunciaban su pronta muerte y desaparición.

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El cine es un flujo libre y dispendioso de tiempo. Un acto dilapidatorio, dilapidario, efímero. No es retentivo. No es acumulable. No decanta y sedimenta su recorrido intelectual en los anaqueles de una biblioteca, no deduce un registro visible, confiable y coleccionable de su actividad. El volumen de un libro en la biblioteca, en cambio, es el registro y la garantía de su lectura, de que hemos invertido bien nuestro tiempo. Los libros son depósito y confirmación de la actividad intelectual o la garantía en el reclamo de su lectura postergada. Una biblioteca es una bitácora.

El cine, como el bovarismo, como el quijotismo, no adscribe a esa moral del uso cuantificable, capitalizable, medible; por el contrario, es gasto, derroche, pura experiencia, por eso se acerca a la aventura, por eso se escapa a los órdenes mercantiles de la vivencia. El cinéfilo es estéticamente decadente y moralmente irresponsable, pero de un decadentismo y de una irresponsabilidad suprema, lejos de la irresponsabilidad banal que se califica como actitudinal y que se prescribe y proscribe en los ámbitos pedagógicos y educativos. El cine es profano, un templo en estado puro, un templo promiscuo porque no hay dictámenes de prohibición alguna. En su pira de imágenes se estimula y desboca al deseo. Cuando entraba a El Cairo por la tarde para ayudar a Ariel a coordinar el evento de HLC, entendía por qué los jugadores de fútbol (que vienen cada vez más tontos, volvé Eric Cantoná) tocan la línea de cal y se persignan al entrar a la cancha. Lo hacen porque allí viven su otra vida. La vida del juego, de la aventura, del no saber qué va a pasar ni cómo van a salir las cosas. La cancha es su redil y su templo profano y rupestre, antediluviano. Yo tocaba la madera del suelo del pulman cuando entraba. No me santiguaba, no. Inspiraba hondo todo el olor de El Cairo. Me llenaba el ánima de ese cine encantador. Su aire de libertad.

10690315_508055146005417_4436438248964947813_nEl cine está ligado a una actitud socialmente condenable, como es la del ensueño, una predisposición a desanclar de los parámetros de la noción más utilitaria del tiempo, una actitud contemplativa del deseo cuya condena quedó popularmente retratada por la fábula de La lechera, donde al personaje no se le permite soñar, y se le exige que tenga los pies en la tierra. Hay una ensoñación suprema, creo, y es la ensoñación de ir al cine por la tarde. Desestimar las obligaciones mundanas y colarse en la sala. Es en esas funciones cuando el cine trae antes la noche, adelanta su llegada, dispone todo el mobiliario del ánimo para un huésped anticipado. La noche llega antes cuando se entra al cine por la tarde.

