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Placer y martirio trata de la vida sexual de las burguesas de Puerto Madero. Es una película muy seria, no un exploit.

La insatisfacción de la burguesía es a esta altura un tema clásico del cine. El hastío, el vacío, la noia, ese letargo existencial que hace que todo importe lo mismo, el tiempo muerto, la anomia, la merma terrible del deseo: un repertorio tan codificado como el del relato gótico. El de los burgueses secos es casi un subgénero del cine culto. De ahí que en los papeles resultara tan interesante el acercamiento de José Campusano a un mundo opuesto al que había descubierto para el cine argentino con una prepotencia admirable, que parecía perdida para siempre en un oficio gobernado por la corrección. El tipo de Vil romance, Vikingo y Fango en Puerto Madero: ni Di Benedetto por Martel garpaba tanto.

Resultado: desilusión total.

Lo mejor de Placer y martirio es el título, que tiene esa mezcla de escabrosidad y moralismo tan propia de las ficciones masocas. (La Venus de las pieles, sin ir más lejos, es un delirio perverso y punitorio absolutamente encantador). Por desgracia, Campusano solo desarrolla el segundo de estos aspectos. En la pantalla no hay nada perverso ni escabroso (puede que en el guión sí). En historias de este tipo, ligadas a vidas exhaustas, el sexo suele aparecer como un muestrario de aberraciones propias de cierto hedonismo mórbido o como énfasis definitivo de un vacío que roe la sensibilidad e impide la comunicación. Digamos: como polvos coloridos y bizarros o meras sacudidas de cuerpos desconectados entre sí y consigo mismos. Placer y martirio apunta argumentalmente a la primera opción pero pone en escena el sexo como si apuntara a la segunda. Lo que vemos son encuentros sexuales más o menos tortuosos filmados con una prolijidad y una mesura más propias de las revistas soft que del cine de Campusano. Es fácil imaginar a los actores hablando de cuán cuidadas fueron las escenas porque así se ven en la pantalla.

Hay un problema más general que el de las escenas de sexo. Campusano asume el peor de los puntos de vista: una pena por sus criaturas que no se permite ni la curiosidad ni el odio, y que resulta en una tibieza que nadie podría haber imaginado en el director de Quilmes. Duele decirlo pero en Placer y martirio Campusano es apenas un prejuicioso. Un tipo que ya sabe todo de su tema y se permite esa mezcla de indignación y lástima que caracteriza a los perdonavidas. Sus películas anteriores se mostraban reacias a concederle al buen pensar cualquier derecho que estropeara la ficción, de ahí tantos diálogos y personajes inolvidables, y el tratamiento sin culpa de la marginalidad, la violencia y el choreo. En el comienzo de Vikingo unos pibes torturan a dos viejos para que les digan dónde guardan la plata. En El perro Molina otro pibe amenaza a su madre para que le devuelva el revólver. Campusano no los compadece ni los explica. En Placer y martirio hace todo lo que no hacía antes.

Hay algo digno de notar en este cambio. El Conurbano que tan bien conoce, Campusano puede ponerlo en escena como ignorándolo; nada de lo que vemos en Fango pertenece a otro mundo que al de Fango. A Puerto Madero, que no lo trata, lo sabe entero. Se trata de un inconveniente cinematográfico, no sociológico. Que Campusano filme lo que quiera, que para eso tiene una cámara y una voluntad de hierro. Zapatero a tu violín, a tu Edad Media, a tu Senado. Es bien sabido que un director puede poner en escena una ciudad desconocida con mayor acierto que su calle, o fracasar estrepitosamente en la representación de lo que le es más cercano (Filipelli en Música nocturna, por ejemplo). El cine calibra las distancias: nadie mira por una cámara como sin ella, al menos nadie que sea un cineasta, y Campusano lo es. Pero en esta oportunidad no encontró la medida[i]. Lo que se ve en Placer y martirio es una comprensión lastimosa por unas cuantas mujeres atrapadas en el peor de los mundos: una villa miseria del espíritu a la que Campusano se acerca con la misma falsa atención que Trapero a la villa villa de Elefante blanco. Si hasta la reunión de las minas fiesteras parece un eco de la de los villeros drogones: todos hablan un lenguaje imposible,  todos parecen salidos de las ideas más básicas acerca de lo que significa vivir en una villa o en un barrio ultra concheto.

