La secuencia de apertura de Pinamar nos presenta a dos hermanos en un auto que avanza por la ruta. Pablo (Juan Grandinetti) conduce en silencio, Miguel (Agustín Pardella) lo molesta. En estas pequeñas acciones se resume la esencia de la película: las razones que vehiculizan la dinámica del relato se forman sobre esta relación de conflicto entre ambos hermanos, quienes llegan a la ciudad de Pinamar tras la muerte de su madre con el objetivo de vender la propiedad vacía y así poder comprar otra casa y dejar de vivir juntos.
Miguel es el menor y, a diferencia de Pablo, se expresa con una amplitud discursiva que pone en evidencia sus (re)sentimientos y la imagen que proyecta sobre sí mismo. Frente a su hermano, Miguel es como una broma, un bufón que se autoflagela con ternura a través de de los sonidos de su ukelele, víctima de la manipulación de su hermano. Es Pablo quien impone, con sus miradas cargadas de rencor y silencio, un mandato que opera sobre las penas morales y moviliza la decencia masculina (juvenil e ingenua en ambos), adiestrada para acatar la solemnidad de las circunstancias en las que la muerte de su madre los ha envuelto.
Esta muerte los obliga a revisar sobre lo avanzado, a volver sobre el pasado. Miguel parece estar en paz con ello pero Pablo reniega, arrastrándose inconscientemente hacia el incierto origen de su dolor. El corpiño de su madre colgado en el baño le resulta aterrador, esa prenda íntima, despojada de un cuerpo ahora hecho cenizas -las que arrojan al mar tras un bello instante de contemplación-, evoca ese cuerpo ausente que los gestó, y no solo refleja la perdida, sino también la recuperación de un pasado no dicho, una revitalización de los recuerdos a los que Pablo rehúye y en su huida provoca irritación, porque a pesar de que conocemos la causa de su malestar, no logramos aceptar su tozudez.
Utilizando la fuerza vital de su hermano, apropiándose de sus obsesiones, Pablo se fija en Laura (Violeta Palukas), la vecina costera, sólo porque el otro deja claro su interés por ella. Una mirada que avance analíticamente sobre la causalidad de las emociones de los personajes descubrirá que Pablo orquesta el orbitar de los intereses ajenos en torno a su propia fijación, logrando de esta forma cumplir con sus propios objetivos. Así logra apropiarse de la chica que le interesa a su hermano, enojándose con éste cuando adrede retrasa la firma de la escritura para aprovechar unos días más en la costa; así también decide luego estirar dicha estadía en su favor cuando las circunstancias le convienen; y, finalmente, así decide no vender la casa, no solo para mantener cercanos sus recuerdos de la infancia, para volver a ser bueno, no es sólo esta solemne epifanía espiritual la que lo moviliza, sino porque tampoco quiere perder el contacto con el nuevo amor que acontece y que vive tan cerca de la casa que está a punto de vender.
Detrás de una matriz bien construida y estirada sobre una postura nada obsecuente, se esconde en Pablo un déspota de lo emotivo, alguien que forja su carácter a partir de la otredad, de la voluntad de otros; y su incertidumbre se encuentra a salvo de la angustia, porque Pablo no quiere sufrir; es un momento difícil, pero su egoísmo no se lo permite, apenas llora un poquito y ya se escapa corriendo detrás del romance, y aunque en sus desvaríos, todo su ser se obliga a confrontarse con su desasosiego, logra reemplazar justo a tiempo a la emoción, distrayéndose “con pavadas” según le recrimina su hermano. Como espectadores no lo conocemos y, durante la primera mitad de la película, no nos distrae su accionar, porque prevalece la intriga de sus sentimientos, no sabemos qué es lo que le pasa, y para cuando nos enteramos, su remarcada indiferencia y frialdad ya han anclado al relato en una superficie monocorde con breves cambios de tono.
Laura, una adolescente de risa fácil y cabellos azules a la Kate Winslet, le dice a Pablo que es un “cheto engreído”, que no sabe lo que es ser de la provincia. Pero es solo su forma de acercarse a él; en Pinamar todos tienen su orgullo, el único que cede sobre sus convicciones es Miguel, quien termina solo en un auto mientras Pablo vuelve a irse con Laura a besarse junto al mar.
Vista desde la focalización del protagonista, la que no promueve mucho la identificación, Pinamar es una historia donde el amor gana y donde la felicidad es solo una cuestión de esforzarse para alcanzarla. Desde el punto de vista de Miguel, la historia no es tan lineal, desde su punto de vista, no importa qué tan bien toque un instrumento o que tan mal rapee, él está destinado a ser doblegado por un hermano mayor que pulveriza su personalidad con miradas de oprobio. La película, sin embargo, no parece buscar enriquecerse de este manierismo, atándose a su atmosfera costera y melancólica: nos plantea un drama común, apelando a la tristeza infalible que la muerte de una madre produce. Pinamar se escuda en una posición de sumisión, atravesando el sufrimiento de sus personajes, imbuida de una nostalgia que la legitime; Pinamar nos quiere distantes, sin confrontaciones reales, enamorados de lo que se ha perdido.
Pinamar (Argentina, 2017), de Federico Godfrid, c/Juan Grandinetti, Lautaro Churruarín, Violeta Palukas, 83′.
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