Durante la charla en El Cairo Marcos me preguntó si ese efecto encantatorio que se produce a la salida del cine es efectivo también cuando uno mira una buena película, pero en la comodidad del hogar. Yo dije que no. Lo dije con seguridad, antes de pensarlo siquiera, luego volví sobre los pasos y argumenté que el cine demanda la salida, la caminata hasta la sala, la boletería, la cola, el ingreso, ubicarse en la platea. La salida al cine nos exige tomar varias decisiones activas para poder ingresar en ese recinto oscuro y encantado que es la sala. Ir al cine tiene mucho de esa sensación que deslumbra a los chicos cuando el auto en el que van de repente se mete dentro de un túnel y pasa de la luz del día a una luz artificial, más tenue y controlada, y al movimiento continuo pero aislado del resto de la ciudad. Cuando entran a un túnel, los chicos esperan encontrar algo mágico del otro lado, y el descubrimiento mágico que tienen es volver a la luz, salir del túnel, reingresar al orden disperso de la realidad. Y eso es tan mágico como si hubieran salido del submundo e ingresado al país de las maravillas. El pasaje por el túnel los puso en suspenso. El cine no hace otra cosa, nos pone en suspenso. Aplica un paréntesis mágico al continuo disperso de nuestra realidad y lo controla con imágenes y oscuridad. La sala de cine nos exige disponibilidad, nos exige que nos entreguemos totalmente para que la magia se cumpla. Y en las butacas, relajados, nos entregamos. Nos entregamos en un acto de rendición. Deponemos nuestros estandartes y entramos al reino de otros que no somos nosotros. Somos generosos en la sala de cine. Pero esa generosidad trae recompensa, porque cuando salimos del túnel, se reproduce otra magia, quedamos fascinados, atontados, con el sentido de la orientación desorbitado, se nos llena el alma de presentimientos que no podemos decidir, a dónde vamos a ahora, qué hacemos ahora, después de haber experimentado tantas cosas. Y lo que hacemos es simple, abrimos los ojos tan grandes como los chicos cuando salen de un túnel a la luz y reconocemos, por segunda vez, la realidad, la nuestra, la que tiene exigencias, molestias, angustias y menos encantos que un reino de maravillas, pero la luz es tan cegadora en la puerta de la sala que nos maravilla, nos maravilla y desconcierta. Los hombres pre-cine tenían que bastarse con los sueños para reconfortar y guardar el ansia insaciable de vivir, para aplacar la locura voraz de morder el nervio de la vida. Nosotros, en cambio, somos espectadores. Somos espectadores, nos levantamos, somos espectadores, el puño en alto, somos espectadores fellinianos, wellinianos, chabrolianos, pasolinianos, somos espectadores, lo somos, el puño cerrado como un fruto por reventar de savia, somos espectadores y le confiamos al cine nuestra promesa con la vida, nuestra convicción confundida, nuestra sed de alarma y aventura, nuestro apetito de ardor y de espada, nuestras llagas de locura y de espanto, se las confiamos a la madre de las sensaciones y de las invenciones de Morel, todo se lo confiamos a esa pantalla luminosa, embustera, enloquecida. Nosotros, espectadores, los que vamos a morir, te saludamos.

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Con alma y todo, por Ignacio Izaguirre (texto leído por el autor durante la presentación). Cuando me acerqué al ambiente de la crítica me enteré de que había una subespecie habitando el territorio. Los cinéfilos, huraños y furtivos, con hábitos de aristocracia en el exilio, moviéndose por debajo de la crítica masiva.

Estaba claro que compartía algunas características con ellos. En principio tenemos miedo, nos da miedo la gente, la gente mujer más que nada, pero cualquier gente. También somos sensibles y románticos, en el peor y en el mejor de los sentidos, que son el mismo; y estamos hambrientos de experiencias intensas e iluminaciones trascendentales.

La combinación no puede ser peor. Personas que anhelan las experiencias más profundas de la vida, pero no se animan a ir a comprar el pan. En el cine, entonces, podemos vivir una copia de esas intensidades. Llorar, emocionarnos y enamorarnos para siempre sin ser ni siquiera mirado, sin poner, eso creía yo, el cuerpo. La otra salida era la religión; a diferencia de las mujeres, Dios aprieta pero no ahorca; o las drogas, pero pocos se animan a encarar al dealer.

Entonces, de adolescente, fui al cine. Eso creó un mundo interior, como cualquier cosa que uno haga o no haga crea un mundo interior. Y después empecé a leer El amante, porque ese mundo pedía interacción. Ese fue el comienzo de un diálogo que parecía ser con los redactores, pero es en realidad entre uno mismo y aquel mundo interior. Los textos no son más que el primer motor inmóvil.

Estos tipos, en general, crecemos y nos damos cuenta de que todos tienen miedo. Que los otros solo se inventan una ficción donde sentirse seguros. Nos calzamos nuestro mundo interior como armadura y salimos. El miedo sigue ahí, aparece ahora como soberbia y fingida autosuficiencia. Un aire de superioridad en el que siempre se está a salvo simulando que se sabe algo a lo que los demás no acceden.  Cada afirmación va precedida entonces de un “si se lee bien el texto…”, de manera que el que no está de acuerdo es apuntado como víctima ignorante de su mala lectura, ya no es un igual que piensa distinto.