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Las pastillas, el alcohol, el lujo y la infidelidad son las maneras que encuentran las mujeres de Placer y martirio de sacudirse la modorra o permitirle gobernar sus vidas. Están Jimena, Alejandra y Delfina, nuestra protagonista. Casada, madre de una hija adolescente, dueña de una agencia de diseño y de una herencia que le quita preocupaciones y le entrega el regalo venenoso de la abundancia, Delfina está perdida en el aburrimiento y un matrimonio agotado, lista para probar eso que sus amigas ya conocen: chongos, perversión, sexo duro y a veces peligroso. No por nada en la primera escena Jimena la recibe en la puerta de una fiesta, la guía y le presenta a un tipo. Es el acceso a un mundo ajeno a Delfina, y que nosotros descubriremos con ella, aunque no desde sus ojos. En efecto, más que a mirar a través de Defina la película nos obliga a mirar a Delfina mirar, y a tratar de entenderla. Porque la verdad: ¿cómo puede ver y hacer lo que ve y hace? Campusano es un excelente narrador y no se le escapa que para que su historia sea medianamente verosímil necesita un personaje poderoso, capaz de sostener todo el edificio. Pero otra vez: lo tiene en los papeles, no en la pantalla.

Encontramos a Delfina en el punto justo de su hastío, lo suficientemente incómoda como para no entregarse de una vez a los barbitúricos y lo suficientemente demolida como para caer a los pies de un hombre que no responde ni por asomo a lo que ella afirma que el hombre es. Kamil – así dice que se llama- se presenta a sí mismo como un empresario educado en Norteamérica y con una vida sin hogar, dividida entre Argentina, Medio Oriente y los aviones. Que el actor que lo interpreta no dé el tono es lo de menos: ayuda a separar nuestro punto de vista del de Delfina. Delfina cree todo a pesar de que no hay ningún dato que permita confirmar lo que dice Kamil, nosotros no creemos nada porque esos datos no existen y porque Kamil tiene menos encanto que Fabián Gianola. Delfina es una Madame Bovary porteña: hay que aceptar esta caracterización para aceptar la pasión con que le entrega a Kamil su voluntad, su tiempo y su dinero. Incluso su comentario acerca de la potencia sexual de su amante tiene como justificación el bovarismo: la manera en que filma Campusano no la confirma[ii].

El gran punto ciego de Placer y martirio es que Delfina no tiene la fuerza dramática necesaria como para cargar con la historia. Ni siquiera es una cuestión de actuación, porque Natacha Méndez está muy bien, merece la cámara y es deseable. Pero a su personaje le falta grandeza, y eso es responsabilidad del director. Difícil que Campusano diga: “Delfina soy yo”. Flaubert no jodía: su Emma es maravillosa, y junto con algún secundario –Larivière, el médico filósofo; Justino, el criado que la ama en secreto- el único personaje vivo en un mundo de muertos, el único que desea verdaderamente, el único que, alienado como está por sus ensueños de novela, es capaz de negar la sociedad en la que vive. “¿Quién puede acostumbrarse a no ser feliz?”, le dice a Rodolfo en su último encuentro, cuando todo se derrumba. Solo ella es capaz de palabras así, tan gloriosas. Frívola, boba, ciega, Emma es también el único espíritu palpitante de la novela. El bovarismo bien entendido exige que el autor pueda decir lo que Flaubert de su heroína, de lo contrario corre el riesgo de convertirse en una mera prédica. No hay que olvidar que el modelo de Flaubert es Cervantes, y que el Quijote deja pronto de ser una excusa para burlarse de los libros de caballería. Manuel Puig lo sabía bien: el Molina de El beso de la mujer araña alcanza una vibración literaria que convierte su manera de relacionarse con el cine en un estilo propio. (También lo sabía Raúl Ruiz: el final de Palomita blanca es uno de los momentos más hermosos y conmovedores del bovarismo). “Alonso Quijano soy yo”, “Madame Bovary soy yo”, “Molina soy yo”: así pueden hablar Cervantes, Flaubert y Puig.

