…porque entonces empezaban inmediatamente
a jugar un juego cifrado que apenas comprendían
pero que había que jugar para que el tiempo pasara
y los tres se sintieran dignos los unos de los otros


(Capítulo 44 de Rayuela, Julio Cortázar)

Cuerpos, sudores, gritos. Hombres -sólo hombres- de la zona balcánica o cerca del Este de Europa: algunos italianos de los Alpes, turcos, croatas, yugoslavos. Hombres que hacen juegos de manos, juegos de palabras, ceremonias a veces insólitas que remiten a épocas pasadas. Se asoman en ellas algunas tradiciones, el olor de lo atávico y una suerte de perpetua masculinidad que se adhiere a cada encuadre sin necesidad de ser enunciada. Playing Men inicia su recorrido nómade a puro roce, entre tipos que se agarran, se tiran al suelo, se trenzan en una lucha en la que invariablemente aquel que domina la situación mete sus manos entre los pantalones de su adversario. En las tribunas hay muchos hombres que miran satisfechos; abajo, en el pasto medio alto y el calor húmedo, los participantes transpiran gotas homoeróticas, se mojan, descansan un poco en medio de un bosque y vuelven a meterse mano. Poco después, otra viñeta cruza geografías con total libertad: en un pueblo italiano, un grupo de adolescentes forma un círculo y perpetúa un juego de gestos y palabras, lleno de retruécanos y con una lógica difícil de seguir, a pesar de lo que minutos antes explican unos viejos con satisfactoria contradicción. El juego, dicen, remite a las matemáticas, a la rapidez y a la resistencia. Algún hombre murió involucrado hasta el extremo en una partida de catorce horas; otro prefiere una forma menos peligrosa y no tan gritona, todos sonríen y en ellos fluye un orgullo que se parece a la unión de los ríos en un solo caudal. La imagen de unas manos entrando y saliendo de cuadro, su rítmico devenir en el que los dedos forman y deforman números en perfecta sincronía, definen la propuesta de esta película rara, abierta a las sorpresas y por supuesto, juguetona. A Ivanišin no parecen interesarle las reglas sino sumergirse en el juego, rodearlo con sus rugosos 16mm y Súper 8 (potente anacronía fílmica) y relojear una perpetuidad fuera del tiempo que se intuye en esos ritos.

¿A qué tradición obedecen esos actos, a qué origen mítico o ritual, a qué idea un poco machirula de comunidad varonil, a qué abismos de sentido? Playing Men no busca respuestas, o si lo hace -la película adopta una forma nada inocente y que es en sí misma una proeza cinematográfica- no necesita explicitarlo. Habrá que encontrar en los márgenes de cada secuencia y en sus transiciones, una mirada atenta a los detalles que se carga de sentidos: el contrapunto sonoro entre el silencio y los roces de los cuerpos, un travelling lateral que eleva la poética de unas estrofas cantadas al filo de la noche, un hombre junto a un árbol mirando las montañas que ya no pertenecen a su país, la aparición hilarante de un sacerdote africano en un balcón, que hace suya una tradición que no le pertenece (la de los quesos de Novara que ruedan por todo el pueblo). En el espacio vacío de un cabaret -el fuera de campo femenino es casi absoluto- se enuncia sin palabras la ausencia de las mujeres y el rol que tienen asignado en ese espacio; en una canción se susurran persistencias y obligaciones de esos juegos por y para hombres.

En algún momento del viaje, la película introduce la duda: el director ya no sabe que más filmar. Todo se vuelve opaco, las imágenes vuelven sobre sí mismas, lo errático se traviste de rumbo incierto. El salto que propone Ivanišin sorprende y hechiza; y a su manera, Playing Men se acerca a la épica: en uno de los tantos planos prodigiosos que regala la película, suena en la noche una referencia musical a Río Bravo de Hawks, western íntimo que hace de la amistad entre tipos un centro mucho más interesante que las convenciones anodinas del género.

Con el recuerdo todavía fresco de las ceremonias grupales, irrumpe la evocación de un hecho deportivo que mutó de hazaña personal a explosión colectiva. El director no abandona nunca su rol de oyente atento, mientras otro hombre pone en palabras esa anécdota. La pantalla negra y un audio que llena el espacio vacío de la imagen, generan un clima plagado de tensiones. Cuando vuelve la imagen, asistimos a la celebración popular, a ese raro sentimiento de arraigo que personas muy diversas proyectan en un equipo o un deportista. Se celebra como propia la victoria de otros, se oye decir que el campeón lo hizo por su pueblo, el éxtasis es colectivo, el desborde de la multitud es inminente. Todo es un poco irracional, hay alegría, nervios y un quilombo muy latino, con sillas que vuelan y desbordes de todo tipo. La música tiñe de poesía toda la secuencia, ya no se sabe si se mitifica al héroe nacional o se asiste a la locura colectiva.

En esa zona incómoda y un poco híbrida, Playing Men reafirma su inteligencia, esa que la lleva a saber cuando exponer y cuando callar, cuando mostrar y cuando no. A fin de cuentas, el cine también es un juego que puede ser eterno e infinitamente más libre que cualquier tradición.

Playing Men (Eslovenia, 2017). Dirección: Matjaž Ivanišin. Guion: Matjaz Ivanisin. Fotografía: Gregor Bozic. Elenco: Emeka Udechukwu, Salvatore Bartolotta, Iko Livajic, Miro Kujundzic, Michael Scalisi. Duración: 60 minutos.

La película puede verse de manera gratuita -con subtítulos en inglés- en el sitio https://dafilms.com/film/10447-playing-men. Sólo hay que registrarse y compartir el vínculo por alguna red social.

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