10494822_784047768311396_7874181632576825424_nCreo que lo “bárbaro” del Pampa bárbara, lo que puede pasar por salvaje, es lo opuesto a ese simulacro de cultura para entendidos. Algo que tiene que ver con lo vital, como dice Vieytes, con la vida en movimiento y en riesgo. En Hacerse la crítica hay gente que se anima a salir de ese lugar de seguridad cobarde, decide volver a enfrentar aquel miedo original a ir a comprar el pan.  Ese miedo es miedo al cuerpo, al cuerpo entero, con alma y todo, que también es cuerpo. Los que escriben en estas páginas se animan a volver a poner en juego sus sentimientos y si se equivocan, se equivocan, y si queda ridículo, o no es cool ni pop, ni hace juego con el Central Park, por algo será, se publica igual.

Mi aspiración personal es acercarme a esas formas que admiro y que los que escriben en esta revista representan.

Gente conocida (de la pampa sojera a la pampa bárbara), por Andrés del Pino. El agujero en la pared. Llegué  a Rosario por el mismo camino y como tantas veces pero un poco más apurado y con ansiedad de sensaciones nuevas. Iba a participar de la presentación rosarina  (¡al fin!) del primer volumen de Hacerse la Crítica y –con semejante excusa-  convertir de una vez por todas en reales esos abrazos casi diarios de Facebook con los bárbaros de HLC: no conocía personalmente ni a Marcos, ni a Nuria, Hernán, Eduardo, Emiliano o Ignacio, históricos de la gesta crítica que venía yo espiando (espectador al fin) por estos ventanales indiscretos de internet hasta que don Vieytes me dijo que ahora a los de las ñatas contra el vidrio les dicen “lurkers” y me propuso el desafío de participar como “redactor satélite” desde mis pampas cordobesas adoptivas. El miedo no es zonzo.  Hasta allí, nuestras mesas cinéfilas no conocían de bares aledaños al cine, un rito que en el interior del país se murió hace rato. Las mesas cinéfilas venían siendo 2.0 y en algunos casos –el mío, por ejemplo- un recurso de la modernidad para la subsistencia de un vicio.

Las largas cuadras entre Pellegrini y Santa Fe las caminé a paso apurado mientras, cual primera cita, iba esquivando peatones lentos y apurando riesgosamente cruces de calle tratando a la vez de imaginar el encuentro y hasta de ensayar saludos. Inútil: como en toda primera cita llegué sumamente transpirado y agitado, apenas pude en un principio enhebrar gestos y frases inconexas y me sobrepasó la calidez de estos amigos que habían salido del muro de la red social como literalmente atravesándola y cayendo –todos juntos, casi amontonados- en el hall del cine El Cairo que estaba como para estrenarlo, de lindo que está. Y era como si los conociera desde un montón de tiempo atrás. Ya era feliz y recién llegaba.

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Seis magníficos y un libro de cine. Tuve el placer y el honor de ocupar un lugar de preferencia acompañando a la muchachada de HLC en algo que mucho tuvo para mí de ceremonia atemporal: la presentación de un libro, de un libro sobre cine, de un libro que recopila con justica en papel un ejercicio de amplitud de criterio, y un recreo donde conviven el espíritu crítico y el análisis minucioso con el espectador cinéfilo apasionado (Vieytes dixit) y el ánimo lúdico. Pocas veces he encontrado tal simbiosis en mi larga experiencia de lector y coleccionista de amados recortes inútiles que se me fueron perdiendo.