Campusano no. Solo un aspecto de Emma está en su Delfina: “El amor –tal creía ella– debía presentarse de improviso, con grandes estruendos y fulguraciones, como tempestad celeste que se desencadena sobre la vida y la trastorna, y arrastra como a secas hojas las voluntades, y hunde en el abismo y por completo a los corazones”. ¡Qué palabras esas, de Flaubert! ¡Cuánta belleza! Pero el aspecto fundamental de Emma, el que la hace grande y la protege de la opinión –quiero decir: su heroicidad- está del todo ausente en Delfina. No alcanza con compadecerla: tenemos que amarla. Pero no. Pobre Delfina. Heredó todo menos lo que importa. Su familia le dio guita, Kamil un poder nuevo[iii], Campusano solo un nombre de heredera. El bovarismo es alienación sublime. Quien apunta a lo sublime tiene la chance de crear personajes maravillosos. Quien solo atiende a la alienación no puede hacer más que juzgar o comprender a medias, con lástima y desaprensión. Este es en buena medida el motivo por el que Campusano filmó su primera película mala. Placer y martirio está más cerca del boticario Homais que de Emma, del bachiller Sansón Carrasco que del Quijote, del Valentín de los primeros capítulos de Puig que de Molina.

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Queda una cosa importante.

Campusano narra dos historias paralelas: la de Delfina y la de Micaela, su hija. Todas las cosas que pasan en una son causas, todas las que pasan en la otra, consecuencias. Micaela es la única víctima indudable de Placer y martirio. En Fantasmas de la ruta Campusano hace un cameo como padre preocupado: sale a la puerta de su casa y llama a su hija adentro. Padres preocupados faltan acá, justamente. Javier no parece mal tipo pero es medio boludo. Delfina no solo vive su vacío sino que confirma o instituye el de su hija. También a ella le pasó así, como deja en claro un diálogo en el que señala que retó a Micaela con las mismas palabras que le decía su madre. La película multiplica los signos de que la chica necesita atención y ayuda, algo (amor, digamos) que termine con la repetición a la que parece condenada: rompe la ropa de Delfina, manifiesta desórdenes alimentarios, toma alcohol, debuta sexualmente porque sí, con un flaco que viene de jugar al fútbol y ni siquiera se baña. Flaubert no hizo que la hija de Emma sufriera tanto; nos hubiera hecho percibir a su heroína como una madre desatenta (que lo es). Exactamente eso hace Campusano. Placer y martirio es una película de tesis, o más que de tesis de opinión, porque parece salida no tanto de una teoría como de un panel televisivo o una revista dominical. Campusano nunca había hecho algo así. Sus películas tenían códigos fuertes y personajes firmes, como el Vikingo y el Perro Molina; los duros juicios morales que se emitían en sus historias les pertenecían a ellos. Acá no hay nadie que cumpla una función semejante pero se siente igual la presencia de un juez. Una diferencia más: en Fango –que es la obra maestra de Campusano– no había ley pero sí códigos. En Placer y martirio no hay ni una ni otros, solo máscaras y dinero, que son las únicas cosas que circulan en la película, y las claves de todo vínculo.

Dinero chico y mediano circula entre los personajes, como billete o fajo. La empleada doméstica (Mirta) le pide dos veces a Delfina. Delfina le pide al ex marido y a Alejandra. Micaela le pide a Delfina para comprar algo de comer y se queja porque le da poco. Kamil paga las fotos de un encuentro sexual con Delfina. La plata grande pasa entre palabras y transferencias bancarias: proyectos importantes, inversiones, comercio en Medio Oriente. El dinero es una presencia absoluta. Obviamente es Dios. Puede manifestarse de modo bien concreto o bien abstracto: aparece como billetes de cincuenta y cien pesos que se ven con claridad entre las manos de los personajes (también hay unos dólares), como finanza o como herencia. Préstamo, pago y especulación: el trabajo queda en segundo plano. Una vez Mirta exige su sueldo en tiempo y forma, otra vez Delfina pierde un contrato por desatender la empresa e irse de viaje con Kamil. La plata también gobierna el lenguaje. En un largo discurso, Kamil compara el modo en que las mujeres entienden el sexo con el modo en que los comerciantes entienden el negocio. Delfina habla en un momento de situaciones nada baratas. En otro dice que nada es gratis. Al comienzo afirma: “Para hablar conmigo se necesita tener dinero”.