A la vez, tal ceremonia se llevaba a cabo en un cine recuperado con respeto por su historia y sus formas, sin por ello renegar del confort que necesita el espectador de hoy. Me dio envidia, qué quieren que les diga: ojalá los rosarinos, que también perdieron tantos cines en este camino atroz que convirtió en poco más de diez años a las salas en templos, refugio de (otros) mercachifles o baldíos para futuros edificios impersonales, sepan aprovecharlo: eso no se encuentra ni en la idílica promesa de comodidad de los shoppings ni en las viejas salas pseudo reacondicionadas e incómodamente divididas y agonizantes. Menos que menos aún, lamento insistir, en el interior del interior del país. El Cairo fue un merecido túnel del tiempo que le dio ámbito propicio a tales condimentos de la presentación de Pampa Bárbara y a la vez, como dijo Ariel Vicente en su rol de anfitrión, al intercambio de opiniones, perspectivas y presagios sobre el futuro del cine de la mano de las nuevas tecnologías cada vez más interactivas, así como de los consumidores convertidos en prosumidores, y demás cambios en las reglas del juego que dieron tela para cortar y, por qué no, ciertos sentimientos encontrados frente a tanto cambio que por ahora es más notable cuan avasallador en su faz técnica. Razonablemente, esto ya viene alterando los nervios de la cinefilia más clásica. Y es fantástico poder participar desde cualquier silla adelante, atrás o en el medio de este debate. Y en un lugar como Hacerse la Crítica.

10624746_508053136005618_6484177965838542079_nEl Cairo siempre estuvo cerca, por Eduardo Rojas. El Cairo fue primero una ciudad de fantasía, tierra de pirámides, palmeras y camellos, de Cleopatras lujuriosas abanicadas por esclavos morenos y eunucos (aunque en los comienzos no sabíamos de la existencia de esa palabra ni su sentido), de exploradores con cascos de corcho y torvos esbirros de algún maligno jefe local, ataviados con un gorrito cónico y portadores de una maldad sin fisuras. Después fue una ciudad del oriente cercano, multitudinaria y abrumadora, participante de guerras y conflictos en los que se juega buena parte del destino mundial, o de revoluciones que pueden alumbrar la libertad de millones.

Entre una y otra, la de La rosa púrpura…y la de la plaza Tahrir, se apretaron muchas de nuestras fantasías de espectadores o  viajeros exóticos.

Sin embargo hace unos pocos días, un pequeño grupo de iluminado, (por el haz de luz de la linterna de un acomodador) todos integrantes del núcleo de acero de Hacerse la crítica, a saber:  Marcos Vieytes, Hernán Gómez e Ignacio Izaguirre (con la lamentada ausencia de Paula Vázquez Prieto), Nuria Silva, Emiliano Oviedo y Andrés del Pino, más el suscripto y Sonia y Gabriela, supimos descubrir que El Cairo no era solo un lugar lejano ni clave en el escenario político mundial, que al contrario siempre había estado cerca, casi al alcance de nuestras más preciadas fantasías cinéfilas. Una sala de cine en Rosario, pegada al bar homónimo que, a partir de Fontanarrosa, tiene su propia leyenda. Paredes revestidas de volutas y oropeles, de palmeras en relieves de estuco, arabescos de una época en que la palabra kitsch todavía no había sido inventada¸ todo puesto a nuevo, reluciente, fuera del tiempo, iluminado por luces rojas, a veces verdes para darle el toque final a este templo retro intemporal . Allí se proyecta cine, en ese ámbito Ariel Vicente y sus colaboradores nos recibieron para convencernos de que nuestra vida de espectadores activos no ha sido vana. Como la Sala Hugo del Carril de Córdoba capital, como las Salas Leonardo Favio de Río Cuarto, con más o menos oropeles, con el permiso y la libertad que a sí mismos se otorgan, estos pioneros del pasado y el presente siguen adelante y, como Ariel Vicente y sus/nuestros amigos, nos muestran que, por suerte, El Cairo siempre estará cerca.

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