Esto es Puerto Madero. Hipocresía, intercambio, falsedad y vacío. Campusano desperdicia su talento ilustrando una idea así de simple, para la cual una película es demasiado. Y juzga. Porque negarle a Delfina el bovarismo pleno es lo mismo que hacerla comparecer ante nosotros por la suerte de su hija.

Aquí pueden leer un texto de Ignacio Izaguirre y otro de Gustavo Gros sobre la película.

maxresdefault[i] Campusano narra con competencia y (¡ay!) corrección. El plano de apertura, con su piano y su simetría, da el tono de lo que vendrá: texturas amables, prolijidad, espejos que señalan el encuadre, travellings parsimoniosos. No es que esté mal. El perro Molina había anunciado ya este movimiento hacia imágenes más aceptables, y la película no era menos buena que Vikingo o Vil romance. El problema no pasa por el presupuesto con el que ahora cuenta Campusano para filmar, ni por la mayor cercanía que muestra con los parámetros profesionales a partir de los cuales se objetaban sus películas anteriores, mucho más virulentas. El problema pasa por Placer y martirio, por esta ficción singular, que no encuentra nunca a sus criaturas y termina por dejar en primer plano la superficie fofa de sus imágenes. Además del pulso narrativo, los méritos mayores de Campusano tienen que ver con los personajes que pone en escena, y con el modo en que se sale siempre del dominio del pensamiento correcto. Su Conurbano es extraordinario porque no pretende ser un registro sociológico de la marginalidad. Su Puerto Madero es un páramo porque no consigue mucho más que juicios y lamentos.

[ii] Esto es un mérito. El mejor plano de la película es ese en el que Delfina decide, mientras Kamil la penetra y jadea ridículamente, que lo que está pasando en la cama no es patético sino genial.

[iii] Como muchos han señalado, hay un subtexto vampírico en la película. De hecho, un diálogo nos avisa, por las dudas que no lo percibamos: “Parecería que le estás entregando tu sangre a un vampiro”, le dice Jimena a Delfina. El asunto sería así: Kamil toma posesión de Delfina y cuando desaparece, Delfina se convierte en el Kamil de otro. Cabe agregar dos detalles a esta lectura. El primero es que el ciclo que cumple Delfina confirma su distancia respecto del buen bovarismo, porque es imposible que Emma se convierta en Rodolfo, el Quijote en Sansón Carrasco (o en el cura, o el barbero), Molina en Valentín. El segundo es que bien puede ser que tal ciclo no exista. En un punto, Delfina ya es, antes de que Kamil llegue a su vida, lo que el último plano de la película sugiere: una criatura que vive de la obediencia de otras. Pero lo es torpemente, al modo burgués salame, que desconoce la voluptuosidad del sometimiento. Delfina sabe del poder antes de que Kamil se convierta en su amante. En el trabajo desecha con altanería lo que hace una de sus empleadas. En la casa mantiene a su marido bajo control: le hace bajar los pies de la mesa, le dice que fume afuera, rechaza sus arrumacos, cuando habla con sus amigas lo trata como a una mascota algo molesta. El poder que ejerce con desidia contrasta con la sumisión apasionada que muestra ante Kamil. Pero en su tiempo juntos Kamil no la convierte: la descubre. Es una astucia de la historia que la acerca a sí misma. Cuando en el final Delfina elige a su víctima, la elige bien, porque también el tipo es ya un vampiro mal entrenado.

Placer y martirio (Argentina, 2015), de José Celestino Campusano, c/Natacha Méndez, Rodolfo Ávalos, Paula Napolitano, Aldana Carretino, Myriam Agüero, 100′.

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